El rebaño ciego (31 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El rebaño ciego
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—¿Qué demonios tiene que ver eso con todo esto?

—Parece como si tuviera que verlo todo con su problema.

AL BORDE DEL MAR MUERTO

El viento era malo hoy. La mascarilla filtro de Hugh estaba gastada, totalmente atascada, y no disponía de setenta y cinco centavos para comprarse otra en un distribuidor al borde de la carretera, y de todos modos la calidad del producto era deplorable, ni siquiera duraban la hora que proclamaban.

Deplorable…

Se rascó la ingle con aire ausente. Ya estaba más o menos acostumbrado a los piojos, por supuesto; parecía que simplemente no había ninguna forma de evitarlos. Para cada mal bajo el sol, o hay un remedio o no hay ninguno. Si hay un remedio intenta encontrarlo, si no lo hay simplemente olvídalo.

Debía haber una infernal cantidad de males hoy en día en el mundo para los que no había ningún remedio. Y además, ¿qué sol? No había visto el sol desde hacía un jodido número de semanas.

De todos modos, hacía calor. Apoyado en el pretil que dominaba el Pacífico, se preguntó a qué debía haberse parecido aquella playa cuando él era un chico. Llena de hermosas muchachas, quizá. Apuestos jóvenes exhibiendo sus musculaturas para impresionar. Ahora…

El agua parecía más bien como aceite. Tenía un color gris oscuro y apenas se movía bajo la brisa. A lo largo del borde de la arena había una burda línea de demarcación formada por basura, principalmente plásticos. Grandes cartelones rezaban: E
S PELIGROSO BAÑARSE EN ESTA PLAYA
.

Debían haber sido puestos el año pasado. Este año no hubiera sido necesario colocarlos. Una vaharada de aquella hediondez, y
buark
.

De todos modos, era bueno sentirse repuesto de nuevo. Aunque las cosas habían ido mal desde su llegada a California. Las diarreas. Todo el mundo sufría de ellas, pero
todo el mundo
. Allá en Berkeley, a lo largo de Telegraph, los había visto tendidos y gimoteando, los fondillos de sus tejanos manchados de marrón, sin que nadie acudiera a ayudarles. Había habido una clínica gratuita, pero también trataba las enfermedades venéreas, y el gobernador había dicho que alentaba la promiscuidad y la había cerrado.

Bien, al menos uno no se moría de aquella diarrea, no con más de seis meses de edad. Carl había encontrado un trabajo de media jornada durante un par de semanas tras su llegada, montando ataúdes baratos para bebés; el dinero en efectivo había sido útil.

Aunque a veces la diarrea te hacía
desear
morir.

¿Dónde infiernos estaba Carl, de todos modos? El aire era caliente y áspero, y se había ido a buscar unas cocas a una máquina distribuidora. Se estaba tomando su tiempo. El bastardo. Probablemente había recogido a alguien.

Se alojaban en casa de una chica llamada Kitty, que había esparcido media docena de colchones por el suelo y no se preocupaba realmente de saber quién los ocupaba, con quién ni de qué sexo. Ella y Carl habían tenido suerte y habían escapado a la diarrea, y lo que traían como fruto de trabajar, mendigar y prostituirse servía para alimentar a los demás. Cuando Hugh se recuperara, se había prometido a sí mismo, iba a salir a buscar un trabajo decente. Recogida de basura, por ejemplo. Limpieza de playas. Algo constructivo, de todos modos.

Sin señales todavía del regreso de Carl. Pero, arrastrado por el viento hacia él, un periódico, casi intacto y demasiado pesado como para que la brisa lo moviera más de unos pocos centímetros a cada soplo. Le puso un pie encima y lo recogió. ¡Oh, estupendo! ¡Un ejemplar de
Tupamaro USA
!

Apoyándose contra la pared, lo puso en orden con la primera página por delante, y al momento un nombre saltó a su vista: Bamberley. No Jacob, Roland. Algo acerca de purificadores de agua japoneses. Hugh miró por encima de su hombro al asqueroso océano y se echó a reír.

