El que habla con los muertos (38 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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—¿Qué te parece mi alemán, padrastro? Sin duda reconocerás que éste es el acento de Hamburgo. —Harry hizo una pausa, y cambió su acento (el de Grunbaum)—. O quizá prefieras el
Hoch Deutsch
, el acento de las élites refinadas que las masas tratan de imitar. ¿O prefieres que hable de manera aún más inteligente, como un filósofo quizá? ¿Eso te convencería?

—Muy listo —reconoció Shukshin con una sonrisa sarcástica; había abierto mucho los ojos mientras Harry hablaba, pero ahora volvió a entrecerrarlos—. Una demostración muy hábil de alemán dialectal, sí, y muy bien hablado. ¡Pero cualquiera puede memorizar en media hora una cuantas frases! El ruso ya es otra cosa.

La expresión de Keogh se endureció todavía más. Le dio las gracias a Klaus Grunbaum y dirigió su mente hacia otra parte, hacia un cementerio en Edimburgo. No hacía mucho lo había visitado para pasar un rato con su abuela rusa, muerta antes de que él naciera. Ahora volvió a encontrarse con ella, la utilizó para hablar con su padrastro en la lengua materna de éste. Harry comenzó a hablar sirviéndose del perfecto dominio del ruso de su abuela, e incluso de la mente de la mujer; pronunció una diatriba sobre «el fracaso del sistema represivo comunista», y sólo se calló cuando varios minutos más tarde Shukshin exclamó:

—¿Qué es esto, Harry? ¿Más tonterías aprendidas de memoria? ¿Qué te propones con todos estos trucos? —A pesar de esta bravata, el corazón de Shukshin latía un poco más acelerado de lo normal. El muchacho hablaba como… como alguien que él había conocido. Como alguien que había odiado.

Cuando Keogh le respondió, lo hizo utilizando todavía el ruso de su abuela, pero ahora hablaba desde su propia mente:

—Y esto, ¿podría aprenderlo de memoria? ¿Eres tan ciego que no puedes ver la verdad aunque la tengas frente a ti? Soy un hombre de talento, padre. Mucho más de lo que tú podrías imaginar. Tengo aún más talento del que poseía mi pobre madre…

Shukshin se puso de pie y se apoyó en la mesa; el odio brotó de él, y pareció llegar hasta Keogh de manera casi física, como una ola.

—Muy bien —respondió en ruso—. De modo que eres un cabrón bastante listo. ¿Y qué? Has mencionado dos veces a tu madre, Keogh. ¿Qué quieres decir con eso? Parece como si quisieras amenazarme.

Harry continuó hablando en el idioma de Shukshin.

—¿Amenazarte? Pero ¿por qué, padrastro? Yo sólo he venido a verte, y a pedirte un favor.

—¿Qué? ¿Tratas de hacerme quedar como un tonto y luego tienes el descaro de pedir favores? ¿Qué quieres de mí?

Ya era hora de que dejara caer la tercera bomba. Keogh también se puso de pie.

—Me contaron que a mi madre le encantaba patinar —dijo, en perfecto ruso—. El río pasa muy cerca del jardín. Me gustaría volver a visitarte en invierno. Quizás entonces estarás menos nervioso, y podremos hablar con más tranquilidad. Puede que traiga mis patines y vaya al río helado, como lo hacía mi madre; allí abajo, donde termina el jardín.

Shukshin, otra vez pálido como un muerto, se tambaleó y se sostuvo cogiéndose al borde de la mesa. Después sus ojos relampaguearon de odio, y mostró los dientes en una mueca de furia. Ya no podía contener su ira, su odio. Debía golpear a este cachorro arrogante, tenía que tumbarlo. Tenía que… tenía que…

Cuando Shukshin comenzó a avanzar hacia él, Harry advirtió el peligro y retrocedió hacia la puerta del estudio. Pero todavía no había terminado. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó algo.

—Te ha traído un regalo —dijo, esta vez en inglés—. Un recuerdo de los viejos tiempos, de cuando yo era pequeño. Algo que te pertenece.

—¡Fuera! —rugió Shukshin—. Vete antes de que te haga pedazos. ¡Tú y tus malditas insinuaciones! ¿De modo que quieres volver a visitarme en invierno? ¡Te lo prohíbo! ¡No quiero saber nada de ti, impertinente! ¡Vete a molestar a otro! ¡Vete, antes de que…!

—No te preocupes —respondió Harry—. Ya me voy…, pero antes, coge esto —y le arrojó algo; después se dio la vuelta, salió por la puerta y desapareció de la vista de Shukshin.

Shukshin cogió instintivamente lo que Harry le había arrojado, y lo miró durante un segundo. Después, la cabeza le dio vueltas y cayó de rodillas. Se quedó mirando durante mucho rato el objeto que tenía en la mano, y ni siquiera dejó de hacerlo cuando oyó que se cerraba la puerta principal.

