El que habla con los muertos (49 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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—Sí, y por la misma razón intenté matarte a ti. Pero en tu caso, además, hubiera contribuido a salvar mi vida.

Y Shukshin le habló a Harry de Batu y Dragosani, los hombres que Borowitz había enviado para que lo mataran. Pero el joven no se dio por satisfecho. Quería saberlo todo, desde el comienzo hasta el presente.

—Dímelo todo —dijo—. Si me lo cuentas todo, prometo que te dejaré en paz.

Y Shukshin se lo contó todo.

Le habló de Borowitz y del
château
Bronnitsy; de los PES rusos, que trabajaban para conquistar el mundo mediante la percepción extrasensorial, en su refugio secreto en el corazón de Rusia. Shukshin le contó a Harry que Borowitz lo había enviado a Inglaterra para localizar y matar a los PES británicos, y cómo él había desertado y se había convertido en ciudadano británico. Y también le habló de la maldición que lo perseguía: la gente dotada de poderes extrasensoriales le atacaba los nervios y hacía que se volviera loco. Y Harry por último comprendió, y quizás habría sentido compasión por Shukshin de no haber sido por la muerte de su madre.

El relato de Shukshin hizo que Harry pensara en sir Keenan Gormley y en la Organización E británica. El joven recordó que había prometido ir a ver a Gormley y considerar la posibilidad de unirse a su grupo una vez hubiera terminado con lo que tenía entre manos. Bien, ahora todo había acabado, y Harry supo con certeza que tenía que ir a ver a Gormley. Porque Viktor Shukshin no era el único culpable, había otros mucho peores que él. Por ejemplo, el que lo había enviado en su mortífera misión. Si Shukshin no hubiera venido a Inglaterra, la madre de Harry estaría viva.

Harry estaba satisfecho por fin. Hasta ahora su vida no parecía colmada, no tenía un objetivo claro —su única ambición había sido matar a Shukshin— pero ahora sabía que su misión era mucho más importante, y de repente se sintió insignificante ante la magnitud de la tarea que lo aguardaba.

—Está bien, padrastro —dijo por fin—. Ahora me iré y descansarás en paz. Pero es una paz que no mereces. No puedo perdonarte, y nunca lo haré.

—No quiero tu perdón, Harry Keogh, sólo deseo que me prometas que no me molestarás más —le respondió Shukshin—. Y ya me lo has prometido. De modo que ve a que te maten, y déjame tranquilo…

Harry, entumecido por la posición, se puso de pie con movimientos torpes. Le dolían todos los huesos del cuerpo y también la cabeza, y sentía que todas sus fuerzas lo habían abandonado. Era algo en parte físico, pero sobre todo emocional. Era la calma que sigue a la tormenta, y aunque todavía no lo sabía, era también el adormecimiento que precedía a la tormenta aún mayor.

Pero ahora se puso en pie, dejó el cojín donde estaba y se dirigió al coche. Detrás de él pero también en su interior, una voz le dijo:

—Adiós, Harry —y no era la voz de Shukshin.

—Adiós, mamá —respondió Harry—. Gracias, muchas gradas. Siempre te querré.

—Y yo siempre te querré a ti, hijo mío.

—¿Qué es esto? Keogh, ¿qué es esto? —la voz mental de Shukshin sonaba horrorizada—. Yo vi que tú la hacías levantar, pero…

Harry no respondió; dejó que Mary Keogh lo hiciera por él.

—Hola, Viktor. No, estás equivocado. No fue Harry quien me hizo levantar. Lo hice yo sola, por amor, que es algo que tú no puedes comprender. Pero ahora todo ha terminado, y no volveré a hacerlo. Ahora mi Harry tiene otras personas que se preocupan por él. Yo yaceré aquí, solitaria en el fango. Aunque tal vez ahora ya no estaré tan sola…

—¡Keogh! —lo llamó Shukshin, desesperado—. Me prometiste… me dijiste que tú eras el único que podía hablar conmigo. Pero ella me está hablando… ¡Y me hace más daño que nadie!

