—Déjeme hablar con esos chicos, coronel —dijo Michael—. Encontré a algunos de ellos la pasada noche, y creo que puedo manejar esto…
Andando firmemente, ignorando los gritos de advertencia de los suboficiales en el interior del recinto, la primera oleada de jóvenes había alcanzado la verja. Sonó un grito, procedente de uno de los soldados que estaba nerviosamente de guardia en primera línea.
—¡Hey, ese bastardo tiene una pistola!
—¡Calen bayonetas! —restalló el coronel a través del megáfono—. ¡No les dejen acercarse a la verja!
Clic-clic-clic. Una hilera de aceradas púas apuntó a los vientres al otro lado de la tela metálica.
—¡Coronel! —Michael sujetó a Saddler por la manga—. ¡Tengo una idea!
Y un grito:
—¡Coronel! ¡Coronel Saddler! ¡Aquí! —Gesticulando desde un lugar cerca de los periodistas, el capitán Wassermann.
—Oh, váyase al infierno —gruñó Saddler a Michael, y se alejó rápidamente.
De acuerdo pues… Michael inspiró profundamente y avanzó hacia la verja, rodeando la irregular montaña de cajas de comida. En su parte central tenía quizá siete metros de altura por diez de ancho, pero en su base se esparcía irregularmente, y algunas de las cajas se habían reventado.
—¡Hey, mayor! —Era el hombre que había dicho haber visto una pistola, un soldado—. ¡No se acerque más… pueden matarle!
—¡Cállese, soldado! —era Tatum; su pelotón custodiaba la verja cerca de donde estaba Fritz—. Deje que el mayor haga lo que quiera. Es su funeral.
Michael siguió andando. Pasó entre los soldados y se enfrentó a Fritz, que estaba a un metro de distancia, su boca curvada en una sonrisa, sus tenazas colgando blandamente en su mano derecha.
—De modo que así es como luces a la luz del día, mayor —dijo, y la chica Diana dejó escapar una risita a su lado.
—Así que quieres probar esta comida —dijo Michael.
—Correcto. ¿Y?
—¿Qué caja?
—¿Qué?
—He dicho qué caja. —A todo su alrededor, los ojos estaban fijos en él. Alzó la voz deliberadamente, deseando disponer de un megáfono—. La otra noche te dije que esta comida había sido analizada y declarada inocua. Tú no lo creíste. Ninguno de vosotros lo hizo. Así que elige una caja y te daré parte de su contenido. Cuando no te ocurra nada, os largaréis.
Hubo un silencio mortal. Finalmente Fritz esbozó un signo de asentimiento.
—De acuerdo, eso tiene sentido. ¿Puedo elegir la caja que quiera?
—Cualquiera.
—Es un trato.
—Lo es. Soldado, su cuchillo, por favor —dijo Michael, girándose hacia el hombre que había a su derecha.
—¡Mayor! —era de nuevo Tatum—. ¡No puede hacer esto!
—¿Por qué no? Están aquí en busca de la droga que se supone hay en la comida. Cuando descubran que no hay ninguna droga, se irán. ¿Correcto, Fritz?
Una vacilación. Luego:
—Correcto.
—Y de todos modos ustedes iban a irse a comer antes de quemar el montón. ¡Soldado, su cuchillo!
—¡No se lo dé! —gritó el sargento.
—¡Yo tengo un cuchillo! —advirtió Fritz—. ¡Tomaré la caja en que caiga!
Sacó su propio cuchillo y lo lanzó, en un alto arco por encima de la verja. Golpeó y se hundió en una de las cajas más cercanas.
—Correcto —murmuró Michael, y lo utilizó para rasgar la caja forrada interiormente de polietileno. Por aquel entonces docenas de jóvenes estaban convergiendo en aquel punto de la verja, y las noticias de lo que Michael estaba haciendo iban difundiéndose entre ellos como fuego. Algunos rieron y lanzaron exclamaciones irónicas, y los que iban armados —la mayoría con pistolas y cuchillos, aunque Michael vio una escopeta— se metieron sus armas en sus cinturones o las dejaron en el suelo. Tatum, echando humo, aguardó unos breves instantes, y luego se giró repentinamente y pudo oírsele llamando a Saddler a gritos, al otro lado de la montaña de cajas.
Trayendo consigo un doble puñado de Nutripon, Michael regreso a la verja. Viéndole llegar, Fritz puso a trabajar sus tenazas, ignorando las órdenes de detenerse lanzadas por el soldado, hasta practicar en la tela metálica un cuadrado de unos treinta centímetros de lado por el que pasar la comida. Era como dar de comer a los animales en un zoo, pensó Michael desapasionadamente, y observó como el alimento desaparecía entre manos ansiosas y bocas ávidas.
—¡Más! —gritó alguien que no había tenido suerte en la primera ronda.
