—Bueno, para abreviar el relato, cuando el lugre estaba a un cable de distancia del cabo, se le cayó el velacho, y, naturalmente, orzó de inmediato. Entonces vimos a un tipo saltando por la cubierta como el muñeco de una caja sorpresa y derribando hombres por todos lados. No pude ver lo que pasó en el último momento porque el capitán mandó a decirme que dejara la caña de pescar y fuera a verle con urgencia, con la innecesaria urgencia con que los marinos siempre piden que se hagan las cosas. ¡A propósito! Al día siguiente, cuando tenía que tomar su medicina, la poción negra, le añadí sin escrúpulos dos escrúpulos
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de polvo de cohombrillo amargo, ¡ja, ja, ja! ¡Y qué bueno es el cohombrillo amargo para provocar fuertes retortijones y diarrea! ¿No le hace gracia, señor?
—Sí, mucha gracia, colega.
—Cuando regresé a la cubierta, la fragata estaba en facha y nuestra lancha se alejaba del lugre, que al final había sido capturado. Ya bordo de la lancha estaba él, riéndose y saludando a sus amigos, que estaban inclinados sobre la borda y daban vivas.
—¿A quién se refiere, colega?
—Pues al muñeco de la caja sorpresa, por supuesto. Se reía porque se había escapado de las garras de los franceses y saludaba a sus amigos, los oficiales, porque había estado de servicio en esta fragata antes de ser capturado. Había sido el tercero de a bordo de la
Nymphe
y todavía había a bordo muchos de los oficiales que eran compañeros de tripulación suyos. Por eso le dije que era un héroe de novela. Se escapó de una prisión francesa, salió a alta mar en un bote de remos con la esperanza de encontrar la fragata inglesa que, según había oído, cruzaba las aguas que rodeaban el cabo, fue capturado por una patrulla francesa cuando ya veía las gavias de nuestra fragata recortarse sobre el cielo y al final fue rescatado por su propia fragata. Olvidé decirle que fue él quien cortó la driza del velacho del lugre para que se cayera. ¡Fue rescatado por su propia fragata! Si estos sucesos no son novelescos, no sé lo que es una novela.
—Indudablemente, no admite comparación con Bevis de Hampton. Y ese es el caballero a quien vamos a operar, ¿verdad? Me alegro. Siempre he pensado que un hombre con ánimos se cura antes que los demás, y aunque extraerle la bala no parece una operación peligrosa, mientras más ventajas tengamos, mejor.
—Por supuesto —dijo Thomas, en tono preocupado—. Tal vez debería haberle operado antes, cuando estaba alegre. Desde hace días está desanimado y siente una mezcla de tristeza y rabia, y quiso ahorcarse cuando un estúpido que, como todos nosotros, conocía el rumor que circula por Valletta le dijo que era un… —dijo y luego hizo una pausa mientras dirigía una mirada significativa a Stephen—. Le dijo que su mujer no había tenido un comportamiento decente. Ya sabe
usted
lo que quiero decir y con quién lo ha hecho. Espero que perder un poco de sangre le haga resignarse. Después de todo, a muchos hombres les ha ocurrido la misma desgracia y la mayoría de ellos ha sobrevivido.
Stephen no sabía lo que Thomas quería decir, pero no se preocupó por ello y simplemente preguntó:
—¿Le ha preparado?
—Sí. Le dije que ayunara y le di tres dracmas de mandrágora.
—La mandrágora… —empezó a decir Stephen con desprecio, pero en ese momento llegó un infante de marina y le interrumpió.
—El señor Fielding les presenta sus respetos —dijo el infante de marina—. Quiere saber cuándo le van a abrir y dice que hace más de hora que les está esperando en la enfermería.
—Dígale que iremos enseguida —dijo el señor Thomas—. ¿Qué inconvenientes le encuentra a la mandrágora, colega?
—Ninguno —respondió Stephen—. ¿Era CharlesFielding el hombre de quien hablaba usted? ¿El teniente de navío Charles Fielding?
—Sí. ¿No se acuerda que se lo dije? Charles Fielding, el esposo de la dueña del perro que quiere tanto al capitán Aubrey. ¿No lo adivinó? ¿No entendió lo que quería decir? ¡Qué extraño! Pero ahora debemos guardar silencio.
Entraron en la enfermería, y allí de pie bajo la intensa luz que entraba por el enjaretado del techo, mirando hacia afuera por el escotillón, estaba un hombre moreno y corpulento que parecía haber salido del cuadro que había en el dormitorio de Laura Fielding y llevaba incluso un pantalón de rayas como el del cuadro. El señor Thomas hizo las presentaciones de rigor, y el señor Fielding, cortésmente, preguntó: «¿Cómo está usted?», e hizo una inclinación de cabeza, pero era evidente que no prestaba atención. También era evidente que algo, ya fuera la mandrágora que le había dado el señor Thomas o el ron que se había bebido por su propia voluntad, había surtido efecto, pues tenía la voz empañada y había pronunciado las palabras de modo que no se habían entendido claramente. Stephen nunca había visto a ningún hombre alegre cuando iba a tumbarse en una mesa de operaciones o un baúl, o sentarse en una silla para ser operado, sabía que hasta el más valiente se oponía a que le hicieran incisiones a sangre fría y que la mayoría de los marineros añadían lo que podían a la dosis oficial de medicina. No obstante, el señor Fielding no había exagerado, como muchos pacientes que tenían medios para hacerlo, y todavía era dueño de sí mismo. Después que se quitó la camisa, aceptó con resignación que le ataran los brazos (le dijeron que el motivo era que si hacía algún movimiento involuntario, podrían clavarle el bisturí en una arteria o cortarle algún nervio), se sentó y, apretando las mandíbulas, miró desafiante a su alrededor.