Harry siguió caminando.

—Vamos, vamos, Viktor —oyó la respuesta de su madre, como si ella se dirigiera a un niño pequeño—. Eso no te servirá de nada. ¿Dices que quieres paz y silencio? ¡Pero la paz y el silencio te aburrirán muy pronto, Viktor!

—¡Keogh! —la voz de Shukshin era ahora un tenue aullido mental—. Keogh, tienes que sacarme de aquí. Diles dónde pueden encontrar mi cuerpo…, diles lo que quieras, ¡pero no me dejes aquí con ella!

—En verdad, Viktor —continuó implacable Mary Keogh—, creo que disfrutaré mucho charlando contigo. ¡Estas tan cerca mío que no me cuesta ningún esfuerzo!

—¡Keogh, maldito bastardo! ¡Vuelve! ¡Por favor…, vuelve!

Pero Harry siguió su camino.

Harry llegó aproximadamente a las trece y treinta a Hartlepool. Los caminos eran una pesadilla, en su mayoría completamente cubiertos de hielo, y conducir le produjo una gran tensión nerviosa. Esto hizo que se sintiera aún más fatigado, y cuando llegó a casa apenas si tenía fuerzas para subir las escaleras.

Brenda, con quien llevaba ocho semanas casado, lo esperaba en el piso, que había sufrido una fantástica e inexplicable metamorfosis desde que la joven se mudara a vivir con Harry, tras la ceremonia en el registro civil. Brenda estaba embarazada de tres meses, pero ya se le notaba; se la veía floreciente. También Harry había estado en muy buen estado físico la última vez que ella lo vio, pero ahora…

Harry a duras penas consiguió saludarla con un beso en la mejilla, y luego se quedó dormido antes de que su cabeza tocara la almohada.

El joven había estado tres días fuera, realizando algunas investigaciones para un nuevo libro que estaba planeando escribir; esto era lo que sabía Brenda, aunque él nunca le había dicho de qué trataría la obra. Bueno, Harry era así y ella ya debería haberse acostumbrado. ¡Pero nunca podría habituarse a que apareciera como si hubiera pasado tres días en un campo de concentración!

Harry durmió toda la tarde, y como parecía afiebrado, Brenda llamó al médico, que vino a las ocho. Harry no se levantó y lo recibió en la cama; el médico pensó que tal vez era neumonía, aunque los síntomas no coincidían exactamente con los de esa enfermedad. Dejó unas píldoras, y su número de teléfono, y le dijo a Brenda que si Harry empeoraba durante la noche, si respiraba con dificultad o comenzaba a toser, o la temperatura subía mucho, lo llamara enseguida.

Pero Harry no empeoró durante la noche, y por la mañana tomó su desayuno, después del cual tuvo con Brenda una de sus peculiares conversaciones, que ella encontró más deprimente y enfermiza que cualquiera de las que había tenido antes, incluso en sus peores épocas. Después de escucharlo un rato, y cuando él comenzó a hablar de hacer testamento dejándoselo todo a ella, o al futuro hijo de ambos en caso de que ella estuviera incapacitada para hacer uso de la herencia, Brenda decidió que aquello era demasiado, y se rió a carcajadas.

—Harry —le dijo cogiéndole las manos—. ¿Qué es todo esto? Sé que has estado enfermo, que todavía no te sientes del todo bien, y cuando tú estás así te parece que ha llegado el fin del mundo, pero hace menos de dos meses que nos hemos casado, y hablas como si pensaras que estarás muerto antes de la primavera. Sí, y que yo moriré muy poco tiempo después. ¡Nunca he oído tantas tonterías juntas! Hace apenas una semana nadabas, luchabas, patinabas, y estabas lleno de vida. ¿Qué te sucede ahora?

