—Bueno, sí —dijo Philip, parpadeando. Sobre todo en lo que se refería a los nuevos trabajos. El desempleo estaba en sus cotas más altas en toda la nación este verano, y por este lado de Denver las cosas estaban particularmente mal, y así seguirían hasta que se terminaran las modificaciones en la planta hidropónica y esta volviera a contratar a sus seiscientos antiguos trabajadores.
Eso también redundaba naturalmente en beneficio de las Empresas Prosser. Cualquiera con un dedo de sesos podía aprender rápidamente a instalar esos purificadores en una hora.
—¡Estupendo entonces! —dijo Alan ásperamente, e hizo girar su silla para mirar por la ventana que dominaba la calle—. Mira, ahí hay otra pandilla de muchachos. La ciudad hormiguea de ellos hoy en día. ¿De dónde demonios salen?
Al otro lado de la calle un grupo de unos ocho o diez adolescentes —más chicos que chicas— se habían detenido para burlarse del hombre que estaba borrando el slogan del escaparate de la tienda de ropas.
—Sí vi a todo un montón de ellos bajando de un autobús en la terminal de la Trailways —confirmó Philip—. Debía haber… oh, unos treinta. Me preguntaron cuál era la carretera de Towerhill.
—Parece como si todos se dirigieran hacia el mismo camino, —murmuró Alan—. Me pregunto cuál será la gran atracción.
—Puedes ir y preguntárselo.
—Gracias, no me interesa hasta ese punto. Oye, por cierto, ¿cómo es que estás seleccionando esas cartas tú mismo? ¿Qué le ha pasado a esa chica que contratamos para ti?
Philip suspiró.
—Llamó disculpándose. Dolor de garganta. Apenas podía hablar por teléfono.
—Oh, infiernos. Recuérdamelo, ¿quieres? Prioridad absoluta para instalar filtros en las casas de nuestro personal. Veremos si eso puede cortar aunque sea un poco las ausencias por enfermedad. La caridad empieza en casa y todo eso. —Hojeó curiosamente algunas cartas—. ¿Cuántas de esas son autenticas órdenes y cuántas hojarasca?
—Calculo que la proporción es de diez a uno a favor de las genuinas.
—Espléndido. ¡Sensacional!
La puerta se abrió de nuevo y entró Dorothy, con un bloc de notas en una mano, y un pañuelo en la otra con el que se limpiaba constantemente la nariz.
—Más pedidos, constantemente —dijo—. Otros treinta esta mañana.
—¡Esto es fantástico! —dijo Alan, tomando los papeles que ella le tendía. Del exterior llegó un retumbar de tráfico pesado, y Dorothy exclamó:
—¿Qué demonios es todo eso?
Miraron hacia fuera. Deteniéndose en la esquina antes de girar a la izquierda hacia Towerhill, había una hilera de camiones militares pintados de color verde oliva deslustrado cada uno de ellos arrastrando remolques montados sobre gruesos neumáticos de profundo dibujo de los que sobresalía una especie de morro corto y de aspecto amenazador. No eran cañones.
—¡Infiernos, los vi por la televisión! —dijo Alan—. Son esas nuevas cosas que están experimentando en Honduras… ¡son lásers de combate!
—¡Cristo, creo que tienes razón! —Philip saltó en pie y se dirigió hacia la ventana para mirar más de cerca—. ¿Pero para qué los traen hasta aquí arriba? ¿Maniobras o algo parecido?
—No he oído que estuvieran planeando nada de ese tipo —dijo Alan—. Pero naturalmente hoy en día no te enteras de esas cosas. ¡Espera! ¿No crees que todos esos chicos viniendo a la ciudad pueden haber oído algo de esas maniobras y están acudiendo con la intención de estropearlas?
—Bueno, es el tipo de estupidez que se supone son capaces de hacer —admitió Philip.
—Exacto. En cuyo caso van a merecerse lo que van a recibir. —Con aire ausente, Alan se frotó el dorso de su mano con la cicatriz—. Tienen un aspecto inquietante, ¿eh? No me gustaría hallarme en su camino cuando empiecen a soltar… Y hablando de soltar: ¡perdonadme!
Salió corriendo de la habitación.
…que el Ejército está utilizando defoliantes en Honduras para crear zonas de fuego libre. Esta acusación ha sido enérgicamente desmentida por el Pentágono. Interrogado a este respecto justo antes de marchar a Hawaii, donde convalecerá durante las siguientes dos o tres semanas, Prexy dijo, cito, Bien, si uno no puede verles no puede dispararles. Fin de la cita. Son cada vez más fuertes los apoyos a un proyecto de ley que el senador Richard Howell pretende introducir a la primera oportunidad, negándole el pasaporte a cualquier ciudadano masculino de edades comprendidas entre los dieciséis y los sesenta años que no esté en posesión de un certificado de inutilidad o de exención médica para el servicio militar. Recogiendo favorablemente la proposición, un portavoz del Pentágono ha admitido hoy que del último llamamiento más de uno de cada tres individuos no se han presentado. Sus bistecs van a costarle más caros. Esta advertencia ha sido emitida hoy por el Departamento de Agricultura. El precio del forraje para el ganado se ha, cito, disparado como un cohete, fin de la cita, como consecuencia de la misteriosa…
—Una dama y un caballero desean verla, señorita Mankiewicz —dijo el recepcionista del hotel. Era puertorriqueño y se aferraba a las antiguas formalidades—. Ignoro si usted los está esperando.
