Más tarde, cuando estuvieron solos, el señor Bamberley le reprochó a Maud:
—Bien, ¿qué querías que hiciera con los chicos… que los encerrara como hace Roland con Hector, de modo que no supieran qué es la porquería cuando la vieran?
Como la mayoría de los modernos bloques de apartamentos de alto standing, el edificio donde vivían los Mason estaba protegido por una puerta deslizante de acero, cristales a prueba de balas, y un hombre armado día y noche. Doug McNeil presentó sus documentos de identidad al suspicaz negro que permanecía sentado en la cabina antigás hoy. Era sábado, lo cual probablemente explicaba el por qué no había visto al guardia antes. Con el creciente aumento del coste de la vida, cada vez había más gente realizando ese tipo de trabajos por la noche o los fines de semana.
—¿Haciendo una visita domiciliaria en sábado? —dijo el guardia, incrédulo.
—¿Por qué no? —dijo fríamente Doug—. ¡Hay un chico enfermo ahí arriba!
—Está bien, está bien —dijo el guardia, agitando su masiva cabeza orlada con una barba grisácea. Abrió la reja. Doug había recorrido la mitad del camino hacia el ascensor cuando el hombre le llamó tras él:
—¡Oiga, doc!
Giró la vista.
—Doc, ¿toma usted… esto… pacientes de color?
—Claro, ¿por qué no?
—Bueno, doc… —Saliendo tímidamente de su cabina, como si tuviera miedo de recibir una reprimenda. Era mucho más viejo de lo que parecía a primera vista, se dio cuenta Doug; bien conservado, pero probablemente por encima de los sesenta—. Es mi mujer. Nada que pueda verse al primer momento, ya sabe usted lo que quiero decir, pero tiene constantemente esos accesos como de debilidad, así que, si no cuesta demasiado dinero…
Terminó con una nota más alta, esperanzada.
Doug intentó no suspirar. Podía hacer su diagnóstico sin ver a la mujer: alimentación pobre conduciendo a una mal nutrición subclínica, agua pobre conduciendo a trastornos intestinales leves pero recurrentes, debilidad general y todo lo demás. Pero dijo:
—Bueno, estoy en el listín telefónico. Douglas McNeil.
—¡Gracias, señor! ¡Un millón de gracias!
Aún se sentía trastornado por el encuentro cuando penetró en el apartamento de los Mason. Denise estaba tan impaciente por recibirle que ya había abierto todos los cerrojos, dejando la puerta sólo con una simple cadena de seguridad, y olvidó volver a ponerla en sus prisas por acompañarle al interior.
—¡Doug, gracias a Dios que has venido! ¡He tenido que cambiarle a Harold la cama dos veces desde que te llamé!
La siguió resignadamente, y era lo que esperaba. Tres minutos, y tenía escrita ya su receta, un duplicado de… ¿cuántas?… quizá noventa en la última semana. Lavándose las manos, recitó las advertencias habituales relativas a la dieta y a no preocuparse por los leves retortijones de estómago.
En cuyo momento apareció Philip y preguntó el veredicto.
—No es nada serio —dijo Doug, volviendo a colocar la toalla en su anilla.
—¡Nada serio! Doug, han tenido que cerrar escuelas por toda la ciudad, y todos los niños en este edificio parecen haberlo atrapado, y muchos adultos también, y…
—Y los bebés a veces no se recuperan —restalló Doug—. ¡Lo sé!
Se dominó.
—Lo siento —añadió, pasándose una cansada mano por los ojos—. Esta es mi sexta llamada hoy por lo mismo, ¿sabes? Estoy hecho polvo.
—Sí, lo entiendo. —Philip pareció querer disculparse—. Sólo que cuando se trata de tus propios chicos…
—Los tuyos ya no son bebés —hizo notar Doug—. Se encontrarán bien en unos pocos días.