Harry decidió entonces que no podía contestar con evasivas. Después de todo, ella era su esposa, y tenía derecho a saberlo todo. La hizo sentar entonces a su lado y se lo contó todo, exceptuando el sueño de las tumbas y, claro está, la muerte de Viktor Shukshin. Explicó todo su entrenamiento deportivo y gimnástico de los meses pasados como un medio para asegurar su buena forma, necesaria en su futuro trabajo, que por cierto podía ser peligroso. Esto lo llevó a hablar de la organización PES británica, aunque no lo hizo en profundidad. Era suficiente con que ella supiera que él no era la única persona dotada de talentos extraños; que en efecto había muchos más, y que había también potencias extranjeras enfrentadas al mundo libre, y dispuestas a utilizar estos talentos de percepción extrasensorial en esa lucha. Parte del trabajo de Harry dentro de la organización era asegurar que estas potencias extranjeras fracasaran; su talento como necroscopio sería utilizado como arma contra ellas. El futuro, por consiguiente, era en el mejor de los casos incierto. Su charla sobre testamentos y cosas semejantes había sido simplemente una manifestación de esta inseguridad: él creía que era mejor estar preparado para cualquier eventualidad.

Harry, mientras le decía todas estas cosas a Brenda, se preguntaba si no estaría cometiendo un error, si no hubiera sido mejor que ella continuara sin saber nada. Y se preguntó también sobre sus propios motivos. ¿Se lo contaba porque deseaba prepararla para… para lo que pudiera pasar? ¿O ella tenía razón, y era simplemente porque se sentía deprimido y quería compartir el peso de todo aquello con alguien?

¿O era que se sentía culpable? Él tenía ahora un camino a seguir, y debía continuar. La caza no había terminado; Shukshin no había sido más que un paso en la dirección correcta. ¿Acaso sentía que Brenda estaba en peligro porque él había elegido ese camino? El epitafio del sueño —y la advertencia de su madre— no habían dicho que Brenda fuera a morir como consecuencia de algo que Harry estuviera por hacer. Él la había preñado, sí, y nacería un niño, pero ¿qué influencia podía tener lo que Harry decidiera hacer ahora en el hecho físico del parto? Con todo, una persistente voz en lo más recóndito de su mente le decía que sí, que podía influir.

Así pues, parecía que el motivo de que se lo contara todo era fundamentalmente que se sentía culpable, y también que necesitaba decírselo a alguien, confiar en un amigo. El problema era que estaba confiándose a la persona a quien ponía en peligro, lo que aumentaba el sentimiento de culpa fuera de toda proporción.

Todo era muy confuso y abstruso, e intentar comprenderlo lo fatigaba enormemente, de modo que cuando terminó de hablar Harry se recostó en la cama y dejó que Brenda meditara sobre lo dicho.

Brenda, sin embargo, lo aceptó todo como si no se tratara de algo especial, e incluso parecía aliviada.

—Harry —le explicó inmediatamente después—, sé que no soy tan inteligente como tú, pero tampoco soy estúpida. Sabía que algo pasaba desde que me contaste aquella historia sobre el necroscopio. Me di cuenta de que eso no era todo, de que querías seguir hablando pero tenías miedo. Además, el señor Hannant me ha preguntado en Harden por ti en varias ocasiones. Y por su modo de hablar, yo advertí que él también pensaba que en ti había algo extraño…

—¿Hannant? ¿Qué te dijo? —preguntó receloso Harry.

