El que habla con los muertos (40 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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—Con mucho gusto —respondió Batu.

El mongol miró a Dragosani; Borowitz tenía razón, sus ojos eran absolutamente peculiares, profundos, como si estuvieran hechos de una materia sólida. Como si no hubiera en ellos nada humano, y estuvieran hechos de puro jade. Y ahora el timbre de alarma sonó un poco más fuerte.

—Camarada Dragosani, por favor, observe las ratas blancas —pidió Batu, y señaló con su cono dedo una jaula que contenía una pareja de ratas—. Son felices, y tienen motivos para ello. Ésta, a la izquierda, es feliz porque está bien alimentada y tiene un compañero. Él lo es por las mismas razones, y porque acaba de copular con la hembra. ¿Ve cómo está echado, un poco cansado?

Dragosani miró primero la jaula y luego a Borowitz, alzando las cejas en un gesto de interrogación.

—¡Mire! —rugió Borowitz, atento a lo que estaba por suceder.

—Primero atraemos su atención —dijo Batu, y de inmediato se agazapó en una posición grotesca, semejante a una gigantesca rana. La rata macho se puso de inmediato de pie, los ojos rosados muy abiertos por el miedo. Saltó hacia los barrotes de la jaula, y se quedó pegado a ellos, mirando a Batu—. Y ahora —dijo el mongol—, ahora a matar.

Batu estaba más encogido, casi como un luchador japonés antes del ataque. Dragosani, que se hallaba a un costado, vio que su expresión cambiaba. Su ojo derecho sobresalió hasta salirse casi de la órbita; los labios se crisparon en un gruñido animal, de pura bestialidad; las fosas nasales se abrieron como negras cavernas y los tendones del cuello sobresalieron, tensos. ¡Y la rata chilló!

Fue un chillido casi humano de terror y agonía, y el animal vibró contra los barrotes como sacudido por una corriente eléctrica. Luego se soltó, tembló, y cayó de espaldas en el suelo de la jaula. Allí se quedó completamente inmóvil; la sangre brotó de los ángulos de sus ojos, rosados y vidriosos. La rata estaba muerta. Dragosani lo supo sin necesidad de examinarla más detenidamente. La hembra corrió hacia el cadáver de su compañero y lo olfateó, después miró indecisa a los tres seres humanos.

Dragosani no sabía cómo o por qué había muerto la rata macho. Las palabras que salieron de sus labios fueron más una pregunta que una afirmación, o una acusación.

—Tiene… tiene que haber algún truco.

Borowitz había esperado algo así; era típico de Dragosani saltar antes de mirar, y dirigirse a los demás con la misma sutileza de un elefante en una cacharrería. El jefe de la Organización E retrocedió unos pasos cuando Batu, todavía agazapado, giró para mirar al nigromante. El mongol sonreía cuando preguntó:

—¿Un truco, dice?

—Quería decir… —comenzó Dragosani.

—Eso es casi lo mismo que llamarme mentiroso —dijo Batu, y su rostro sufrió otra vez una monstruosa transformación.

Dragosani tenía ahora frente a sí lo que Borowitz había llamado «mal de ojo». Y, sin la menor duda, era malvado. Fue como si la sangre de Dragosani se le congelara en las venas. Sintió que sus músculos se ponían rígidos, como si los invadiera el
rigor mortis
. El corazón le dio un fuerte salto en el pecho, y el dolor que esto le provocó lo hizo gemir y tambalear. Pero los reflejos del nigromante eran veloces como el relámpago.

Mientras retrocedía dando tumbos hasta apoyarse contra la pared, Dragosani metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó su pistola. Ahora sabía —o al menos creía—, que este hombre podía matarlo. Y la supervivencia ocupaba el primer lugar en la mente de Dragosani. Era muy simple, tenía que matar al mongol antes de que éste lo matara a él.

Borowitz se interpuso entre los dos hombres.

—¡Ya es suficiente! —exclamó—. ¡Dragosani, guarde esa pistola!

—¡Ese bastardo estuvo a punto de matarme! —jadeó Dragosani, y su cuerpo se estremeció en una reacción nerviosa.