La bala estaba más profunda de lo que Thomas suponía, y a pesar de que Fielding sólo profirió uno o dos quejidos mientras ellos intentaban sacársela de la espalda, jadeaba y sudaba copiosamente cuando terminaron. Después que le cosieron la herida y le soltaron los brazos, Thomas le miró a la cara y dijo:
—Debe permanecer aquí un rato. Mandaré a mi ayudante para que le haga compañía.
—Yo le haré compañía al señor Fielding con mucho gusto —dijo Stephen—. Me gustaría que me contara cómo huyó de Francia cuando se haya recuperado.
El señor Fielding se recuperó muy pronto con café fuerte y caliente. Después de beberse la segunda taza, estiró el brazo para coger su chaqueta, sacó de un bolsillo un pedazo de pudín de pasas frío y lo devoró en un instante.
—Le ruego que me disculpe —dijo—, pero he pasado tanta hambre durante los últimos meses que siempre tengo que tener cerca algo de comer.
Entonces, en voz más alta, llamó al ayudante del cirujano y le pidió que trajera una botella de su cabina. El ayudante era un hombre viejo y autoritario a quien los marineros admiraban por sus conocimientos médicos, y puesto que estaba prohibido beber en la enfermería, vaciló y miró hacia Stephen, pero la expresión grave de Fielding se hizo adusta y aterradora, y su voz adquirió el tono de la de un teniente exigente, un teniente capaz de acompañar sus órdenes con un puñetazo, y era evidente que era un hombre de carácter violento. La botella llegó, y Fielding, después de ofrecerle una copa a Stephen, tomó una considerable cantidad de alcohol de una vez en dos ocasiones seguidas.
—Eso es bastante por ahora —dijo Stephen, quitándole la botella—. No puede permitirse perder más sangre, porque está muy débil. Estoy seguro de que ha hecho un viaje muy largo y difícil.
—Si hubiera avanzado en línea recta todo el tiempo —dijo Fielding—, la distancia que habría recorrido no habría sido muy grande, y seguramente cualquier correo la recorrería en menos de una semana. Pero mis compañeros y yo tuvimos que hacer el viaje escondiéndonos de día y caminando de noche, por lo general, por caminos secundarios o por el campo, y nos perdíamos a menudo, de modo que tardamos más de dos meses. Setenta y seis días, para ser exacto.
Había hablado con desgana y se había interrumpido como si no quisiera continuar hablando. Los dos se quedaron en silencio unos minutos, mientras la fragata se balanceaba suavemente y la trémula luz del sol, reflejada en el mar, iluminaba el techo. Stephen pensó que ese tiempo, dos meses y medio, coincidía con el transcurrido desde que Laura había recibido la primera de las cartas que la habían preocupado tanto, la primera de las cartas con la letra falsificada.
—En cuanto a las dificultades… —continuó Fielding al fin—. Sí, fue un viaje difícil. Casi siempre lo único que teníamos para comer era lo que cazábamos furtivamente o lo que robábamos, y en las altas montañas, ni siquiera eso. Y cuando la humedad y el frío… Wilson murió en el Trentino después de pasar dos días bajo una tormenta de nieve, y a Corby se le congeló un pie y desde entonces anduvo cojeando. Yo tuve suerte.
—Si no le desagrada, quisiera que me contara con detalle su fuga —dijo Stephen.
—Muy bien —dijo Fielding.