El oro del anillo brillaba como si fuera nuevo y el ágata «ojo de gato» le dirigía una mirada fría y especuladora, como si tuviera vida propia…

Visto desde el aire, el
château
Bronnitsy no parecía haber cambiado mucho desde los viejos tiempos. Nadie supondría, al verlo, que allí tenía su sede la mejor organización de espionaje mediante percepción extrasensorial (PES), la Organización E dirigida por Gregor Borowitz. Y nadie supondría tampoco que el
château
era algo más que un antiguo edificio medio en ruinas. Pero era eso precisamente lo que Borowitz quería, y el general se felicitó a sí mismo mientras su helicóptero sobrevolaba las torres y tejados rumbo al minúsculo helipuerto, que consistía en una plazoleta de cemento adornada con un círculo verde, situada entre unos cobertizos y el edificio principal.

«Cobertizos», sí, pues eso era lo que parecían desde el aire, antiguas cuadras y graneros abandonados, que con el tiempo habían ido deteriorándose hasta parecer montículos de mampostería esparcidos alrededor del
château
. Y así era como lo había dispuesto Borowitz. En realidad, eran fortificaciones, nidos de ametralladoras absolutamente funcionales y eficientes, capaces de cubrir con sus disparos todo el descampado situado entre el
château
y la muralla exterior. En esta misma muralla habían sido construidos otros fortines, y con sólo apretar un interruptor la parte exterior quedaba instantáneamente convertida en una barrera electrizada.

La Organización E, la más importante después de la base espacial de Baikonur, ocupaba una de las instalaciones mejor fortificadas de la URSS. Competía con ventaja con la estación atómica y de investigación del plasma de Gargetya, perdida en los Urales, y cuyo principal mérito era su aislamiento, pero había una aspecto en el que superaba tanto a Baikonur como a Gargetya: la organización de Borowitz era realmente secreta. Además de sus subordinados, sólo un puñado de hombres sospechaba la existencia del
château
en su forma actual, y de éstos, solamente tres o cuatro sabían que era la sede de la Organización E. Uno de estos hombres era el primer ministro, que había visitado a Borowitz en el
château
en varias ocasiones. Otro, y mucho menos conforme con el hecho, era Yuri Andrópov, que no lo había visitado nunca y nunca lo haría, al menos invitado por Borowitz.

El helicóptero aterrizó y el rotor giró mas lentamente; Borowitz abrió la puerta y sacó las piernas. Uno de los hombres encargados de la vigilancia se metió bajo las aspas, que aún giraban, y se dispuso a ayudarle a bajar. Borowitz, sujetándose el sombrero con la mano, permitió que lo ayudaran a descender del helicóptero y lo condujeran hasta la parte del
château
donde en otra época se hallaba el patio. En la actualidad estaba techado y dividido en amplios laboratorios e invernaderos donde los empleados de la organización podían estudiar y poner en práctica sus peculiares talentos con comodidad y en las condiciones y medio ambiente más convenientes para su trabajo.

Borowitz se había despertado tarde, y por eso había llamado al helicóptero de la organización para que lo fuera a buscar a su
dacha
. Aun así, llegaba con una hora de retraso a la reunión con Dragosani. Mientras cruzaba los patios, entraba al
château
y subía los dos tramos de escaleras de piedra que llevaban a su despacho en la torre, sonrió con expresión lobuna al pensar que Dragosani lo estaba esperando. El nigromante era un fanático de la puntualidad y seguramente estaba furioso. Mejor: su mente y su lengua serían más agudas que nunca, y prepararían el terreno para que Borowitz le bajase los humos. Eso les venía muy bien a todos, de vez en cuando, y Borowitz era un maestro haciéndolo.

Borowitz, que se había quitado el sombrero y la chaqueta por el camino, llegó finalmente al rellano del segundo piso y a la pequeña antesala que servía de despacho a su secretario. Y allí estaba Dragosani, con el rostro ceñudo y paseándose a grandes zancadas. El nigromante no alteró su expresión cuando su jefe pasó en dirección a su despacho y lo saludó con un alegre «¡Buenos días!». Borowitz cerró la puerta con el pie después de pasar, colgó el sombrero y la chaqueta, y se rascó la barbilla mientras pensaba la mejor manera de dar las malas noticias. Porque en verdad eran muy malas, y el humor de Borowitz era mucho peor de lo que su expresión permitía sospechar. Pero cualquiera que lo conociera bien sabía que cuando el director de la Organización E llegaba de buen humor, el peligro era mortal.

El despacho de Borowitz era muy amplio, con grandes ventanas que permitían ver incluso los bosques lejanos. Los cristales, dato está, eran a prueba de balas. El suelo de piedra estaba cubierto por una gruesa alfombra, quemada aquí y allá por los cigarros de Borowitz, y su escritorio, una sólida construcción de roble, estaba en un ángulo donde gozaba de la protección de las gruesas paredes y de la luz que entraba por las ventanas.

Borowitz se sentó ante su mesa, suspiró y encendió un cigarrillo antes de apretar un botón en su interfono y decir:

—Ya puede pasar, Boris. Pero antes de entrar, sea buen chico y deje su cara de malhumor fuera.

