—Ah… sí. —Harry recuperó el control y parpadeó mirando fijamente el oscuro hueco. Una cama, volcada. Un montón de nieve—. Entiendo lo que quiere decir. Podríamos hacerlo caer todo junto con nosotros. ¿Tiene una linterna?
—Se la he dejado a alguien. Vaya a buscar otra. Y mucha ayuda. ¿Ve esa viga? —Pete no se atrevía a tocarla siquiera. Ahora que había quedado al descubierto, se veía frágil, y la única columna que sostenía el techo y que había salvado la vida de los niños no parecía más resistente que una cerilla, y la porción de techo roto que sostenía debía soportar Dios sabía cuántas toneladas de nieve y rocas.
—¡Seguro! ¡Vuelvo inmediatamente! —Se dio la vuelta y echo a correr.
—Tranquilos, chicos —dijo Pete a la fría oscuridad—. Os sacaremos tan pronto como podamos.
Una de las formas entrevistas se movió. Se puso en pie. Agitando la nieve.
Moviendo la nieve.
¡Intentando trepar a la luz!
—¡Oh, Dios mío! ¡Harry, HARRY! ¡APRESURESE!
Llantos. Y los llantos quedaban ahogados por el ruido del peso que se apoyaba sobre la viga rota.
La
viga, la única que retenía aquella increíble masa de nieve. La vio proyectar una débil llovizna de blancos copos, como polvo, que danzaron en el resplandor de las distantes luces de emergencia.
Cristo… Jeannie, Jeannie, podría haber uno de nuestros niños ahí abajo… no quiero decir podría, no con cincuenta dólares diarios, pero quiero decir que es un chico, y nosotros podemos tener chicos, y…
Pero esos pensamientos giraban en otra parte, y no tenían nada que ver con lo que estaba haciendo. La pala cayó a un lado. La viga estaba cediendo. Girándose de modo que sus hombros quedaran abajo, apuntaló con ellos la viga para que salieran los niños. El peso, el increíble intolerante inimaginable peso. Bajó la vista y vio que sus botas se habían hundido hasta los tobillos en la compacta nieve.
Pero al menos, pensó, aún podía oír el llanto.
—¿Todo ha ido bien, Peg? —gritó Mel Torrance mientras ella se abría camino entre el laberinto de escritorios, separaciones de cristal y archivadores. El periódico estaba perdiendo dinero. La mayoría de los periódicos estaban perdiendo dinero. Incluso Mel tenía tan sólo un cuchitril como oficina, cuya puerta permanecía permanentemente abierta excepto cuando tomaba sus píldoras. Se sentía avergonzado por eso, por alguna razón.
Ridículo. ¿Quién sabía de alguien que no tuviera que tomar píldoras de una u otra clase en nuestros días? Lo cual le hizo recordar: tengo que tomar las mías.
—Oh, muy bien —murmuró Peg. Había ido a cubrir la noticia de la explosión de una alcantarilla. Alguien había echado algo que no debía por el desagüe, y había entrado en reacción con alguna otra cosa. No era nada del otro mundo. Ocurría a menudo. Hoy no había resultado muerto nadie.
—¿Ha obtenido Rod buenas fotos?
—Dice que tendrá algunas para usted en unas dos horas.
—¿No ha tomado Polaroids? Mierda, claro que no… el índice de polución aún sigue alto hoy, ¿no? —Mel suspiró. Los días en que uno no podía utilizar una Polaroid empezaban a ser más numerosos que aquellos en los que se podía; había algo en el aire que afectaba la emulsión—. Bien, podemos esperar un par de horas… Hay un mensaje para ti, por cierto. Está en tu escritorio.
—Más tarde.
Pero la nota decía que debía contactar con la morgue de la ciudad, así que discó el número mientras metía el papel en la máquina de escribir con la otra mano, y después de cinco números equivocados —un buen promedio—, el teléfono dijo:
—Stanway.
—Peg Mankiewicz.