—Esperad y ved los efectos de este primer lote —respondió Michael—. No va a haceros nada, pero parece que el decíroslo no…
—¡Más! —Fue un gruñido amenazador. Sí, como dar de comer a animales. Animales peligrosos, salvajes…
Se alzó de hombros y se dio la vuelta, y encontró a Saddler enfrentándosele, rojo por la furia.
—¡Mayor, ¿qué infiernos está haciendo?!
—Esos chicos creen que esta comida está envenenada —dijo Michael—. No le van a dejar quemarla hasta que usted les demuestre que no lo está.
—Que me condene si…
—¿O cree usted que está envenenada? ¿Acaso está convencido de que fue usada para volver locos a miles de personas inocentes, en África, en Honduras? —Michael gritó hasta quedarse sin aliento.
Oyó una exclamación de sorpresa a sus espaldas… luego la aguda voz de Fritz:
—¡Díselo, Mike! ¡Díselo! ¡Un buen trabajo, muchacho!
Por un instante Saddler no reaccionó. Luego destrabó la tapa de su pistolera y extrajo su revólver.
—Queda usted arrestado —dijo secamente—. Sargento, ponga a este hombre bajo custodia.
—¡Hey, no! —una voz de mujer, Diana tal vez. Coreada instantáneamente. Un zumbar de preguntas y respuestas ondeó por la colina, como la indistinta queja de unos insectos, y alcanzó un repentino e inesperado clímax en el grito de una única voz, extraña, casi asexuada:
—¡Muerte a los zorrinos!
Más tarde inscribieron el nombre de Michael Advowson como el primero de una lista de sesenta y tres. Cuando dispararon los láseres de combate contra la comida, el trabajo fue hecho a la perfección.
El catorce de octubre es un día a recordar eternamente
Porque un heredero de la Familia Real puso en marcha la nueva estación de energía moviendo una palanca.
Estaba en presencia de una muy distinguida nobleza y aristocracia.
Había una tal afluencia de personas interesadas que los de más tuvieron que ser excluidos por un centinela,
Un alto y hermoso soldado del regimiento del condado
Que había sido enviado de los cuarteles de Darlington
Y montaba guardia con el resto de sus compañeros militares
Resplandeciente en sus ropas escarlatas, color mucho más atractivo que el amarillo.
Hubo un memorable discurso del Gobernador del condado
Que habló en términos literarios y poéticos de aquel nuevo fruto de la bondad de la Naturaleza
Gracias a lo cual desde aquel día la energía estaría presente hasta en la más humilde granja y hogar,
Lo cual inevitablemente mejorará en gran manera el nivel de vida.
Cuando gocemos de los beneficios de todo esto esperamos que todos los pensamientos
Estén centrados en el señor Thomas Alva Edison, el celebrado inventor americano.
—«McGonigal Redivivo», 1936.
…oficialmente se eleva en la actualidad a un total de cincuenta y nueve, además de los cuatro soldados del ejército de los Estados Unidos citados anteriormente. Comentando el destino de esos últimos inmediatamente antes de partir hacia Gettysburg, donde conmemorará el Día de la Independencia pronunciando el Discurso de Gettysburg exactamente igual a como lo pronunciara Abe Lincoln, ante una audiencia que se supone excederá las cien mil personas, Prexy dijo, cito, No olvidemos que han santificado suelo americano con su sangre. Fin de la cita. Entre los primeros puntos que deberá tener en cuenta la investigación está la acusación de que la revuelta fue desencadenada por el Nutripon, que contenía una droga alucinógena. Es bien sabido que algo de este producto alimenticio fue distribuido, contra las órdenes del oficial americano al cargo de la operación presente en aquel lugar, por el lamentablemente fallecido observador irlandés de las Naciones Unidas mayor Advowson. Y pasemos a Europa. La frontera entre Francia e Italia ha sido cerrada desde esta medianoche para detener a la horda de hambrientos refugiados del sur, y un inicio de tifus…
Desde el terrible día de los… de los
problemas
en la factoría hidropónica, Maud había permanecido la mayor parte del tiempo en su habitación, negándose a hablar con su marido ni hacer nada excepto lo mínimo para los chicos. El señor Bamberley se había visto obligado a contratar a la hermana mayor de su criada Christy para ayudar. Ella necesitaba el dinero debido a que su marido estaba incapacitado para el trabajo a causa de alguna forma de parálisis ocasionada por los productos químicos que había estado manejando en cierta ocasión. Sus referencias eran excelentes.
Gracias a Dios que había alguien allí. De hecho era ella quien llevaba actualmente la casa. Las sesenta y tres muertes en sus propiedades —aunque hubieran ocurrido en la planta y no en su casa—, lo habían alterado casi tanto como a Maud. Había renunciado a su viaje del mes pasado a Nueva York, a sus ocasionales visitas al cercano club de campo, incluso a la mayoría de sus actividades en la iglesia. Cada día se pasaba largas horas sentado mirando por la ventana de la habitación que invariablemente denominaba «el cuarto privado» —no «mi», «el»—, del que había tomado posesión cuando había heredado la casa debido a su espléndida vista.
