En la pantalla un grupo de hombres, mujeres y niños se mostraban estremecidos ante un grupo de construcciones de formas improbables. Iban pobremente vestidos pero en su conjunto parecían gozar de buena salud. Mientras tanto, un grupo de policías con perros procedían a un meticuloso registro.
Oh. Trainitas. ¿Qué infiernos?
Tras su segundo vaso Bill Chalmers empezó a sentirse mejor. Había sido un día terrible: conducir aquella mañana hasta Denver por carreteras que habían sido limpiadas y enarenadas pero que aún seguían siendo deslizantes; sudar durante toda aquella horrible comida con los Mason, consciente de que «había algo en el aire» pero incapaz de determinar su causa; una tensión que se había roto finalmente cuando su hijo Anton, de seis años, se había peleado con los chicos de los Mason, de cinco y cuatro años, y había echado a correr gritando…
Pero finalmente aquí estaban, sanos y salvos, y le encantaba Towerhill: su aire de prosperidad, que era una patada en la nariz a los profetas de la fatalidad, las montañas que lo rodeaban, su atmósfera increíblemente pura. Uno veía a los visitantes de las grandes ciudades, en su primer día, ir arriba y abajo con sus mascarillas filtro, no convencidos aún de que podía respirarse perfectamente sin ellas.
La pantalla mostró un mapa de América Central, con una flecha señalando un lugar, y luego las fotografías de dos hombres, ambos blancos.
—¡Tania!
—Sí, me encantaría otro —estaba diciendo su esposa, y se puso a comparar sus síntomas con los de la esposa del abogado de Oakland a los que habían conocido ayer—. Yo tuve esa especie de curiosa erupción, y me picaba por todas partes…
¡Cristo! ¿Acaso nadie podía hablar de otra cosa en esos días que no fueran alergias y neurosis? Hubo un tiempo en que un hombre podía sentirse satisfecho con tener un buen empleo que le permitiera ganarse el pan. Ahora necesitaba tener un buen empleo que le permitiera ganarse también sus medicinas. Y lo peor es que no servían para nada.
—¡Sí, claro! —decía la mujer del abogado—. Ahora yo tengo esos accesos de calor y de frío, y a veces incluso mareos.
Bruscamente se dio cuenta de que estaban hablando de embarazos, y en vez de irritarse sintió que se estremecía. Por supuesto que habían contratado un seguro contra la subnormalidad cuando Anton estaba en camino, pero pese a su posición en Angel City no había sido barato, y cuando Anton vino felizmente al mundo Tom Grey le había explicado exactamente los riesgos que habían estado corriendo. Las palabras que volvían a su memoria le hacían estremecerse: fibrosis cística, fenilcetonuria, hemofilia, hipotiroidismo, mongolismo, tetralogía de Fallot, alexia, dicromatismo… Una lista que se prolongaba interminablemente, ¡como si fuera un milagro el que alguien pudiera llegar a convertirse en un adulto normal!
Aquello ayudaba a comprender el que Grey fuera soltero. El mismo no se arriesgaría a tener un segundo hijo.
La televisión pasó a los resultados deportivos. Por primera vez varias personas prestaron atención.
—
¡Tania!
Ella finalmente se giró. La mujer del abogado escapó para reunirse con su marido al extremo más alejado del salón.
—¿Tuviste finalmente esa conversación a corazón abierto con Denise?
—Oh, Dios —dijo Tania, echándose hacia atrás y cruzando los brazos—. Así que es por eso por lo que querías venir aquí… ¡para espiar a los Mason!
—¡No es cierto!
—Entonces, ¿por qué es tan urgente? ¡No tienes que volver a la oficina hasta el lunes! ¿Y por qué no me lo has preguntado en el coche, en vez de cortarme aquí cada vez que decía una palabra?
A su alrededor, atraídos por sus voces elevándose hacia el tono de una discusión, la gente se estaba girando para mirarles. Terriblemente avergonzado, Chalmers adoptó un aire conciliador.
—Tania, amor, lo siento, pero es importante.
—¡Obviamente! ¡Más importante que yo o Tony! ¡Más importante que mi primera oportunidad en años de descansar un poco y hacer nuevos amigos! Mira lo que has hecho… ¡has obligado a irse a Sally!
El simplemente se quedó sentado allí.
Tras un momento, sin embargo, ella se ablandó. Cuatro años atrás había pasado un tiempo horrible sin empleo; sabía lo que significaría perder este trabajo.
—Oh, maldita sea… Sí, la sonsaqué. Es una maniática. Prácticamente una trainita.
Chalmers aguzó el oído.
—¿Qué quieres decir?