Pero había otras cosas más interesantes. Los trainitas en Washington habían erigido una catapulta, al estilo romano, y habían bombardeado la Casa Blanca con bolsas de papel llenas de pulgas… hey, fabuloso, me hubiera gustado estar ahí. Y un artículo sobre Puritan, diciendo que su comida no era en absoluto mejor, era más cara debida simplemente a toda su publicidad…

—¡Hugh!

Alzó la vista y allí llegaba Carl, y Carl no estaba solo. Por un instante se sintió celoso. Nunca hubiera imaginado que pudiera sentirse así. Pero había ocurrido, y Carl era un buen tipo, y… Bien, al menos el hecho de tener a Kitty a su alrededor le permitía mantenerlo sujeto por… esto… por la manga.

—¡Hey, tienes que conocer a este amigo! —dijo Carl, radiante, mientras le tendía la botella de coca con una paja metida en el gollete—. Hugh Pettingill, ¡Austin Train!

¿Austin Train?

Hugh se sintió tan sorprendido que dejó caer el periódico y casi dejó caer la botella de coca al mismo tiempo, pero se recuperó y estrechó la mano tendida por el corpulento desconocido con una camisa roja ajada y unos tejanos descoloridos, que sonrió dejando al descubierto una hilera de dientes oscurecidos por el khat.

—Carl dice que os conocisteis en el wat de Denver.

—Oh… sí, así fue.

—¿Qué piensas de ellos?

—Llenos de viento —terció Carl—. ¿No es cierto, Hugh, pequeño?

No parecía correcto denigrar a un grupo de trainitas ante el propio Train, pero tras un momento Hugh asintió. Era cierto, de modo que ¿de qué serviría pretender lo contrario?

—Completamente cierto —dijo Train—. Todo charloteo y contemplación. Ninguna acción. Aquí abajo en California las cosas no son lo mismo ahora. Os alojáis en Berkeley, ¿no? Así que habéis visto Telegraph.

Hugh asintió de nuevo. De punta a punta, y hasta el final de la mayoría de las calles que lo cruzaban, estaba marcado con las huellas de las manifestaciones trainitas. Calaveras y tibias lo miraban a uno desde todas las partes.

Como las del pecho de este tipo. No un tatuaje sino una calco, visible cuando metió una mano bajo su camisa para rascarse su densa mata de vello.

—Carl dice que dejaste al wat porque deseabas acción —prosiguió Train, avanzando para sentarse en el parapeto al lado de Hugh. Sobre sus cabezas había un fuerte ruido zumbante, y los tres alzaron la mirada, pero el avión no era visible a través de la bruma.

—Bien, hay que hacer algo —murmuró Hugh—. Y las manifestaciones no son suficiente. No han evitado que el mundo siga hundiéndose cada día más en la mierda.

—Condenadamente cierto —asintió el hombre fornido. Por primera vez Hugh se dio cuenta de que había un bulto —no músculos— bajo la manga de su camisa, y sin pensar lo tocó.

El hombre apartó el brazo con una mueca.

—¡Cuidado! Aún está tierno.

—¿Qué ocurrió? —Había reconocido la blandura: algodón absorbente y un vendaje.

—Me quemé. —Con un alzarse de hombros—. Preparando algo de napalm con vaselina y otras cosas. Pienso que deberíamos seguir el ejemplo de los tupas. Por cierto, ¿oísteis que agarraron a ese mejicano que organizó los raids sobre San Diego?

Hugh sintió un estremecimiento de excitación. Aquélla era la forma de hablar por la que había estado suspirando: palabras prácticas, con una finalidad definida a la vista. Dijo:

—Sí. Una hedionda patrulla de guardapesca, ¿no?

—Exacto. Pretendieron que estaba pescando en aguas ilegales. Descubrieron esos globos alineados en cubierta, listos para ser lanzados.

—Pero como le estaba diciendo precisamente a Austin —intervino Carl—, nosotros estamos aquí en el mismo país con los hijos de madre. No necesitamos golpear al azar desde lejos. Podemos elegir e identificar a los individuos culpables, ¿no?

