—¿Es el segundo o el tercero que vemos hoy? —preguntó Greenbriar.
—El tercero. Debe ser una buena estación para la pesca… Imagino que habrá quitado de la cabeza a su prima la idea de mudarse.
—Oh, vengo haciéndolo desde el terremoto de Los Angeles del 71, pero por supuesto por aquel entonces hubiera tenido que vender su casa a un precio tan bajo… Pero ahora creo que finalmente se ha decidido.
—Hablando de pérdidas —murmuró Thorne—, ¿tenía usted acciones de Angel City?
Greenbriar se limitó a esbozar una lúgubre sonrisa.
—Yo también. Y su valor ha ido a parar al sótano. Las cambié a acciones de Puritan, pero pese a todo he perdido un montón.
—Si quiere saber mi opinión —dijo Greenbriar—, será mejor que se desprenda también de las Puritan.
—¿Por qué? Pertenecen al Sindicato, ¿no? Lo cual las hace de lo más sólido que hay en el mercado.
—Oh, seguro, cualquier cosa que maneje el Sindicato se convierte en oro. Pero… —Greenbriar bajó la voz—. He oído rumores. Quizá sólo sean fantasías, por supuesto. Pero de todos modos…
—¿De qué se trata?
—Los trainitas van tras ellos.
—¡Imposible! —Thorne se envaró en su silla—. ¡Pero los trainitas están de su lado, siempre lo han estado!
—Entonces, ¿por qué están llevando a cabo análisis masivos de todos los productos Puritan?
—¿Quién dice que lo hacen? Y aunque lo hagan, ¿eso qué significa? Ya sabe lo paranoicos que se muestran respecto a lo que comen.
—¿Lo bastante paranoicos como para contratar a Lucas Quarrey, de la Universidad de Columbia?
Thorne se lo quedó mirando.
—Es un hecho —dijo Greenbriar—. Conozco a alguien que le conoce; de hecho ha efectuado ya algunos trabajos de poca importancia por cuenta del Trust, aquí y allá. Aparentemente fue contactado discretamente el otro día, y le preguntaron si querría coordinar ese proyecto que los propios químicos de los trainitas han iniciado.
Thorne abrió su boca en O.
—Eso significa un cambio de rumbo por su parte, ¿no? ¿Pero qué esperan ganar atacando a la única compañía que se dedica exclusivamente a los alimentos orgánicos? Sin tener en cuenta que el Sindicato se les va a echar encima, por supuesto.
—Mi opinión es que intentan hacer que bajen los precios. Quizá recopilando datos sobre el mayor número posible de sus errores… en un negocio de esa envergadura, es inevitable que se cuelen algunos productos aquí y allá cuya calidad no sea tan buena como proclama su publicidad… y utilizar esos datos como una pistola apuntando a la cabeza de la compañía.
Thorne se frotó la barbilla.
—Sí, eso encaja. Recuerdo un artículo de Train en el cual atacaba violentamente a la gente que se aprovechaba de la preocupación del público por la dieta. Pero me pregunto quién puede haber detrás de todo eso… no creo que sea el propio Train, por supuesto.
—No puede serlo. Train está muerto. Se suicidó. Lo sé de muy buena fuente. Nunca llegó a recuperarse de su depresión, ya sabe. Pero supongo que podría ser uno de esos individuos que han tomado su nombre. —Greenbriar echó la cabeza hacia atrás y aspiró ruidosamente—. ¡Hey, la primavera ha llegado realmente!
—¿Qué? —Desconcertado, tanto por la incongruencia de la observación como por el hecho de que allí en las Islas Vírgenes la lujuriante vegetación dominaba durante todo el año.
Greenbriar se echó a reír.
—Huela un poco. ¡Violetas!
Thorne obedeció: ¡hummfff, hummfff!
—Tiene razón —dijo sorprendido—. Pero un olor tan fuerte no puede proceder de las flores, ¿no cree?
—Creo que no. ¡Hummm! ¡Muy extraño! ¿De qué lado viene el viento ahora? Oh, sí, procede todavía del mar. —Miró hacia la playa, donde Elly y Nancy estaban chapoteando en los bajos fondos, obviamente disponiéndose a regresar a la casa.
Bien, el mundo estaba lleno de misterios. Thorne se alzó de hombros.
—Parece que no van a tardar en venir a comer —dijo—. Iré a decir…
Fue interrumpido por un grito.
Tanto él como Greenbriar saltaron de sus sillas. Allá abajo en el agua Nancy estaba debatiéndose desesperadamente, y Elly, que se había distanciado un poco de ella, regresaba a toda prisa para ayudarla.