—Sí, pero… Oh, estoy portándome como un estúpido. ¿Tienes tiempo para una copa? Hay una gente aquí que me gustaría que conocieras.
—Creo que la necesito —dijo Doug haciendo una mueca, y le siguió.
En la sala de estar: una chica regordeta, guapa, negra, de tez clara, sentada tímidamente al borde de un sillón, y cerca de ella un hombre mucho más oscuro sentado con la característica rigidez que Doug atribuyó instantáneamente a un corsé torácico. Su rostro le era vagamente familiar, y cuando Philip hizo las presentaciones recordó dónde lo había visto.
—¡Señor Goddard! ¡Me alegra conocerle, me alegra mucho! —Y a Denise, que le tendía su habitual vodka con limón—: Oh, gracias.
—¿Están bien sus niños, señora Mason? —preguntó la chica.
—Doug dice que estarán bien en unos pocos días.
—¿Es eso, esa… epidemia? —preguntó Pete—. Yo tuve un amago la semana pasada. Lo cual me trajo, esto… algunos problemas. —Una sonrisa cohibida—. Aún no me muevo bastante aprisa, ya saben.
Doug sonrió, pero era una sonrisa forzada. Dejándose caer en un sillón, dijo:
—Oh… Básicamente es una variedad anormal de colibacilo. Una bacteria que por lo general vive tranquilamente en el intestino. Pero las variedades son distintas de un lugar a otro, y algunas resultan alteradas por la exposición a antibióticos y cosas así, y de este modo surge la diarrea. Es lo mismo realmente que el turismo, o como lo llaman en Inglaterra el «Delhi belly». Pero uno siempre termina acomodándose a la nueva variedad. Más pronto o más tarde.
—Pero los bebés… —Era Jeannie, vacilante.
—Bueno, sí, son vulnerables. Se deshidratan, ya saben, y además los alimentos pasan tan rápido a través de su sistema que… bien, ya se lo imaginan.
Pete asintió.
—¿Pero por qué se ha extendido tanto en este preciso momento? Está pasando en todo el país, según las noticias de esta mañana.
—Alguien me dijo que había sido provocado deliberadamente —aventuró Jeannie.
—¡Oh, vamos! —Doug lanzó un bufido y dio un sorbo a su bebida—. ¡Uno no necesita inventarse agentes enemigos para explicarlo, por Dios! No soy experto en salud pública, pero imagino que se trata de un simple círculo vicioso. Ya saben que estamos al límite de nuestros recursos de agua, ¿no?
—No necesitas decírmelo —suspiró Denise—. Precisamente acabamos de recibir una nota de no beber agua del grifo. De hecho, sospecho que por culpa de eso pillaron los chicos el bicho. Están tan orgullosos de llegar hasta la fregadera y servirse ellos mismos un vaso de agua… Perdón, sigue.
—Bueno, tú misma puedes imaginarlo. Con ocho o diez millones de personas…
—¿Ocho o diez
millones
? —se sobresaltó Philip.
—Eso es lo que dicen, y puede que no hayamos llegado aún a la parte más alta de la curva. Bien, obviamente, con tanta gente tirando de la cadena diez, quince, veinte veces al día, estamos utilizando mucha más agua de la habitual, y al menos la mitad de este país utiliza aguas recicladas de otros lugares.
Abrió las manos.
—Y así están las cosas. Un círculo vicioso. Probablemente durara todo el verano.
—Dios santo —dijo Philip.
—¿De qué te preocupas? —dijo Doug amargamente—. Tú y Alan tenéis vuestra concesión del nuevo purificador de agua, ¿no?
Philip frunció el ceño.
—Es el chiste más negro que he oído en mi vida. De todos modos, creo que tienes razón… mirándolo desde el lado optimista. Y es un consuelo ser uno de los pocos que pueden ver las cosas por el lado optimista… ¡Por cierto, Pete!
—¿No le dijo Alan que iba a recomendarle a Doug?