—Sólo que no lo hacemos —restalló Train—. Quiero decir, como ese tipo Bamberley.

—Mierda, ya ha tenido bastantes problemas —dijo Hugh con un alzarse de hombros—. Cerraron su factoría hidropónica, y…

—¡No Jacob! ¡Roland! —Train señaló con la punta del pie el periódico que Hugh había dejado caer—. Listo para hacer una maldita fortuna con esos filtros Mitsuyama. ¡Antes de que él y los de su clase empezaran a trabajarse el planeta, cuando tenías sed lo único que necesitabas era inclinarte sobre el riachuelo más próximo!

—Exacto —admitió Hugh—. Ahora ellos han utilizado los riachuelos como cloacas, ¿y qué ocurre? Millones de personas están tiradas por ahí, gimiendo, yéndose en diarrea.

—Eso es —aprobó Train—. Tenemos que detenerlos. Infiernos, ¿no habéis oído esto? Ha habido alguna plaga en las cosechas en Idaho, gusanos de algún tipo, ¡y están solicitando que se les permita recurrir a los antiguos venenos, como el DDT!

—¡Mierda, no! —dijo Hugh, y sintió que sus mejillas palidecían.

—Es un hecho. ¿Acaso no hay formas mejores de manejar el asunto? Seguro que sí. Como en China, donde no tienen problemas con las moscas. Ves una mosca, le das una palmada, la aplastas, y así muy pronto… ninguna mosca.

—A mí me gusta el sistema que utilizan en Cuba —dijo Carl—. Para evitar las plagas en la caña de azúcar. Plantan algo entre los surcos que a los bichos les guste más, y luego lo arrancan y lo convierten en abono, con bichos y todo.

—¡Correcto! ¡Correcto! Aquí, en vez de eso, se cagan en el agua hasta que resulta peligroso beberla, y luego se forran vendiéndonos artilugios para purificarla de nuevo. ¿Por qué no se les puede obligar a que limpien su propia mierda?

—¿Sabes lo que me gustaría hacer? —exclamó Carl—. ¡Me gustaría remojar a esos hijos de madre en su propia mierda hasta que se volvieran marrones!

—Todos estamos metidos en esto ahora —dijo Train sombríamente—. Marrones, blancos, negros, rojos, amarillos… todos hemos sido jodidos a más no poder, y tenemos que ayudarnos los unos a los otros si no queremos hundirnos hasta el fondo.

—¡Seguro, pero tú conoces a esos bastardos! ¡Cuanto más oscuro eres, más te joden! Como la bomba atómica. ¿La echaron acaso contra los alemanes? Mierda, no… los alemanes son blancos como ellos. De modo que la arrojaron sobre los hombrecitos amarillos. Y cuando luego se dieron cuenta de que había hombres negros que se erguían sobre sus patas traseras y se atrevían a plantarles cara, unieron sus fuerzas con los amarillos porque eran un poco más pálidos y por lo tanto debían ser tan buenos como ellos para acabar de ensuciar su entorno. ¿Verdad o mentira?

—¿Intentas hacer que me sienta avergonzado por ser blanco, pequeño? —restalló Hugh.

—Mierda, claro que no. —Carl pasó su brazo en torno a la cintura de Hugh—. ¿Pero acaso enviaron esa comida envenenada a un país blanco, pequeño? Infiernos, no… la enviaron a África y cuando descubrieron que funcionaba la enviaron a los indios en Honduras, y tuvieron la excusa que andaban buscando para entrar allí con sus armas y con sus bombas y con su napalm y con toda esa mierda.

Hubo una larga pausa llena de gestos de asentimiento.

Finalmente Train se agitó, rebuscando una pluma en sus bolsillos.

—Bien, tengo que irme… esa chica con quien estoy me ha prometido una cena para esta noche. Pero tengo la impresión de que hablamos el mismo lenguaje, y yo estoy trabajando en una especie de plan que es probable que os guste. Os dejaré un número donde podáis localizarme.

Hugh se inclinó sobre el abandonado periódico y rasgo un trozo de su margen para que Train escribiera en él.