—¡Oh, nada que pueda inquietarte! En verdad, creo que te tiene un poco de miedo, Harry. Te he escuchado hablar con tu difunta madre en sueños, y me di cuenta de que era una conversación verdadera. ¡Y había tantas otras cosas! Lo que escribías, por ejemplo. ¿Cómo llegaste a ser tan repentinamente un brillante escritor? He leído tus cuentos, Harry, y no tienen nada que ver contigo. ¡Son maravillosos, claro, pero tú no lo eres! Quiero decir que eres una persona como todas, Harry. Yo te quiero, pero no soy una tonta. ¿Y la práctica de natación, de patinaje, de judo? ¿Has pensado que yo creía que eras un superhombre? Te aseguro que no me cuesta nada creer que eres un necroscopio. Me alegra que finalmente me hayas dicho la verdad, Harry. Es un alivio…

Harry no podía creer lo que oía. ¡Y pensar que algunos dudaban del sentido común de las mujeres! Por último dijo:

—Pero no te lo he dicho todo, cariño.

—Eso ya lo sé —respondió Brenda—. ¡Claro que no me lo has dicho! Si vas a trabajar para tu patria, habrá muchas cosas que deberás mantener en secreto, incluso conmigo. Lo comprendo, Harry.

Harry se sintió como si le hubieran quitado un enorme peso de encima. Respiró muy hondo, volvió a recostarse en la cama, la cabeza hundida en la almohada.

—Brenda, todavía estoy muy cansado —bostezó—. Ahora déjame dormir, cariño. Mañana tengo que ir a Londres.

—De acuerdo, amor mío —dijo inclinándose para besarlo en la frente—. Y no te preocupes, no te pediré que me cuentes nada.

Harry durmió sin interrupción hasta la tarde; luego se levantó y comió. Hacia las ocho salieron a dar un paseo, y regresaron cuando Brenda comenzó a tener frío. Corrieron a casa, se dieron una ducha caliente, hicieron el amor y después durmieron profundamente toda la noche.

Aquél fue el día en que Harry hizo menos cosas en toda su vida. Más tarde, lo recordaría como la ocasión en que peor había malgastado el tiempo.

Sir Keenan Gormley iba pensativo cuando dejó la sede de la Organización PES, descendió en el ascensor hasta el pequeño vestíbulo y salió al frío de la noche londinense. En los últimos tiempos tenía varios motivos de preocupación, y uno de ellos era Harry Keogh. El joven aún no se había comunicado con Gormley, y éste, con cada día que pasaba, sentía que el tiempo le pesaba como trozos de plomo. Eran las nueve de la noche cuando Gormley se dirigió a la estación de metro Westminster; en ese instante Harry Keogh, a trescientos sesenta kilómetros de distancia, hacía el amor con su esposa antes de disponerse a dormir.

Gormley tenía otros dos motivos de preocupación: uno era su subjefe, Alec Kyle, que preguntaba continuamente por el estado de salud de su superior. Esto no habría sido inquietante, si no fuera porque Alec Kyle era un vidente de gran talento, un hombre cuya especialidad era predecir el futuro. La preocupación de Kyle por la salud de Gormley había sido muy evidente en los últimos diez días, a pesar de que el subjefe había intentado disimularla. Por esta razón Gormley no le había preguntado nada, pero de todos modos aquello lo inquietaba.

Y también estaba el otro asunto, el importante. En las últimas seis o siete semanas, Gormley había percibido en al menos doce ocasiones que había PES cerca de él. Nunca se había encontrado con ninguno cara a cara, ni había sido capaz de individualizar a nadie, pero sabía que estaban allí. Había dos, como mínimo.

La sensación era tan fuerte que podía reconocerlos como reconocía a sus propios hombres, pero éstos no eran de los suyos. Sus auras eran extrañas. Y siempre lo habían vigilado desde la seguridad que les proporcionaba una multitud, en lugares muy transitados, nunca en un sitio donde Gormley pudiera asociar un rostro a sus sensaciones. El director de la organización británica se preguntaba durante cuánto tiempo seguirían vigilándolo, y si eso era todo lo que harían. Cuando Gormley llegó a la estación de metro y bajó las escaleras, palmeó el bulto de su Browning de 9 mm. Esto lo reconfortaba. No había en el mundo ningún PES invulnerable a las balas; Gormley, al menos, no conocía ninguno.

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