—Oh, sí. —La voz de Stanway descendió de tono—. Mire, tenemos finalmente el informe definitivo del laboratorio sobre su amigo Jones.
—¡Ciclos! ¿Quiere decir que han estado en ello durante todo este tiempo? —Peg notó su voz irritada. ¿Acaso no podían dejar su cadáver en paz? ¿No estaban contentos lanzando insultos a su memoria?: «Ese autoelegido profeta de un mundo mejor que ha resultado ser simplemente otro drogadicto», cita/fin de cita.
—Bien, es un proceso largo buscar esos rastros infinitesimales de droga —dijo Stanway, sin comprender lo que ella quería decir—. Cromatografía en papel. Incluso a veces separación de la columna vertebral.
—De acuerdo, ¿qué han descubierto?
—Un alucinógeno en su sistema. No LSD o psilocibina o cualquiera de las otras normales, sino algo con una estructura molecular parecida. Yo mismo no comprendo realmente el informe… soy anatomista, no bioquímico. Pero pensé que le gustaría saberlo en seguida.
¡Gustarle! No, era la última cosa en el mundo que deseaba oír. Pero ahí estaba: la prueba.
—¿Alguna razón especial para que se tomaran todo ese trabajo?
Stanway vaciló. Finalmente dijo:
—Bien, los polis insistieron.
—¡Los hijos de madre! ¡No hallaron drogas en su coche! —No era exactamente suyo, sino alquilado. Los trainitas hacían todo lo que podían para no contribuir a la polución, y la comunidad de sesenta y tantas personas en el wat de Denver era propietaria de un solo vehículo comunitario, un jeep. Aparte las bicicletas.
Además, no querían saber nada de drogas, ni siquiera marihuana, aunque toleraban la cerveza y el vino.
Abrió un cajón de su escritorio, donde guardaba el dossier que había reunido en torno a la muerte de Decimus, y releyó la lista de cosas que habían encontrado en el coche… más o menos lo que uno esperaría hallar. Una bolsa de viaje con mudas de ropa, una navaja, cepillo de dientes y cosas así, un fajo de papeles sobre productos químicos en la comida, otro relativo al asunto familiar que lo había traído a Los Angeles a ver a su hermana Felice, y una especie de cesta de picnic. Aquello también era natural; se había traído consigo su propia comida, del tipo biológico que su comunidad cultivaba por sí misma.
Stanway tosió en el teléfono. Empezó como un educado sonido reclamando atención; unos segundos más tarde, se había convertido en una auténtica tos, puntuada con jadeos de «Lo siento…». Cuando se recobró dijo:
—¿Alguna otra cosa?
—No. —Ausentemente—. Muchas gracias por hacérmelo saber.
Colgó, y permaneció sentada durante un largo rato mirando a la nada. La ira ardía en su mente como una sombría llama. Estaba convencida —mas allá de toda posibilidad de argumentación— de que Decimus había sido envenenado.
¿Pero cómo? ¿Por quién? Habían rehecho su camino, descubriendo a un par de camioneros que lo habían visto durmiendo en el aparcamiento fuera de un restaurante donde se habían parado a comer, luego habían vuelto a verlo despierto cuando salieron, afeitándose en el lavabo de caballeros; también un empleado de una gasolinera donde había llenado el depósito… y eso era todo. Nadie más parecía haberlo visto o hablado con él durante todo el camino.
Y su hermana, por supuesto, no sabía nada que pudiera ser útil. Se había negado a ser entrevistada inmediatamente después de su muerte, arguyendo no sin razón que hacía años que no había visto a su hermano y que apenas le conocía, por lo que el artículo se había quedado en media columna en la edición del periódico del 23 de diciembre que Peg había redactado con algunas consideraciones moralizantes sobre Decimus y Mel había aceptado reluctantemente con tan solo unos cambios menores, y Felice lo había leído y la había llamado y le había dado las gracias. Pero nunca se habían visto, y resultaba claro por la forma en que habló que no simpatizaba con los puntos de vista de su hermano.