—¿Es usted también amigo de Alan? —intervino Doug.
—Seguro —asintió Pete—. Voy a trabajar para él.
—¡Oh, ha sido algo formidable! —exclamó Jeannie—. Nos ha encontrado un apartamento y todo lo necesario. Por eso hemos venido hoy a Denver, para verlo, y es estupendo.
—No es como tener una casa —dijo Pete—. Pero… —Consiguió alzarse de hombros pese a su corsé torácico.
Jeannie lo miró frunciendo el ceño. Tras un momento añadió:
—Sin embargo, hay una cosa que no le he preguntado, señora Mason…
—¡Denise, por favor!
—Oh… seguro, Denise. ¿Tiene usted muchos problemas con las ratas?
—No, ¿por qué?
—En este momento son una plaga en Towerhill Yo misma fui mordida por una. Y el otro día… —su voz se desvaneció.
—¿Qué? —la animó Philip.
—Mataron a un bebé —gruñó Pete—. Lo devoraron.
Hubo una pausa. Finalmente, Doug apuró su vaso y se alzó.
—Bueno, no sé de ninguna plaga de ratas en Denver —dijo—. Pero imagino que tal vez tengan problemas con los piojos y las pulgas. Casi la mitad de las casas que visito los tienen actualmente. Resistentes, por supuesto.
—¿Incluso a los productos… esto… fuertes? —dijo Philip, utilizando el eufemismo habitual para «ilegales».
—Oh, especialmente esos —dijo Doug, sonriendo sin el menor humor—. Son los supervivientes. Han sobrevivido a lo peor que podíamos echarles, y vienen para reírse de nosotros. Lo único que puede acabar ahora con ellos es un golpe directo con un ladrillo, y no estoy ni siquiera seguro de ello… Bien, gracias por la copa. Será mejor que siga mi ronda.
Se sintió divertido al darse cuenta, mientras se marchaba, de que todos hacían esfuerzos por no rascarse.
Pero no lo encontró tan divertido cuando un picor psicosomático se apoderó de él mientras bajaba en el ascensor.
…oficialmente atribuido a los efectos debilitantes de la enteritis entre las tropas recientemente llegadas a ese país. Esto señala el mayor avance territorial de los tupamaros desde que se inició el levantamiento. No se ha podido obtener ningún comentario de la batalla por parte del presidente esta mañana, debido a su indisposición. La epidemia continúa extendiéndose por todos los Estados excepto Alaska y Hawaii, y muchas grandes compañías están trabajando con efectivos esqueléticos de personal. Los servicios públicos se han visto fuertemente afectados, especialmente la limpieza y la recogida de basuras. Los servicios de metros y autobuses en Nueva York han sido recortados drásticamente, en algunas líneas hasta a uno por hora, mientras que el jefe de policía de Nueva Orleans prevé una oleada de criminalidad sin precedentes aprovechando la baja de más de la mitad de sus efectivos. Esta mañana, las manifestaciones trainitas…
—Esas patatas se ven tan blandas como yo —dijo Peg, intentando hacer un chiste mientras depositaba el cubo de abono que había traído para esparcir entre las enfermizas plantas. Era su primer día de trabajo tras su reciente acceso de enteritis, y aún se sentía débil y con la cabeza dándole vueltas, pero ya no podía soportar el seguir sentada sin hacer nada.
—Sí, imagino que lo que más necesitan es un poco de sol —dijo Zena con aire ausente. Enrollándose las mangas frunció el ceño hacia la gran nube gris que ocultaba allá muy alto todo el cielo.
Peg oyó las palabras y experimentó un atisbo de iluminación: una especie de rápida proyección astral. Tuvo la impresión, en un destello, de estarse mirando a sí misma, viéndose no sólo en el espejo sino también en el tiempo.