Le contó que había estado encarcelado en la fortaleza de Bitche, un lugar reservado para los prisioneros de guerra rebeldes o los que trataban de escapar de Verdún, y que la mayor parte del tiempo había estado aislado, porque en el intento de fuga había matado a un gendarme, pero que a causa de que se había quemado una parte del castillo y se habían tenido que realizar trabajos de reconstrucción, le habían metido en la celda de Wilson y Corby. Dijo que en aquellos días había mucho desorden en la fortaleza, sobre todo porque el comandante acababa de ser sustituido por otro, y que los tres habían decidido intentar fugarse de nuevo, y añadió que en los anteriores intentos, que habían hecho por separado, habían tratado de llegar al Canal o a los puertos del mar del Norte, pero que habían acordado que esa vez irían por otro lado, que avanzarían hacia el este para atravesar Austria y llegar al Adriático. Agregó que había que hacer el intento rápido, mientras los obreros y los materiales para la construcción estuvieran aún en el castillo, y que Corby, que era el oficial de más antigüedad y dominaba el alemán, había dicho a la mayoría de los demás oficiales que ellos tres iban a tratar de escaparse. Aseguró que algunos de los oficiales les habían ayudado mucho, porque les habían proporcionado mapas que habían dibujado de memoria, un telescopio de bolsillo, una brújula bastante exacta, un poco de dinero y, sobre todo, varias piezas de ropa, incluidas algunas prendas interiores, para que se las pusieran encima de las suyas, y un grupo había armado un alboroto junto a la muralla interior la noche oscura y atroz en que los tres habían pasado por encima de la muralla exterior y luego habían recogido la cuerda y la habían escondido. Dijo que habían caminado toda la noche, tan rápido como podían, en dirección al Rin, con el propósito de atravesarlo por un puente de barcas para llegar al camino que llevaba a Rastatt, y que, a pesar de que no habían llegado al puente hasta el otro día a mediodía, habían tenido mucha suerte, ya que cuando estaban en un bosquecillo, mirando hacia el extremo del puente para ver lo que hacían los centinelas, se había acercado una procesión integrada por cientos de personas con ramas verdes en las manos que formaban varios grupos, y cuando los hombres que iban al frente con los pendones empezaron a atravesar el puente, ellos habían cogido unas ramas y se habían metido disimuladamente en la multitud y habían cantado lo mejor que habían podido y aparentado que sentían fervor. Añadió que habían atraído la atención de pocas personas, ya que la procesión estaba formada por habitantes de diferentes pueblos, y que cuando alguien les hablaba, Corby le contestaba y él y el otro oficial cantaban. Luego dijo que habían cruzado el puente con un gran grupo detrás y que Corby había seguido hasta la ciudad, donde había comprado pan integral de centeno y tasajo, y que parecían personas respetables porque llevaban puesta sus excelentes chaquetas azules, a las que habían quitado todos los galones, pero que Corby había sido interrogado cuando regresaba de la ciudad, aunque, afortunadamente, por un recluta simple y fácil de impresionar y engañar, por quien se habían enterado de que los militares buscaban a tres oficiales ingleses, y que debido a eso, habían permanecido escondidos en el bosque más o menos una semana, avanzando solamente durante la noche, y que al final de ese período, como había habido mal tiempo y habían dormido en la tierra y habían resbalado en el fango y habían caído en cientos de charcos, parecían vagabundos y despertaban sospechas. Añadió que, a pesar de que se aseaban lo más posible y se afeitaban, pues tenían una navaja, todos los perros les ladraban, y que, si por casualidad, se encontraban con algún campesino y Corby le saludaba, el hombre les miraba con asombro y miedo, y que por eso no se atrevían a aproximarse a ningún pueblo. Dijo que habían seguido avanzando de esa manera hacia el sureste mucho más despacio de lo que esperaban, y que durante semanas y semanas lo único que habían encontrado para comer habían sido nabos, patatas, maíz tierno y pequeños animales de caza, y que se habían debilitado a causa de eso y de la incesante lluvia. Admitió que en varias ocasiones habían sido perseguidos, una o dos veces por los guardabosques, pero casi todas por los campesinos, porque se habían metido en sus fincas a robar, y por las patrullas, porque habían oído decir que estaban en determinado lugar. Además, dijo que habían tenido miedo en todo momento durante el viaje y que todos tenían una expresión adusta y sentían un profundo odio no sólo hacia sus perseguidores, sino también hacia cualquiera que pudiera traicionarles, y confesó que habían estado a punto de matar a dos niños que encontraron su escondite por casualidad. Finalmente, dijo que el odio había impregnado las relaciones entre los tres de tal manera que había provocado acaloradas disputas y había aumentado, si era posible, su tristeza durante las últimas semanas del viaje. Había hablado con una emoción tan profunda que por su gesto adusto unas veces e impasible otras, Stephen, nunca habría sospechado que pudiera sentir.
—No sé cómo pudo soportarlo —dijo cuando Fielding llegó al punto del relato en que se habían dado cuenta de que se habían perdido.
Fielding dijo que después de pasar dos días subiendo y bajando trabajosamente varias montañas peladas sin tener qué comer, al final habían divisado un valle, pero que en él no habían visto el puesto austriaco que esperaban encontrar sino una bandera tricolor, pues estaba en la parte de Italia ocupada por Francia. Añadió que en el centro del valle se alzaba una fortaleza y no había cerca ningún pueblo ni ninguna granja ni ninguna cabaña de pastor, y que, por tanto, no había ningún lugar donde refugiarse.
—Yo sentía que un… un extraño sentimiento me alentaba a seguir —dijo Fielding—, y habría recorrido el doble de esa distancia si mis pies lo hubieran aguantado. Y creo que lo mismo les ocurría a los otros. Cuando pienso que soportaron en vano tantas penalidades, me parece que no hay justicia en el mundo, se lo aseguro. No tenemos motivos para creer que sus mujeres son prostitutas.