Dragosani intentó apartar a Borowitz de la línea de fuego, pero el general parecía de piedra.

—He dicho que ya es suficiente —repitió—. ¿Es que va a matar a su compañero?

—¿Mi qué? —Dragosani no podía creer lo que oía—. ¿Compañero? Yo no necesito un compañero. ¿Qué clase de compañero? ¿Es una broma?

Borowitz extendió la mano y, con cautela, cogió la pistola de Dragosani.

—Démela —dijo—. Y ahora podemos volver a mi despacho. —Cuando salían, el aturdido Dragosani delante, Borowitz se volvió hacia el mongol y le dijo—: Gracias, Max.

—No hay de qué —respondió el otro con la cara otra vez risueña. Batu volvió a inclinarse en una reverencia mientras Borowitz cerraba la puerta.

Cuando salieron al corredor, Dragosani estaba furioso. Se apoderó de su pistola y la colocó en la funda.

—¡Usted y su maldito sentido del humor! —gruñó—. ¡Hombre, estuve a punto de morir!

—No, no lo estuvo. —Borowitz estaba tan imperturbable como siempre—. No estuvo ni siquiera cerca de morir. Si tuviera el corazón débil, eso lo habría matado, como mató al vecino. O si usted fuera viejo y enfermo. Pero es joven y muy fuerte. No, yo sabía que no podía matarlo. Él mismo me dijo que no podía matar a un hombre vigoroso. Al mongol le cuesta mucho hacer esto; tanto, que si intentara matarlo a usted, moriría él. De modo que ya ve, yo tenía confianza en su fortaleza.

—¿Usted tenía fe en mi fortaleza? ¡Loco sádico! ¿Qué habría sucedido si se hubiera equivocado?

—Pero no me he equivocado —dijo Borowitz, y regresó por donde habían venido.

Dragosani no quería que lo apaciguaran. Aún se sentía afectado, y le temblaban las rodillas. Mientras seguía a Borowitz con pasos inseguros, dijo:

—¡Lo que ocurrió allí estaba preparado, y usted me llevó deliberadamente!

El director de la organización se volvió y señaló con su dedo directamente al pecho de Dragosani; su sonrisa era tan feroz que más parecía una mueca.

—Pero ahora usted cree, ¿no es verdad? Ahora lo ha visto y lo ha sentido. ¡Ahora conoce lo que él puede hacer! Ya no piensa que se trate de un truco. Se trata de una habilidad nueva, Dragosani, algo nunca visto. ¿Y quién sabe qué otras habilidades paranormales hay en el resto del mundo?

—Pero ¿por qué permitió, mejor dicho, por qué hizo que me enfrentara a una cosa semejante? No tiene sentido.

Borowitz le dio la espalda y apretó el paso.

—Tiene mucho, muchísimo sentido. Es práctica, Dragosani, y como le digo siempre…

—Ya sé, la práctica nos permite alcanzar la perfección. Pero en este caso, ¿práctica para qué?

—¡Ojalá lo supiera! —respondió Borowitz mirándolo por encima del hombro—. ¿Quién sabe con qué tendrá que enfrentarse en… en Inglaterra?

—¿Qué dice? —preguntó Dragosani estupefacto—. ¿Inglaterra? ¿Qué pasa con Inglaterra? Y todavía no me ha aclarado qué quería decir con eso de que Batu es mi compañero. Gregor, no entiendo nada.

Habían llegado a las oficinas de Borowitz. El director de la organización cruzó la antesala y se volvió justo cuando estaba por pasar el umbral de su despacho privado. Quedaron frente a frente, y Dragosani le dirigió una mirada acusadora.

—¿Qué se guarda en la manga, camarada?

—¿De modo que sigue acusando a la gente de hacer trucos, Boris? ¿Cuándo aprenderá la lección a la primera? Yo no necesito utilizar estratagemas, amigo. Yo doy órdenes, y usted las obedece. Y mi próxima orden es que irá a la escuela por unos meses para mejorar su inglés. No sólo la lengua, sino su conocimiento de todo el sistema. De ese modo, estará en condiciones de ocupar un puesto en la embajada en aquel país. También Max irá a la escuela con usted, y sospecho que es de los que aprenden rápido. Y después, tras algunos preparativos, un pequeño viaje…

—¿A Inglaterra?