—¿Quiénes son? —dijo Peg. Sonaba nerviosa, lo sabía, y no se sentía sorprendida. Durante las últimas semanas había iniciado una aventura muy arriesgada, y estaba segura de que al menos durante los últimos diez días alguien la había estado siguiendo. No era imposible que hubiera infringido alguna de las cada vez más complejas leyes anticívicas. La situación estaba empezando a parecerse a la de Gran Bretaña durante el siglo dieciocho: cada nueva ley implicando un castigo más duro para un delito más vago tenía seguro su paso por el Congreso y la aprobación presidencial instantánea.
Evidentemente, el Canadá aún no era un país proscrito. Pero a este ritmo no pasaría mucho tiempo…
—El señor López —dijo el recepcionista—. Y una señorita Ramage. O… ¿Ra-
maige
?
El corazón de Peg pareció detenerse en mitad de un latido. Cuando se recobró dijo:
—Dígales que bajo inmediatamente.
—Dicen que prefieren subir ellos.
—Como deseen.
Cuando colgó el teléfono su mano estaba temblando. Últimamente había tirado de todo tipo de hilos, pero no había esperado que uno de ellos le trajera a Lucy Ramage. ¡Increíble!
Recogió apresuradamente algunas prendas sucias tiradas encima de su cama y las guardó fuera de la vista. Los ceniceros necesitaban un vaciado, y… Bien, era un hotel de poca monta, después de todo. Pero no podía permitirse uno mejor. Treinta dólares al día era su límite.
Había venido a Nueva York porque tenía un proyecto en mente. Como le había dicho a Zena, sólo disponía de un talento, y en este momento el uso lógico que le parecía podía darle era el de remover un poco el lodo. Así que se había hecho a sí misma una pregunta clave: ¿cuál era el lodo más importante? (De hecho lo había planteado, subconscientemente, en los términos que más había odiado Decimus. Pero a fin de cuentas era lo mismo.)
Casi se había respondido a sí misma:
—Haz a los demás…
Muy bien, el punto de partida podría ser esa declaración del profesor Quarrey, que había aparecido en las noticias a principios del año, de que la mayor exportación del país eran los gases nocivos. ¿Y quienes deseaban remover ese lodo ahora? Obviamente los canadienses, encajonados en una estrecha franja de tierra al norte de sus vecinos más poderosos que ellos, sintiéndose cada día más irritados respecto a la suciedad que les era enviada por el viento, dañando sus cosechas causando afecciones pulmonares y ensuciando la ropa tendida a secar. Así que había telefoneado a la revista
Hemisphere
de Toronto, y el director le había ofrecido inmediatamente diez mil dólares por tres artículos.
Consciente de que todas las llamadas fuera del país podían estar controladas, le había planteado la proposición en términos muy generales: los riesgos de que el Báltico se convirtiera en un segundo Mediterráneo, el peligro de aparición de nuevas regiones de sequía como el desierto del Mekong, los efectos de provocar cambios climáticos. Todo esto estaba en las noticias… los rusos habían revisado su plan de remodelar el Obi y el Yensei. Además, estaba el problema del Danubio, peor de lo que nunca había sido el del Rhin, y los nacionalistas galeses estaban saboteando los acueductos que debían transportar «su» agua a Inglaterra, y la guerra fronteriza en el Pakistán Occidental se estaba prolongando de tal modo que la mayoría de la gente parecía haber olvidado que se trataba en realidad de un río.
Y así.
Casi inmediatamente después de empezar a trabajar, sin embargo, se dio cuenta de que nunca iba a ser capaz de detenerse. Quedaba fuera de toda posibilidad el cubrir el planeta entero. Su compromiso total de doce mil palabras quedaría agotado con el material de América del Norte únicamente.
Entre sus contactos más útiles se hallaba Felice, nacida Jones. Tras pasar más de dos meses a su regreso del wat buscando un nuevo trabajo, finalmente se había resignado a seguir sin empleo y se había casado con un tipo al que conocía desde hacía años. Tenía un trabajo muy poco excitante pero seguro, de modo que ahora ella era capaz de dedicar mucho de su tiempo a actuar como corresponsal honorífica de Peg en la Costa Oeste. Pese a su pasado desacuerdo con los ideales de su hermano, obviamente ahora estaba muy preocupada. Lo que parecía haber hecho variar sus opiniones era el hecho de que su nuevo marido insistía en tener hijos.
