El puerto de la traición (33 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El puerto de la traición
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Jack dijo que con mucho gusto las haría y luego añadió:

—Seguramente pensará usted que soy descortés, señor, porque no le he felicitado por su ascenso. Cuando subía a bordo vi que ahora tiene una insignia roja en el palo trinquete. Le felicito de todo corazón.

—Gracias, Aubrey, es usted muy amable. Pero eso es algo normal en esta etapa de mi vida. Espero que viva usted lo suficiente para llegar a tener una en el palo mayor. ¿Quiere comer conmigo? He invitado a algunas personas muy interesantes.

Jack dijo que con mucho gusto se quedaría. Y, en realidad, se sintió a gusto comiendo sin parar y bebiendo el buen vino del almirante, sentado en medio de dos mujeres y frente a su viejo amigo Heneage Dundas, que sonreía alegremente. Pero cuando cruzaba el puerto en la lancha para volver a la costa, pensó en la fragata y le invadió una gran tristeza. Había navegado en ella cuando era guardiamarina y había sido su capitán en el océano Índico. Era una fragata complicada y temperamental, pero quienes la conocían bien podían lograr que respondiera bien a las maniobras y que alcanzara una gran velocidad. Nunca le había defraudado en las emergencias, y él no había visto nunca otra embarcación que navegara con más facilidad de bolina y a la cuadra tanto con vientos flojos como en medio de una fuerte tempestad. Sintió un dolor casi insoportable al pensar que podría pudrirse en un sucio fondeadero o ser vendida y convertida en un torpe barco mercante. Si la galera hubiera sido lo que parecía, habría comprado la fragata para evitar que corriera esa suerte. Recordaba algunos barcos, especialmente barcos enemigos, que la Armada había rechazado y había vendido por una suma no muy grande.

No era probable que volviera a tener bajo su mando a la tripulación de la
Surprise
, una tripulación formada enteramente por marineros escogidos, que sabían aferrar, arrizar y llevar el timón, y que, además, le eran simpáticos. Les entendía perfectamente y ellos le entendían a él y a sus oficiales. A los tripulantes de la
Surprise
se les podía dar libertad para hacer cosas que nunca se habrían permitido hacer a un barco con una tripulación formada por diferentes individuos, entre los que hubiera campesinos, ladrones y gran cantidad de hombres reclutados a la fuerza, que, naturalmente, estarían llenos de rabia y resentimiento, pues a una tripulación así era necesario imponerle la férrea disciplina propia de la Armada para adiestrarla en las tareas habituales (como arrizar, aferrar, quitar los masteleros y subir las lanchas) con métodos adaptados a los menos inteligentes, una labor difícil y que casi inevitablemente incluía duros castigos. Jack Aubrey era un capitán severo, pero no consideraba tan necesarios los castigos como los demás oficiales. Detestaba azotar a los hombres y no le parecía justo mandar a flagelarles por faltas que él había cometido alguna vez, pero como esa era una tradición de la Armada, en muchas ocasiones había ordenado castigarles con una docena de azotes. Pero sentía un gran alivio cuando no tenía que hacerlo, cuando no estaba sumamente indignado ni tenía que inspirar más miedo que todos los demás hombres en el barco. Desde que se había hecho cargo de la
Surprise
, casi ninguno de sus tripulantes había recibido castigos corporales, y si entre ellos hubiera encontrado más guardiamarinas y dos oficiales que tocaran música tan bien que hubieran podido formar un cuarteto con Stephen y con él, si el repostero del capitán hubiera sido más amable y menos rudo, y si el cocinero del capitán hubiera tenido bajo su mando algo más que pudines, habría dicho que antes que a Pullings le hubieran ascendido y antes que a tantos marineros les hubieran obligado a irse a otros barcos, la fragata tenía la mejor tripulación de todos los barcos de la escuadra y probablemente de todos los de la Armada.

«No les diré nada hasta que me vea obligado a ello», pensó Jack, que podía ver la fragata ahora, mientras la lancha pasaba por entre varias chalanas. Estaba amarrada a cierta distancia del astillero, pero a Jack no le sorprendió ver que todavía había dos chalanas amarradas a ella y que en la popa había un grupo de empleados del astillero caminando de un lado a otro.

—¡Por el costado de babor! —ordenó a su timonel, pensando que sería ridículo que le recibieran con una ceremonia, ya que en el barco, en ese momento, él era el único hombre que poseía otra ropa que no fuera una camisa, un pantalón de dril y un sombrero de paja roto.

—Señor —dijo Mowett, descubriéndose con la elegancia con que era posible hacerlo con un sombrero de ala rota—. Siento mucho decirle que estos granujas no van a calafatear el alcázar hasta el martes. Su cabina está abierta…

—¡No hay cristales en las ventanas de popa! —gritó Killick, furioso.

—Cálmate, Killick —dijo Jack.

—Señor —dijo el contador—, el encargado del almacén no cumplimentó mi pedido de coyes y colchonetas. Se burló de mi ropa y fingió que creía que estaba borracho y luego me dijo que contara mi historia de camellos y árabes a los infantes de marina y después se fue riéndose.