Este verano, sin embargo, no era lo que hubiera debido ser. Por mucho que trabajaran sus jardineros, los magníficos macizos de flores que se extendían más allá de la terraza a unos seis metros por debajo de él estaban mustios y polvorientos. El césped estaba desigual, y había tenido que hacer replantar varias zonas, con enorme gasto. Eso no era debido a la falta de agua. Tenía intención de llamar a un experto analista de suelos y descubrir si era falta de luz solar o alguna deficiencia de la tierra. Pero aún no se había decidido a hacerlo.
También las hojas de algunos de los arbustos mejores estaban señaladas por manchas secas del tamaño de una moneda, y las flores parecían caer antes incluso de abrirse, y más allá, sobre las montañas, siempre colgaba aquel permanente velo de pálida neblina gris.
Aquel verano aún no había visto el cielo azul, excepto desde un avión.
Se sentía como minado. Se sentía deprimido. Se sentía exhausto. Hasta hacía una semana tan sólo había tenido que asistir a los funerales de un puñado escaso de personas en toda su larga vida: su abuela, sus padres, y por supuesto más recientemente Nancy Thorne. Y ahora, de golpe, se habían añadido sesenta y tres al total. ¡Aquel entierro en masa había sido abrumador!
Pero lo peor había sido la multitud que aguardaba al cortejo fúnebre en las puertas del cementerio. La policía había dicho más tarde que más de dos mil personas se les habían unido, la mayoría procedentes de Denver y de la Academia de las Fuerzas Aéreas. Habían permanecido en los arcenes a lo largo del camino, aclamando a Jacob Bamberley. Habían traído consigo banderas, y pancartas que decían AL INFIERNO LA ONU y QUITAD VUESTRAS SUCIAS MANOS DE AMÉRICA.
Más tarde, una mano desconocida había prendido una llameante cruz sobre la sepultura colectiva.
Luego habían sido los oficiales del departamento jurídico del Ejército, recogiendo testimonios, y el FBI, y un abogado republicano de palabra fácil actuando como representante especial del gobernador, y el propio gobernador, al que conocía de sus comidas benéficas, y el senador Howell, que era poco menos que un desconocido, y que se había sentado ahí en esa silla y había dicho que se sentía muy feliz de que aquel (obscenidad, disculpas) de Advowson hubiera recibido lo que se merecía y que por supuesto debía haber sido él mismo quien había puesto la droga en la comida y probablemente los tupas le habían pagado para que lo hiciera y…
Todos ellos habían preguntado por Maud. Todos ellos.
Ahora, sin embargo, casi todo el polvo levantado por el escándalo había vuelto a posarse. Aún iba a colear durante un cierto tiempo, como les había explicado a los chicos cuando le habían hecho sus tímidas preguntas, pero sólo para que pudiera hacerse justicia. Había una gran tradición de justicia en este país, había explicado, fundada en el derecho consuetudinario inglés que databa de más de mil años. Si alguien era culpable de esas muertes, sería castigado.
En cuanto a Maud…
Era la tensión, por supuesto. Así lo había manifestado el doctor Halpern. Debido a ello no había tomado ninguna medida ante el hecho de que ella se recluyera en su habitación, ni ante su insistencia de comer y dormir sola, ni ante su negativa de hablarle cuando se encontraban.
Sin embargo, había llegado el momento de poner fin a toda aquella farsa. Hoy era después de todo un día especial. Había una tradición acerca del Cuatro de Julio en la familia Bamberley, que había heredado de su padre y de su abuelo. Se había levantado al amanecer para izar la bandera, y los chicos —excepto Cornelius— se habían levantado también para asistir a la ceremonia. Más tarde, en el desayuno, había habido regalos: para los más jóvenes reproducciones del Colt Peacemaker y del Cuchillo Bowie, para los demás facsímiles del pergamino de la Declaración de Independencia, la Declaración de Derechos, el Discurso de Gettysburg. Luego habría una comida de ceremonia, con una pequeña homilía idéntica a las que su padre acostumbraba a dirigirles relativa al significado de aquel aniversario, y por la noche verían al presidente por la televisión, todos juntos, y finalmente antes de irse a la cama tendrían fuegos artificiales. Una firma de Denver había preparado un gran castillo de fuegos artificiales en el jardín; cada año lo hacían.
Y ahora eran las doce y media… la hora de la prueba.
El señor Bamberley tragó una cápsula extra del frasco de tranquilizantes que le había dado el doctor Halpern, y se dirigió al comedor.
Maud estaba va en su sitio: la primera vez desde hacía semanas. Radiante, le dio un beso en la mejilla —ella apenas se movió— y siguió su camino hacia su propia silla-trono saludando a todos los chicos. Había un asomo de tensión, pero sin duda desaparecería rápidamente.
Ocupando su lugar, comprobó que Christy estaba en posición junto al aparador donde habían sido depositados los bols de ensalada —bien, estupendo—, e inclinó la cabeza.