Esa comida. ¿Había sido analizada? No, por supuesto que no. Y ahora no serían más que unos restos. Probablemente debían haberla tirado…
Una repentina decisión. Tomó de nuevo el teléfono y esta vez, como por milagro, consiguió comunicar con Angel City a la primera. Preguntó por Felice.
—Me temo que en este preciso momento está en una conferencia. ¿Quiere que le deje un mensaje?
Peg vaciló.
—¡Sí! Sí, dígale que ha llamado Peg Mankiewicz. Dígale que su hermano fue definitivamente envenenado.
—Lo siento, no la entiendo. —Y un estornudo, seguido de una rápida disculpa.
—Oh, mierda —dijo Peg débilmente—. No importa.
Descubrió que su vista estaba nublada. ¿Lágrimas? No. Simple lagrimeo. Y su frente empezaba a latirle. Infiernos y condenación, otro asqueroso acceso de sinusitis.
Se apresuró al distribuidor de agua para tragar con retraso su píldora.
… y el doctor Isaiah Williams, cuyo cuerpo fue recuperado en un barranco cerca de San Pablo. Las investigaciones se han visto frenadas por lo que un portavoz del Ejército ha calificado de actitud obstinada de la gente local. «No admitirán que saben distinguir su mano izquierda de su mano derecha», ha afirmado. Aquí, el senador Richard Howelt (republicano, Colorado) ha lanzado hoy un feroz ataque contra los, cito, adictos a la clorofila, fin de la cita, los cuales, afirma, están paralizando la industria americana, ya tambaleante bajo el peso del paro y la recesión, insistiendo en que nuestras empresas cumplan con regulaciones ignoradas por la competencia extranjera. En el sur de Italia los disturbios prosiguen en muchas pequeñas ciudades hasta ahora dependientes de la pesca. Mientras tanto, las tormentas de arena en la Camargue…
—¡Hola, Fred!
—¡Hola!
Austin Train/Fred Smith siguió subiendo las escaleras. Había un ruido increíble allí… niños gritando, el sonido de las televisiones, radios, un tocadiscos, alguien practicando a la batería, y en el piso de arriba sus vecinos los Blore peleándose de nuevo. Su apartamento era como un lugar bombardeado. O bien habría un asesinato un día de estos, o el eventual vencedor heredaría un simple montón de escombros.
Lo cual era demasiado para hoy. Pero al diablo con ello. Estaba cansado, y el corte en la pierna que se había hecho hacía un par de días estaba hinchado y empezaba a pulsarle. Parecía como si se hubiera infectado.
Parándose a meter la llave en su puerta, observó que había una nueva pintada en el descansillo, el slogan trainita: ME ESTAIS MATANDO.
Escrito con lápiz de labios púrpura. Muy a la moda.
Miró a su alrededor, no demasiado inquieto de que alguien hubiera forzado su puerta durante su ausencia y le hubiera robado, aparte los inconvenientes de tener que ir a comprar reemplazos de lo que se hubiera llevado. Todo aquello pertenecía a Fred Smith, no a Austin Train. La despensa y la nevera estaban llenas de la habitual comida barata (si alguna comida podía llamarse barata hoy en día): enlatada, congelada, precocinada, irradiada, deshidratada e incluso predigerida. A las desconchadas paredes les hacía falta urgentemente una mano de pintura. Las ventanas estaban bien en general, pero un cristal había sido sustituido por un cartón. Había pulgas que el exterminador no había podido matar y ratas que arañaban en las paredes y ratones que dejaban excrementos por todas partes como una desafiante burla y cucarachas que vivían de comer insecticidas, incluso del tipo ilegal. Por su parte se negaba a utilizarlos —hubiera sido demasiado incluso para ese «Fred Smith»—, pero todo el mundo en el edificio sabía donde acudir en busca de DDT y dieldrina y cosas así, y no les había servido de nada.