—Exacto. Irá con su compañero. En Inglaterra se encuentra un hombre llamado Keenan Gormley. Es un antiguo miembro del MI5. Sir Keen Gormley. En la actualidad es el director de la Organización E inglesa. Quiero que muera. Es un trabajo para Max, ya que Gormley tiene un corazón débil. Después de eso…

Ahora Dragosani lo veía todo muy claro.

—Quiere que yo lo «interrogue» —dijo—. Quiere que me apodere de todos sus secretos, que me entere de todo lo que concierne a la Organización E británica, hasta el último detalle.

—Esta vez lo ha entendido a la primera —aprobó Borowitz—. Y ése es su trabajo, Boris. Usted es el nigromante, el inquisidor de los muertos. Para eso se le paga…

Y antes de que Dragosani pudiera contestarle, Borowitz le cerró la puerta en las narices.

Una noche de sábado, a comienzos del verano de 1976, sir Keenan Gormley leía en el despacho de su casa de South Kensington, con una copa al alcance de la mano, cuando sonó el teléfono. Sir Gormley lo oyó, y un momento más tarde oyó la voz de su esposa que le decía: «¡Cariño, es para ti!».

«¡Ya voy!», respondió él, hizo a un lado el libro con un suspiro, y fue a atender la llamada. Cuando cogió el teléfono de la mano de su esposa, ésta le sonrió y volvió a su propia lectura. Gormley llevó el teléfono hasta un sillón de mimbre y se sentó frente a las abiertas puertas de cristal que daban a un gran jardín interior.

—Aquí Gormley —dijo.

—¿Sir Keenan? Soy Harmon, Jack Harmon, de Hartlepool. ¿Cómo lo ha tratado el mundo durante todos estos años?

—¡Jack! ¿Cómo está? ¡Dios mío, ha pasado tanto tiempo! Debe de hacer doce años que no nos vemos.

—Trece —fue la respuesta—. La última vez que hablamos fue en la cena que le dieron cuando usted se fue de… bueno, ya sabe de dónde, y eso fue en el año mil novecientos sesenta y tres.

—¡Trece años! —repitió Gormley, asombrado—. ¡Cómo pasa el tiempo!

—¡Ya lo creo! Pero veo que la jubilación no ha acabado con usted.

Gormley rió con ironía.

—Bueno, sólo estoy jubilado a medias, y creo que usted lo sabe. Aún hago algunas cosas en la ciudad. Y usted, ¿tan valiente como siempre? Si mal no recuerdo, lo habían designado director de la Escuela de Artes y Oficios de Hartlepool.

—Así es. Y todavía estoy allí. Como director, ¡y le aseguro que Birmania era más fácil!

Gormley rió.

—Me alegro mucho de tener noticias suyas, Jack, y de que siga bien. ¿Qué puedo hacer por usted?

Harmon hizo una pausa antes de responder.

—En verdad, me siento un poco tonto llamándolo. La última semana estuve varias veces a punto de hacerlo, pero a último momento lo dejaba. ¡Es un asunto tan extraño!

Gormley se sintió interesado de inmediato. Desde hacía unos años se ocupaba de «asuntos extraños». Su propio don le decía que algo nuevo estaba por aparecer en escena, y que probablemente era algo importante.

—Siga, Jack. Y no se preocupe; jamás lo tomaré por un tonto. Sé que es una persona muy sensata.

—Sí, pero… es muy difícil hablar de esto. Quiero decir, es algo que he visto con mis propios ojos, y sin embargo…

—Jack —dijo Gormley, con paciencia—, ¿recuerda la noche de la cena, que después estuvimos hablando largo rato? Yo había bebido bastante, demasiado quizás, y recuerdo que hablé más de lo que debía. Pero usted parecía estar situado en un lugar privilegiado, quiero decir, como director de una escuela…

—¡Pero si es precisamente a raíz de aquella conversación que lo he llamado! ¿Cómo pudo adivinarlo?