Entre las cuestiones hacia las que había llamado la atención de Peg…
¿Por qué había habido una caída tan acusada en la cotización de las acciones de La Fertilidad de las Plantas? En la primavera hubo una demanda tal de sus abejas y gusanos de tierra que se vieron desbordados; incluso habían iniciado un estudio de mercado para determinar si deberían añadir hormigas y mariquitas. (Felice dijo que existía una firma tejana que había acaparado el mercado de icneumónidos, pero Peg aún no había conseguido descubrir para qué servían.) No había habido ningún comentario oficial acerca del declive de la compañía, pero indudablemente alguien de dentro estaba vendiendo sus acciones en enormes cantidades.
¿Había alguna conexión entre los problemas de La Fertilidad de las Plantas y el hecho de que las patatas habían aumentado diez centavos la libra con respecto a los precios de la primavera, y seguían subiendo?
¿Y cómo podían haberse visto tan seriamente afectados los forrajes para el ganado como para provocar el alza de los precios de la carne de lo exorbitante a lo prohibitivo? (Hacía ya años que el ganado no podía pastar al aire libre en todo el país.) ¿O era —como proclamaba el rumor— una oleada de abortos contagiosos que diezmaba los rebaños, y contra la cual los antibióticos eran ineficaces?
Peg pensó: probablemente ambas cosas.
Otra cuestión: ¿Era cierto que Angel City había decidido prescindir de su rama de seguros de vida y liquidar sus bienes y propiedades fuera del Estado debido a que el descenso de las expectativas de vida era tan pronunciado que amenazaba con situarla por debajo de su línea de beneficios?
Del mismo modo: Stephenson Electric Transport era el único fabricante de coches en los Estados Unidos cuyo producto gozaba de la completa aprobación de los trainitas. Estaba a punto de ser absorbida por la colosal Ford. Pero las negociaciones se iban eternizando; ¿era eso debido realmente a la amenaza de la Chrysler de que iban a presentar una demanda de prohibición de su producto amparándose en la Ley del Medio Ambiente, por generar excesivo ozono? (Lo que dejaría el mercado de la combustión limpia completamente abierto a las compañías extranjeras: Hailey, Peugeot que acababa de desarrollar su primer coche a vapor, y los coches japoneses de vapor a freón.)
¿Era cierto que los trainitas querían emprenderla con Puritan, mostrando algunos aspectos no demasiado claros de sus operaciones?
No lo sabía. Y cada día se sentía más asustada ante su incapacidad de descubrirlo.
Por supuesto, existían buenas razones para que las compañías que tenían problemas con los trainitas lucharan con uñas y dientes por mantener sus sucios secretos alejados del público. El gobierno no puede salir siempre fiador de las empresas gigantes con problemas por mala gestión, ni siquiera aunque sean sus propios defensores, gente que despotricaba contra las «injerencias de las Naciones Unidas» y el «socialismo reptante», y que aullaban a plena voz pidiendo ayuda federal cuando se veían en apuros. En vistas a su próxima serie de artículos, había compilado una lista de compañías que eran propiedad del Estado en todo menos en el nombre y que entrarían en bancarrota de la noche a la mañana si el gobierno retiraba alguna vez sus subsidios. Hasta ahora incluía una compañía de productos químicos atrapada por la prohibición de insecticidas «fuertes»; una compañía petrolífera arruinada por la revulsión pública contra los defoliantes; una compañía farmacéutica que se había convertido prácticamente en una subsidiaria de Maya Pura, los productores mejicanos de enorme éxito de los remedios y cosméticos a base de plantas (¡ser comprada por los morenos! ¡Oh, qué vergüenza!); seis importantes fabricantes de ordenadores que habían saturado el mercado con sus costosos productos; e, inevitablemente, varias compañías aéreas.
Y cada día, senadores y congresistas que en público se mostraban inclinados a enrojecer ante la mera mención de control estatal luchaban y se esforzaban entre bastidores para conseguir para sus respectivos Estados los mejores contratos financiados por el gobierno que pudieran arrancar, o suplicaban esgrimiendo que si tal y tal firma que había ido por los suelos por culpa de la incompetencia de sus directores no era ayudada, el índice de desempleo crecería otro punto.
Era como si todo el país se hubiera convertido en una sucursal del Tesoro Público, con doscientos millones de personas peleándose por sus fondos. Ya nadie exhibía la ropa sucia de los demás… ¡eran más bien como termitas, cada una de ellas comiéndose los excrementos de sus predecesores!
Por encima de todo ello, sin embargo, en un cierto sentido al menos, el punto más crucial de todos no era lo que había ocurrido sino lo que la gente temía que pudiera ocurrir. Consideremos el calamitoso descenso en los usuarios del avión, que bajó un 60 por ciento en diez años. Consideremos a ese hombre, Gerry Thorne de Auxilio Mundial, que había arruinado el turismo de Maine hasta Trinidad simplemente dando a la publicidad la muerte de su esposa.