—¡Tampoco hay en el jardín!
[16]
—murmuró Killick.

—Tampoco me entregó las provisiones, señor —dijo el contador—. ¡Negar esto a un contador que lleva quince años en el cargo!

—Y el correo, señor… —dijo Mowett—. Hay una saca para nosotros, pero la mandaron a la oficina de San Isidoro, y dicen que hoy está cerrada porque es fiesta.

—¿Cerrada? —preguntó Jack—. ¡Eso lo veremos! ¡Bonden, mi falúa! ¡Killick, ve rápidamente a Searle y separa una habitación para mí para varios días y manda que preparen comida para los oficiales del
Dromedary
mañana! Señor Adams, venga conmigo.

Después, al llegar al portalón, se volvió y preguntó:

—¿Dónde está el doctor?

—Ha llevado a Rogers, Mann y Himmelfahrt al hospital, señor.

Como era un cirujano concienzudo, había ido al hospital a ver a sus pacientes y a llevar a tres más y, además, a hablar con su colega y a operar con él; y como era un agente secreto concienzudo, fue a casa de Laura Fielding al atardecer.

La verja estaba abierta, pero el farol del final del sendero de piedra no estaba encendido, y cuando Stephen lo atravesó en la oscuridad pensó: «Da miedo este lugar con este silencio sepulcral». Al llegar a la puerta, buscó a tientas la campanilla y la tocó, y entonces el débil repiqueteo fue ahogado por los ladridos de Ponto, y enseguida se oyó la voz de Laura Fielding preguntando quién era.

—Stephen Maturin —respondió.

—¡Virgen santa! —exclamó ella, abriendo la puerta, por la que salió un haz de luz—. ¡Cuánto me alegro de volver a verle! ¿Le ha ocurrido alguna desgracia? —preguntó cuando pudo verle bien, después que entró en la casa.

—No —respondió Stephen en tono irritado, pues se había afeitado y había pedido prestados unos calzones de color púrpura en el hospital—. ¿Cree que no tengo buen aspecto?

—¡Oh, no, doctor! Lo que ocurre es que generalmente usted está, si me permite la expresión, tan descuidado que…

—Es cierto.

—Y siempre con uniforme. Me sorprendió verle con una chaqueta blanca.

—Esto es un
banyan
—dijo Stephen mirándose la chaqueta, una ancha chaqueta que Bonden había hecho con un pedazo de lona fina que había de reserva en el
Dromedary
y que tenía cintas en vez de botones—. Pero quizá aquí en tierra parezca miserable. Sí, quizá lo parezca. Una anciana, la madre del coronel Fellowes, si no me equivoco, me dio una moneda cuando doblé la esquina y me dijo: «No para bebida, buen hombre.
Pas gin. Mente débauche
. Pero ahora no tengo nada más. Una banda de ladrones a caballo se llevaron mi campana. ¡Ojalá se quemen en las brasas del infierno toda la eternidad! También se llevaron mis colecciones y mi ropa. No obstante, como soy un hombre prudente, no había llevado mi otro baúl, donde estaba mi mejor uniforme, y me alegro mucho.

Habían llegado a la sala. Sobre la pequeña mesa redonda estaba la cena de la señora Fielding: tres triángulos de polenta fría, un huevo cocido y una jarra de limonada.

—¿Puede creer —preguntó, cogiendo uno de los triángulos—, amiga mía, que ese uniforme me costó once guineas? ¡Once guineas! Una suma impresionante.

Sentía vergüenza, un sentimiento que rara vez experimentaba, y hablaba por hablar. Ella le sirvió un vaso de limonada y sintió pena al ver que él intentaba coger el huevo.

—Sin embargo —dijo, retirando la mano inconscientemente—, si hubiera ido a ponerme ese espléndido uniforme al hotel, donde lo dejé, no la habría encontrado despierta cuando llegara a su casa, así que preferí venir en
banyan
y dañar su reputación, como habíamos quedado, a venir en un magnífico uniforme y no dañarla.

—Es usted muy bueno conmigo —dijo ella, cogiéndole la mano y mirándole con los ojos llorosos—. Le agradezco que se haya preocupado por mí y que haya venido a verme tan pronto.

—No tiene importancia, amiga mía —dijo Stephen, apretándole la mano como ella se la había apretado a él—. Dígame, ¿la han molestado esos hombres alguna vez desde que me fui?

—Sólo dos veces. Tuve que ir a la iglesia de San Simón el día siguiente y dije a ese hombre que usted había pasado la noche conmigo. Se puso muy contento y dijo que me traería una carta la próxima vez.

—¿Era el mismo extranjero con acento napolitano, ese hombre bajo de mediana edad?

—Sí, pero el que me dio la carta era italiano.

—¿Cómo está el señor Fielding?

—No está muy bien, aunque no lo dice. Sólo dice que se cayó y se lastimó una mano. Pero no es el mismo de siempre. Me temo que está muy mal, muy deprimido. Le enseñaré su carta.