JUNIO
UNA VISIÓN AUN EXTREMADAMENTE ATRACTIVA

Hay una mujer pagana ahí en Malaca

Con un nombre horriblemente impío.

En cuanto a negra, más negra no puede ser…

¡Pero respondía de todos modos cuando la llamaban «Jill»!

Bien, un hombre tan lejos de casa puede sentirse nostálgico,

Y echar en falta amigos y familia y todo eso.

Ella no era «mi dulce mi sola mi única»…

¡Pero había tantos otros que habían hecho lo mismo!

No estoy enrojeciendo o buscando excusas,

Y no creo que a ella le gustara aquello, porque

Cuando paró de lamentarse sobre sus moretones

Lo cierto era que yo

Había destruido su horrible ídolo

Y le había enseñado el respeto al fusil…

Sí, la monté a la silla y a la brida,

¡Y le dejé un hijo de inglés!

—«Canciones de alta mar», 1905

EL TIEMPO DE LA MÁQUINA DE VAPOR

Aunque el sol se mostraba tan solo como una brillante mancha en medio de un pálido gris, era un día soleado en la vida de Philip Mason. Contra todo pronóstico las cosas estaban saliendo bien. ¡Su desgracia se había convertido en una bendición!

Habían conseguido su exclusiva. Tenían ya el primer envío de mil unidades. Su primer anuncio en las estaciones locales de televisión —mostrando a Pete Goddard, que hizo un buen trabajo considerando que no tenía ninguna experiencia como actor— había reportado seiscientas solicitudes en el correo del lunes por la mañana.

Haciendo una pausa en la tarea de separar los pedidos en serios y frívolos —la mayoría de los últimos insultantes, por supuesto, y procedentes de anónimos trainitas—, echó un vistazo a la tienda de ropas que estaba en la esquina junto al local de Empresas Prosser. Un hombre con un mono de trabajo estaba borrando un slogan que había sido pintado en su escaparate principal durante el fin de semana; aún podía leerse: LA PODREDUMBRE ES NATU. La calavera y las tibias que lo acompañaban ya habían desaparecido.

Estaban realizando una campaña de una semana de fibras artificiales. Los trainitas se oponían al orlon, nylon, dacron, a cualquier cosa que no procediera de una planta o de un animal.

¡Ja! A ninguno de ellos les importa si una oveja coge frío, pensó cínicamente, mientras ellos estén bien abrigados… Y hablando de fríos… Se secó sus lloriqueantes ojos con un tisú, y lo empapó sonándose ruidosamente.

La puerta de su oficina se abrió. Era Alan.

—¡Hey! —exclamó Philip—. Pensé que ibas a quedarte en casa hoy. Dorothy dijo que tú…

Alan hizo una mueca.

—Sí, he pillado de nuevo la diarrea. Pero supe las buenas noticias y pensé que no podía perdérmelas. —Miró al montón de correspondencia en el escritorio de Philip.

—¡Cristo, realmente hay seiscientas!

—Y cinco —dijo Philip con una sonrisa.

—Nunca lo hubiera creído. —Agitó la cabeza y se dejó caer en una silla—. Bien, supongo que Doug tenía razón, ¿eh?

—¿Acerca de que la enteritis se pondría de nuestro lado? Lo encontré de mal gusto.

—No dejes que esto te impida aprender —dijo Alan—. ¿Sabes qué es lo que me gusta de mi trabajo Phil? Hablan durante todo el tiempo del hombre de negocios, del promotor, como si fuera un «enemigo de la humanidad» y toda esa mierda, ¡y es una mierda! Quiero decir, si alguien tiene una razón para odiar a la sociedad y desear que se vaya al infierno, ese debería ser yo, ¿no? —Alzó su mano con la cicatriz de la bala—. Pero no es así. Agarré mi oportunidad de llenarme los bolsillos, lo cual parece que está ocurriendo, y ¿debo sentirme avergonzado por la forma en que lo he hecho? Creo que no. Estoy ofreciéndole a la gente un producto que realmente desea, realmente necesita, y en el proceso estoy creando empleo para gente que de otro modo estaría en paro. ¿Verdad o mentira?

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