Realmente no se preocupaba de lo que le rodeaba, de todos modos. Uno podía vivir de esta forma, y él lo estaba probando. Significaba algo para él el estar allí. Implicaba…
¿Esperanza? Posiblemente. Supongamos que ese gran hereje San Francisco de Asís hubiera sido situado (como él, Austin Train, lo había sido) frente a veintiocho millones de espectadores en el show de Petronella Page, y que le hubieran pedido que definiera sus razones para comportarse como lo hacía. Se nos dice que «los humildes heredarán la tierra». De ello se deduce que los humildes son los elegidos de Dios. Yo intentaré ser humilde, no porque desee la tierra —podéis quedárosla, después de la forma en que la habéis maltratado ya no tiene ningún valor—, sino porque me gustaría ser uno de los elegidos de Dios.
Quod erat demonstrandum.
Además, me gustan más los animales que vosotros, bastardos.
De todos los vicios de que son capaces los seres humanos, Austin Train detestaba sobre todo la hipocresía. No se había dado cuenta de ello hasta hacía unos tres años, tras el período de notoriedad que se había iniciado un par de años antes con la publicación de su
Guía para el año 3000
. Antes había gozado de un éxito moderado; una parte de sus libros habían sido reeditados en ediciones de bolsillo y habían atraído la atención de un público progresivamente preocupado, pero las cosas no habían ido demasiado lejos. De pronto, como quien dice de la noche a la mañana, se había convertido en una celebridad, solicitado por los entrevistadores de la televisión requerido para escribir artículos para periódicos de gran tirada, llamado como consultante de los comités gubernamentales. Y luego, con la misma brusquedad, stop.
Tenía seiscientos mil dólares en el banco y vivía en una pocilga en el corazón de una ciudad que se estaba muriendo.
Allá abajo —había empezado a pensar en aquel lugar como en otro mundo—, la mentira y la falsedad eran una forma de vida. Financiando los programas en los que él aparecía como una Casandra: una compañía de plásticos, arrojando diariamente dos millones de litros de agua caliente y polucionada en un río que suministraba agua a once ciudades antes de alcanzar el océano. Imprimiendo los artículos que escribía: una empresa cuya demanda de papel absorbía cada mes el equivalente a medio bosque. Gobernando el país que lo exhibía como un notorio ejemplo de los beneficios de la libertad de expresión: unos locos que habían creado un desierto y lo habían bautizado paz.
Aquello lo ponía enfermo.
Literalmente.
Estuvo dos meses en el hospital, temblando sin cesar, escupiéndole a la gente que venía a desearle una pronta recuperación, rasgando los telegramas de desconocidos que decían que esperaban que estuviera pronto bien de nuevo, arrojando la comida al suelo porque estaba envenenada, sujetando a las enfermeras por el cuello y dándoles conferencias forzadas sobre los fetos con malformaciones, el anhídrido sulfuroso, los alquilos de plomo, el DDE. Aunque ellas no solían oír mucho de lo que les decía: gritaban demasiado fuerte.
Cuando lo dejaron irse, saturado de tranquilizantes, fue a vivir con la gente que no había hecho un hábito profesional del omitir decirle a su mano izquierda lo que hacía la derecha. Se instaló en el peor barrio de la ciudad donde había nacido. Estudió alternativas: Barcelona, al lado de la cloaca abierta del Mediterráneo; las conejeras de Roma, casi permanentemente bajo la ley marcial; Osaka, donde estaban comercializando esclusas de aire para ser instaladas en vez de las habituales puertas de entrada. Pero deseaba ser capaz aún de hablarle a la gente a su alrededor… así que fue a casa. «Soy un hombre», había dicho muchas veces durante su etapa de celebridad. «Soy tan culpable como vosotros, y vosotros sois tan culpables como yo. Podemos arrepentirnos juntos, o podemos morir juntos; debe ser una decisión colectiva.»