Luego pasó, y estaba mirando de nuevo a las familiares montañas que rodeaban el wat, y los curiosos techos irregulares de los edificios que eran en sí mismos como montañas un domo junto a una pirámide y junto a un cubo. Uno de los arquitectos de la comunidad había estudiado en Inglaterra bajo Albarn.
—Peg, querida, ¿te encuentras bien? —preguntó Zena.
—Oh, sí —insistió Peg. Se había tambaleado un poco sin darse cuenta de ello.
—Bueno, no quieras hacer más de la cuenta, ¿oyes? Descansa tanto como lo necesites.
—Sí, por supuesto —murmuró Peg, y tomó su azada y empezó a hacer lo que le habían enseñado: un pequeño hoyo cerca de cada una de las enfermizas plantas, luego echar un puñado de abono, luego volver a taparlo. Después lo regarían bien para que el fertilizante penetrara.
Antes de haber terminado el primer agujero, sin embargo, oyó una seca exclamación de Zena, y miró a su alrededor para descubrir, con un estremecimiento de náusea, que estaba sujetando entre sus dedos algo delgado que se retorcía.
—¡Hey, mira esto! —gritó Zena.
Peg obedeció, reluctante, y tras un momento no pudo pensar en nada mejor que decir que:
—Tiene un extraño color para un gusano. Normalmente, ¿no son rosados? —Aquella cosa tenía un color lívido, más bien azulado, como si estuviera atiborrado de sangre venosa.
—Sí —murmuró Zena—. Me pregunto si habrá sido afectado por alguna clase de veneno, como las patatas, o si… —Utilizó la azada con una mano para dejar al descubierto las raíces de la planta más cercana.
—Bien, ahí está nuestra respuesta —dijo sobriamente. Los tubérculos, que por aquel entonces deberían tener ya un buen tamaño, tenían tan sólo cuatro o cinco centímetros de diámetro, y estaban acribillados de agujeros. Y cada agujero estaba rodeado por una mancha de podredumbre negruzca.
—Eso es lo que está arruinando toda la cosecha… —Zena se giró lentamente, observando el gran campo que habían sembrado de patatas el pasado otoño. Habíamos dado por sentado que se trataba de… bien, de algo en la lluvia, o en el suelo. Como siempre suele suceder.
Sí. Como siempre suele suceder.
Y entonces, contemplando al retorciente animalillo, Peg tuvo una horrible sospecha.
—¡Zena! Eso… Oh, no. Eran de diferente color.
—¿Qué?
—Aquella lata de gusanos que trajo Felice. Por un momento pensé… —Peg agitó la cabeza—. Pero los vimos en la tienda, y eran rosados.
—Y venían de La Fertilidad de las Plantas —dijo Zena—. Hemos tenido insectos suyos antes. De hecho, nuestras abejas son suyas. —Había una docena de panales alrededor del wat—. Así que… De todos modos seguro que no tenemos suficiente extracto de ajo como para tratar un área de este tamaño. Imagino que todo lo que podemos hacer es llamar al Instituto Estatal de Agricultura y ver si hay algo que podamos plantar entre los surcos para atraer a estos bichos. Ven, volvamos. No hay nada que hacer aquí.
—¡Zena! —dijo Peg bruscamente.
—¿Sí?
—Creo que voy a irme. —¿Cómo explicarle aquel destello de iluminación que había tenido hacía un momento? Se había visto a sí misma como en el papel de pasajero en la corriente del tiempo. Durante semanas se había sentido satisfecha dejando que el wat la aislara, porque la vida allí era tan simple y armoniosa. Sin embargo, mientras tanto, ahí fuera estaban ocurriendo cosas terribles. Como lo que le había traído a ella hasta allí. Como muerte y destrucción. Como veneno en la lluvia que mataba tus cosechas.
—Lo estaba esperando —dijo Zena—. Esta no es tu forma de vida, ¿verdad? Necesitas competición, y nosotros no la tenemos aquí.