—Una maniática, ya te he dicho. No quiere que él vuele. Dice que desea que sus nietos vean el sol. Me pregunto qué diferencia hay en que un avión vuele con un asiento vacío. Pero cree que Phil se ha metido en alguna especie de lío debido a que ella le hizo ir en coche hasta Los Angeles, sólo que él no quiere decirle nada para que no se sienta culpable. Y desea desesperadamente saber cuál es el problema. De hecho fue ella y no yo quien planteó la cuestión. Yo no tuve que hacer nada. Aparentemente él estuvo odioso durante las Navidades. Además siempre encuentra excusas para no hacer el amor con ella. Ni siquiera lo hubieran hecho la noche de Año Nuevo, dijo, a no ser porque ella le
sedujo…
La última palabra quedó ahogada por un repentino ruido en el cielo, como si un gigante hubiera aplastado un mosquito de una palmada. Todo el mundo se sobresaltó. Una voz anónima dijo:
—Oh, otro maldito bang sónico. ¿No es odioso?
Pero el ruido hubiera debido desaparecer en un instante. En cambio persistió: tras el bang inicial, un sonido retumbante, muy grave, pero insistente, como piedras arrastradas por la corriente de un rápido río o una vigorosa marea en un acantilado rocoso. La gente, dispuesta a reanudar sus conversaciones, comprendió que algo iba mal. El ruido se hizo más fuerte, más rugiente. Giraron sus cabezas y miraron por la ventana.
Tania gritó.
Con implacable majestad, al batir de incontables tambores, medio millón de toneladas de nieve y hielo avanzaban hacia la ciudad de Towerhill.
Periodista:
General, no es exagerado decir que el mundo se ha sentido consternado ante su decisión de arrestar y expulsar a los americanos de los equipos de ayuda de Noshri…
General Kaika:
¿Espera usted que les dejemos quedarse cuando han envenenado a miles de nosotros, los han matado o, peor aún, los han vuelto locos?
Periodista:
No hay pruebas de que…
General Kaika:
Sí, sí hay pruebas. Todos los habitantes de la ciudad se han vuelto locos. Atacaron a nuestras propias tropas que los habían liberado de las fuerzas de ocupación. Fueron envenenados por esa comida diabólica suministrada con el pretexto de ayuda internacional.
Periodista:
¿Pero qué motivo concebible podría…?
General Kaika:
Montones de motivos. Por un lado, los americanos no retrocederán ante nada para impedir la independencia de un país cuyo gobierno no tiene la piel blanca. Los gobiernos de color deben inclinarse ante Washington. Considere China Considere Vietnam, Camboya, Laos, Thailandia, Ceilán, Indonesia. Si un día formamos una potente unión de países de gente negra en África ya no serán capaces de pisotear a sus propios ciudadanos negros.
Periodista:
¿Está diciendo usted que hay un complot deliberado para debilitar sus fuerzas y permitir que los invasores ganen la guerra?
General Kaika:
Estoy realizando una investigación para confirmarlo. Pero fueron los hombres blancos quienes desencadenaron la guerra.
Periodista:
Ni siquiera había mercenarios blancos con los…
General Kaika:
¿Fueron los hombres negros quienes llenaron el Mediterráneo de veneno? ¡No, fue destruido por los asquerosos desechos de las fábricas europeas!
Periodista:
Bien, la presa de Asuán…
General Kaika:
Sí, sí, la presa de Asuán puede que haya hecho inclinar finalmente la balanza, pero antes de eso el mar se estaba muriendo. La guerra empezó porque demasiada gente se moría de hambre en la costa africana. Por eso digo que las naciones blancas son las responsables. Es la costumbre típica blanca de destruir lo que se tiene y luego ir a robárselo a los demás.
Periodista:
¡Oh, general, está interpretando usted los hechos un poco a la ligera!
General Kaika:
¿Acaso no es un hecho el que resulta peligroso bañarse en el Mediterráneo? ¿Acaso no es un hecho que toda la pesca haya muerto?
Periodista:
Bien, sí, pero…
General Kaika:
No tengo nada más que decir.
Jeannie estaba ya en casa, por supuesto, su Stephenson eléctrico estaba aparcado en un rincón del garaje. Pete estaba en el turno de diez a seis este día, y el trabajo de ella en Bamberley terminaba a las cinco.
Pete Goddard odiaba que su esposa trabajara. La deseaba en casa, cuidando de un par de niños. Pero eso, pensó, tendría que esperar a su próximo ascenso. En estos días nadie en su sano juicio iniciaría una familia antes de poder garantizar los cuidados médicos necesarios para sus hijos. Aquí arriba en las montañas las cosas no estaban tan mal como en las ciudades, pero pese a todo nunca se era bastante prudente.
Mientras restregaba sus botas antes de subir los peldaños de la entrada delantera, hubo un ruido chasqueante en el cielo. Alzó la vista justo a tiempo para recibir un puñado de nieve caída del alero del porche. Oh, mierda, otro bang sónico. ¡Pero nunca había sido tan fuerte! Uno estaba acostumbrado a oír uno o dos cada día, pero débiles, muy lejanos, inofensivos excepto quizá hacer derramarse su taza de café. Allá abajo en la comisaría el sargento Chain iba a recibir un montón de quejas. Como si la policía pudiera hacer algo. Como si alguien pudiera hacer algo.