Dragosani entró, cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y se dirigió con pasos de gato a la mesa de Borowitz. Había dejado fuera la «cara de malhumor», pero en su lugar había una expresión fría e insolente.

—Bueno —dijo—, ya estoy aquí.

—Ya lo veo, Boris, y creo que antes le he dicho «buenos días» —dijo Borowitz, que ahora no sonreía.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Dragosani.

—No, no puede —gruñó Borowitz—. Y tampoco puede pasearse por el despacho, porque me molesta. Lo único que puede hacer es quedarse de pie donde está…
y escucharme
.

A Dragosani nunca le habían hablado de esa manera. Se quedó atónito. Parecía como si lo hubieran abofeteado.

—Gregor, yo… —comenzó a decir.

—¿Conque Gregor? —rugió Borowitz—. Agente Dragosani, ésta es una reunión de trabajo, no una visita de cortesía. Reserve las familiaridades para sus amigos, si es que con su mal genio le queda alguno; no para sus superiores. Aún la falta mucho para hacerse cargo de la organización, y si no se aclara con respecto a algunos pormenores básicos, puede que nunca esté al frente de ella.

Dragosani, que siempre estaba pálido, ahora se puso lívido.

—Yo… no entiendo. ¿Acaso he hecho algo?

—¿Que si ha hecho algo? —Ahora era Borowitz quien fruncía el entrecejo—. Según su hoja de servicios, muy poca cosa… al menos en los últimos seis meses. Pero eso es algo que vamos a corregir. De todas formas, creo que es mejor que se siente. Tengo mucho de qué hablar, y todo es importante. Traiga una silla.

Dragosani se mordió el labio e hizo lo que le ordenaban.

Borowitz lo miró fijo, jugó con un lápiz, y por fin habló.

—Creo que ya no somos únicos.

Dragosani esperó sin decir nada.

—No, no lo somos —continuó Borowitz—. Claro está que sé desde hace tiempo que los americanos han estado coqueteando con la idea de utilizar la percepción extrasensorial como un arma más para el espionaje, pero eso es todo, un coqueteo. Les parece una idea «astuta». Para los americanos, todo es «astuto». Peto en este campo, no tienen dirección ni propósito definidos. No se lo toman realmente en serio, no tienen agentes que trabajen en este terreno; juegan con esto de la misma manera que jugaban con el radar antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial… ¡y mire de qué les sirvió! En resumen, aún no creen del todo en la percepción extrasensorial, lo que nos permite llevarles una gran ventaja. Y eso no está nada mal.

—Todo esto no es nuevo para mí —dijo Dragosani, desconcertado—. Ya sé que vamos delante de los americanos.

Borowitz lo ignoró.

—Lo mismo puede decirse de los chinos. Tienen algunas mentes muy despiertas en Pekín, pero no las utilizan bien. ¿Se da cuenta? El pueblo que inventó la acupuntura tiene dudas sobre la eficacia de la percepción extrasensorial. Están trabados por el mismo tipo de bloqueo mental que nosotros teníamos hace cuarenta años: si no es un tractor, no funcionará.

Dragosani no dijo nada. Había advertido que Borowitz llegaría al meollo de la cuestión a su propio paso.

—Y luego están los franceses y los alemanes occidentales. Aunque parezca raro, están progresando mucho. En Moscú tenemos algunos de sus «perceptores extrasensoriales», agentes de campo que trabajan fuera de las embajadas. Van a fiestas y a actos para ver sí pueden recoger alguna información. Y de vez en cuando les proporcionamos alguna cosa, material que de todas maneras hubiera sido obtenido por sus servicios de inteligencia ortodoxos. Lo hacemos para mantenerlos en funciones. Pero cuando se trata de asuntos serios, entonces les entregamos basura, lo que hace mella en su credibilidad y nos ayuda, por consiguiente, a mantener nuestra ventaja.

Borowitz ya estaba aburrido de jugar con el lápiz; lo dejó, levantó la cabeza y miró a Dragosani a los ojos. Los ojos del general tenían un brillo sombrío.

—Claro está —continuó por fin—, que tenemos una ventaja enorme. ¡Estoy yo, Gregor Borowitz! Quiero decir que la Organización E sólo tiene que rendirme cuentas a mí. No hay políticos que miren por encima de mi hombro, ni policías autómatas que espíen a mis espías, ni oficiales de tres al cuarto que inspeccionen mis gastos. A diferencia de los americanos, yo sé que la percepción extrasensorial es el futuro de los servicios de inteligencia. Y he perfeccionado nuestra organización hasta convertirla en una arma efectiva y admirablemente certera, algo que no han hecho los jefes de las organizaciones de espionaje del resto del mundo. Y a raíz de nuestros triunfos en este campo, yo había comenzado a creer que estábamos tan adelantados que nadie podría alcanzarnos. Pensaba que éramos únicos. Y lo seríamos, Dragosani, lo seríamos, si no fuera por los británicos. Olvídese de los americanos y de los chinos, de los alemanes y de los franceses; con ellos nuestra ciencia está todavía en pañales. Pero los británicos son otra cosa, algo completamente distinto…

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