En efecto, la carta carecía de algunas de las cualidades que las primeras tenían, no de elegancia, porque el señor Fielding no tenía ese don, sino de fluidez, cohesión y naturalidad, y no reflejaban el amor que discretamente reflejaban las otras. Era una carta escrita con esmero, en la que contaba con detalle cómo se había caído de una escalera cubierta de hielo que daba al patio donde hacía ejercicio, decía que le habían atendido muy bien en la enfermería de la prisión y pedía con insistencia a Laura que hiciera todo lo que pudiera para mostrar su gratitud a los caballeros que hacían posible que tuvieran correspondencia, asegurándole que ellos tenían influencia en el Gobierno.

Mientras Stephen observaba la esmerada letra pensó que no podían engañarle. La historia de la mano lastimada era demasiado corriente, había sido usada demasiadas veces. La impresión que había tenido al principio era ahora casi una certeza: Fielding estaba muerto y alguien imitaba su letra para que los franceses siguieran dominando a Laura. Era probable que el espía francés que estaba en Malta fuera Graham Lesueur y que Wray no hubiera logrado capturarle. Tal vez era mejor que no lo hubiera logrado, porque un Lesueur con la información falsa que él le proporcionaría a través de Laura sería más útil que un Lesueur atado a un poste frente a un pelotón de fusilamiento. Pero tenía que proporcionársela rápido, antes de que la
Surprise
se fuera, ya que no quería confiar el asunto a nadie en Malta sin consultar a sir Joseph o a alguno de sus íntimos colaboradores, y antes de que se supiera que Fielding había muerto, ya que entonces Laura no podría seguir desempeñando su papel. A partir de ese momento Lesueur no creería lo que ella le contara, y, además, puesto que ella podría y querría comprometerle a él y a toda su organización, la eliminaría. Laura desaparecería cuando dejara de desempeñar su papel.

Todas estas ideas pasaron por la mente de Stephen con gran rapidez, sin llegar al nivel de las palabras, mientras observaba la carta. Muchas de esas ideas eran las mismas que se le habían ocurrido al principio, pero ahora tenían más fundamento, ahora le parecían ciertas y, como sentía un gran afecto por Laura, le afligían más. Stephen dijo casi las mismas palabras de consuelo que había dicho la primera vez, y después los dos hablaron del aspecto más concreto de su relación con los agentes secretos. Ella fue menos cautelosa esta vez e hizo una descripción precisa de Lesueur y de sus colaboradores. También habló de un tal Basilio, un tipo indiscreto que le había dicho que no estaba planeado que el doctor Maturin fuera al mar Rojo sino que fuera otro hombre en su lugar. Por lo que ella dijo, Stephen comprendió que al menos algunos habían cometido el frecuente error de subestimar la inteligencia de una mujer, un error que a veces traía fatales consecuencias, y pensó que a pesar de que Lesueur no supiera que ella podía reconocerle, no toleraría su deserción porque ella sabía demasiado de su red de espionaje.

—Desgraciadamente… —dijo Stephen después de una larga pausa, y en ese momento sus ojos brillaron—. ¡Ahí está! —exclamó, señalando con la cabeza su violonchelo, que estaba junto al piano de Laura—. ¡Cuánto la he echado de menos en este viaje!

—¿Habla del violonchelo como si fuera una mujer? —preguntó—. Siempre me ha parecido que tenía rasgos masculinos: voz grave, barba…

—Hombre o mujer —dijo—, ¿por qué no hace un poco de café y se come la cena que he minado sin darme cuenta y luego tocamos la pieza que crucificamos la última vez?

Mientras sacaba el instrumento de su tosco estuche, murmuró:

—Hombre o mujer… ¡Cuántas cosas pasan entre los dos!

—¿Qué ha dicho? —gritó ella desde la cocina, y se notaba que estaba comiendo algo.

—Nada, nada, amiga mía. Hablaba solo.

Afinó el violonchelo mientras pensaba en lo que sentía por Laura. La deseaba, pero también sentía simpatía, ternura y afecto por ella, una
amitié amoureuse
más fuerte que las que había sentido hasta entonces.

Salió a la calle al despuntar el día, notó con satisfacción la presencia del observador y bajó hasta el muelle muy pensativo. Allí esperó a que estuviera libre alguna de las ligeras embarcaciones de alquiler. Habían acordado que él alquilaría una habitación en Searle, que ella iría a verle con una máscara y una
faldetta
y que él le daría algo para saciar el apetito de Lesueur. Pero no sabía qué debía darle. Permaneció de pie en el embarcadero mientras consideraba infinidad de posibilidades con los ojos desmesuradamente abiertos y mirando, sin ver, hacia el desvencijado
Worcester
, que había sido convertido en una machina flotante ante la mirada indiferente de todos los que habían navegado en él. Entre sus meditaciones oía a intervalos el grito característico de los barqueros de Londres, el conocido grito: «¿Sube o baja?». Al oírlo por tercera vez, reaccionó y miró hacia el final de la escalera y vio las caras sonrientes de los tripulantes de la falúa de la
Surprise.

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