Jeannie estaba en la cocina. No era una gran cocina, pero estaba equipada con todo lo necesario. Y normalmente funcionaba. Estaba atareada junto al horno: una muchacha encantadora, de tez mucho más clara que él y un año mayor, predestinada a engordar antes de los treinta años, pero ¿a quién le importaba? Le gustaban con carne abundante y prieta. Le envió un beso volando, recogió su píldora de la tarde, la de su alergia, y se dirigió al fregadero para tomar un poco de agua.
Ella lo detuvo con un grito:
—¡No, Pete! He encontrado una nota relativa al agua al entrar. ¿La ves, sobre la mesa?
Sorprendido, se giró y vio el brillante papel rojo con gruesas letras mayúsculas. Las frases familiares saltaron a sus ojos:
fallo en la planta purificadora… no debe beberse sin hervirla previamente… será rectificado tan pronto como sea posible.
—¡Mierda! —exclamó—. ¡Muy pronto esto va a ser tan malo como Denver!
—¡Oh, no, amor! Allá en la ciudad encuentran esos papelitos casi cada día, al menos una vez por semana, mientras que este verano es la segunda vez aquí. ¿Quieres una cerveza?
—¿Una cerveza? ¡Claro que sí!
—En la nevera. Y saca otra para mí. Estoy con una receta complicada. —Blandió un recorte del periódico.
Sonriendo, fue a obedecer… y su mano voló hacia su cadera en busca del ausente revólver, mientras lanzaba una frustrada exclamación.
—¿Qué ocurre? —Jeannie miró a su alrededor—. Oh, ¿otra rata?
—¡La más grande que he visto nunca! —Pero ya se había ido—. ¡Creí que te había dicho que llamaras al exterminador! —gruñó.
—¡Lo hice! Pero dijo que tenía mucho trabajo, y que tendríamos que esperar al menos una semana.
—Sí, entiendo. —Pete suspiró—. Toda la gente con la que me encuentro… —Dejó que las palabras murieran por sí mismas y abrió la nevera. En dos estantes había envoltorios con la marca familiar: una chica con una mazorca de maíz entre sus senos, de modo que el conjunto daba la sensación de ser un falo con sus correspondientes testículos.
—¡Hey, has vuelto a ir al Puritan!
—Bueno, me gasté mi prima —dijo Jeannie defensivamente—. ¡Y las cosas no son allí mucho más caras! Además, saben realmente mucho mejor.
—¿Qué prima?
—¡Oh, ya sabes! ¡Te lo dije! Todas las chicas de la sección de empaquetado que trabajamos horas extra para terminar ese embarque antes de Navidad. Veinte dólares extra de parte del señor Bamberley.
—Oh. Oh, sí. —Tomó su cerveza y la de ella de un pack de seis. ¿Qué demonios? Veinte dólares hoy eran un escupitajo en el océano. Aunque hubiera preferido dejarlos de lado para su póliza con Angel City, con vistas al día en que pudieran permitirse un bebé. Todas esas horribles historias acerca de los productos químicos. Sólo una excusa para doblar los precios en Puritan…
Recordando la factoría…
—Dime, amor, ¿cómo va tu pierna? —Esa mancha lisa y brillante en su piel, como si parte de su cadera estuviera barnizada.
—Oh, tenían razón la primera vez. Es un hongo. Ya sabes que nos hacen llevar mascarillas contra la actino-no-sé-qué. Pillé algo del mismo tipo. Pero la pomada está haciendo efecto.
Pete reprimió un estremecimiento. ¡Pillar un hongo! ¡Cristo, como en las películas de terror! Hacía más de un mes desde aquello, e incluso ahora no dejaba de examinarse obsesivamente su propio cuerpo en busca de señales. Dio un largo sorbo a su cerveza.
—¿Sabes, querido?, quería decírtelo —dijo de pronto Jeannie—. ¡Te he visto en la tele!
—¿Qué, en el wat trainita? —Se dejó caer en una silla—. Sí, va me di cuenta del tipo con la cámara.
—¿Y qué hacías tú allí?
—¿No lo explicaron?
—La puse justo a tiempo para ver el final.
—Ajá. Bien, recibimos una llamada de Los Angeles. ¿Recuerdas el tipo que se dirigía al wat y resultó muerto por el camino poco antes de Navidad? Parece que estaba o loco o drogado Así que nos dijeron que fuéramos a echar un vistazo por si encontrábamos drogas.
—Creía que los trainitas no querían saber nada con ellas.
—Bueno, debe ser cierto, pues no encontramos nada… ¡Chica, ése es un extraño lugar! Todo a base de materiales de recuperación. Todo hecho a mano. Y la gente allí… no sé. ¡Es extraña!
—Vi algunos de ellos en el Puritan —dijo Jeannie—. Parecían más bien normales. Y sus chicos son muy educados.
Demasiado pronto para hablar de la mejor forma de educar a los chicos. Pero algún día…
—Puede que parezcan inofensivos —dijo Peter—. Pero es porque no son los suficientes como para ocasionar auténticos problemas. Quiero decir aparte de esas horribles calaveras con las tibias cruzadas que pintan por todas partes. Allá en Los Angeles, tengo entendido, bloquean la circulación por las calles, rompen coches, asaltan tiendas…