—Llámele intuición —respondió Gormley con una risita—. Pero adelante.

—Bueno, usted dijo que muchos chicos pasarían por mis clases, y que debía mantener los ojos bien abiertos para descubrir si alguno era… muy especial.

Gormley se pasó la lengua por los labios y dijo:

—Sea bueno y espere un momento, Jack. —Luego llamó a su esposa y le pidió—: Jackie, por favor, sírveme una copa. —Gormley se dirigió de nuevo al teléfono—: Lo siento, Jack, pero necesito una copa. Volviendo a lo nuestro, ha encontrado un chico que es un poco diferente, ¿no?

—¿Sólo un poco? Harry Keogh es enteramente diferente, le doy mi palabra. Francamente, no sé qué pensar de él.

—Bien, cuéntemelo todo, y veamos qué pienso yo.

—Harry Keogh es un tipo extrañísimo —comenzó Harmon—. Quien primero me llamó la atención sobre él fue un profesor de la escuela primaria de Harden, en la costa. Según él, Harry Keogh era un «matemático instintivo». De hecho, era prácticamente un genio. Se le hizo un examen y lo aprobó. ¡Lo hizo en un santiamén! Ingresó entonces en la Escuela de Artes y Oficios, pero su inglés era terrible. Yo solía regañarlo a causa de eso…

»De todas formas, cuando hablé con el profesor de Harden, un tipo joven, llamado George Hannant, tuve la sensación de que Keogh no le era simpático. Quizás esto es un poco fuerte, y sólo era que Keogh lo hacía sentir incómodo. Bueno, hace poco he vuelto a hablar con Hannant, y todo el asunto salió a la luz. Y con esto quiero decir que lo que observó Hannant hace cinco años concuerda perfectamente con lo visto por mí. También Hannant, en aquella época, creía que Harry Keogh… que él…

—¿Cuál es el talento del chico? —lo urgió Gormley.

—¿Talento? ¡Dios mío, yo no le daría ese nombre!

—¿Qué, entonces?

—Déjeme que se lo explique a mí. No es que no esté seguro de mis conclusiones, pero antes debo hablarle de las pruebas. Le he contado que el inglés de Keogh era muy deficiente, y que yo solía regañarlo para que estudiara. Bueno, mejoró con rapidez. Hace dos años, antes de graduarse en la escuela, vendió su primer cuento. Desde entonces ha publicado dos libros. ¡Se han vendido en todos los países de habla inglesa! Es un poco desalentador, por así decirlo. Yo he intentado publicar mis cuentos durante treinta años. Y Keogh, que todavía no tiene diecinueve…

—¿Es eso lo que le preocupa? —lo interrumpió Gormley—. ¿Que sea un escritor famoso siendo tan joven?

—¿Cómo? ¡No, por Dios! Me alegro mucho por él. O al menos, me alegraba. No me preocuparía si… si no escribiera sus cuentos del modo que lo hace…

—¿De qué modo?

—Keogh tiene…, bueno, tiene colaboradores.

Hubo algo en el tono de Harmon al pronunciar la última palabra que hizo que a Gormley se le erizaran los pelos.

—Pero muchos escritores los tienen. Supongo que a los dieciocho años necesita que alguien corrija lo que escribe, y cosas por el estilo…

—No, no —dijo su interlocutor, y en su voz se percibía una aspereza que indicaba que quería decir algo francamente, pero no sabía cómo hacerlo—. No es eso lo que quería decir. En realidad, no necesita que nadie corrija sus cuentos, son verdaderas joyas. Yo mismo le pasé a máquina los primeros, porque él no tenía máquina de escribir. E incluso le pasé algunos cuando ya tenía la máquina, para que aprendiera como debía presentar un original. Desde entonces lo ha hecho todo él… hasta hace muy poco. Su última obra, que acaba de terminar, es una novela. La ha titulado
Diario de un libertino del siglo XVII
.

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