—¡Rápido! —restalló Thorne, dejando su vaso en la mesa que halló más cerca y echando a correr escaleras abajo hacia la orilla. Se metió directamente en el agua mientras Elly intentaba poner a Nancy sobre sus pies.
El olor a violetas era increíblemente fuerte.
—¡Cui…dado! —se atragantó Nancy, y sujetando a Elly por los hombros con un brazo señaló hacia un objeto que apenas se veía emergiendo del agua. Sin forma definida lleno de incrustaciones, hubiera podido ser tomado por una roca. Pero algo amarillento se estaba dispersando a partir de una estrecha fisura en uno de sus extremos.
Thorne miró horrorizado a su esposa. Los ojos de la mujer estaban desorbitados, hinchándose literalmente mientras él la miraba, convirtiendo toda la parte superior de su rostro en una horrible masa abotagada. También sus labios se iban recubriendo de pústulas, y sus hombros, y su pecho.
—¡Moses! ¡Telefonee a un médico! —gritó—. ¡Qué envíen un helicóptero ambulancia!
El hombre gordo se dio la vuelta y entró precipitadamente en la casa, y en el mismo momento Nancy se dobló en dos, vomitando, y luego se desvaneció.
Ayudado por uno de sus criados indígenas que había aparecido en respuesta a los frenéticos gritos de Greenbriar Thorne y Elly llevaron a la mujer como pudieron a la casa la tendieron en un sofá, fueron a la cocina en busca de agua limpia, una pomada sedante, el botiquín de primeros auxilios.
—Envían inmediatamente una ambulancia con un médico —jadeó Greenbriar, regresando apresuradamente del teléfono—. ¿Pero qué puede haberle ocurrido? ¿Una medusa?
—¡Maldita sea, no! —Pero por supuesto el otro no había descendido como él a la playa, no había visto el tambor, o el barril, o lo que fuera, medio enterrado en la arena—. ¿Han dicho lo que teníamos que hacer mientras tanto? —preguntó Thorne.
—Yo… —Greenbriar se llevó una mano a la boca en un gesto absurdamente infantil—. No lo pregunté.
—¡Idiota! —El pánico había hecho perder la cabeza a Thorne—. Vuelve a llamar inmediatamente y…
Pero Greenbriar ya estaba corriendo hacia el teléfono de nuevo.
—¿Qué demonios
puede
ser eso? —estaba murmurando Elly.
—Lewisita —dijo el doctor cuando terminó de administrar el oxígeno de emergencia. No sólo el doctor, sino también una enfermera y un sargento de la policía habían venido con el helicóptero.
—¿Qué es eso? —preguntó Thorne, desconcertado.
—Un gas venenoso.
—
¿Qué?
—Sí, el olor a violetas es inconfundible. He visto dos o tres casos como éste… no aquí, sino en Florida, donde vivía antes. Es un compuesto del arsénico inventado durante la Primera Guerra Mundial. No hubo ocasión de utilizarlo, así que lo echaron al océano. Lo que ocurrió en Florida fue que arrojaron un cargamento en el Cañón de Hatteras, y uno de esos nuevos barcos de pesca de profundidad subió varios de los contenedores a la superficie. No tenían idea de qué era lo que habían pescado tras sesenta años estaban totalmente incrustados de moluscos y todo tipo de cosas, evidentemente, de modo que rompieron uno de los barriles creyendo que su contenido podía tener algún valor. Cuando se dieron cuenta de que era peligroso, simplemente los volvieron a tirar por la borda, pero por aquel entonces estaban ya en aguas poco profundas y algunos de los barriles se reventaron contra el fondo rocoso. Varios de ellos fueron a parar a la orilla.
—Nunca oí hablar de ello —murmuró Thorne.
—¿Acaso esperaba otra cosa? Aquello hubiera arruinado el turismo de invierno en aquellas costas… el poco que queda ya. Yo me fui de allí porque deseaba playas limpias para mis chicos, no porque Florida fuera un lugar tan saludable que no tuviera bastantes pacientes. —Con una sonrisa irónica, se giró para examinar de nuevo a Nancy; el oxígeno había hecho su efecto, y estaba respirando más fácilmente.
—Creo que ya podemos trasladarla —dijo—. No se preocupe demasiado. Puede que no queden señales permanentes. Aunque por supuesto si ha inhalado o tragado algo de él…
Bien, ya veremos.
—Esta vez —dijo Thorne, como si no hubiera estado escuchando— la noticia se difundirá. Yo haré que se difunda.
…alegando, cito, connivencia con un país enemigo. Fin de la cita. Se pretende que intentó obtener datos de la polución del aire de fuentes cubanas. Protestando contra este arresto, unos doscientos estudiantes de la Universidad de Columbia se unieron a aproximadamente un millar de trainitas en una manifestación que la policía dispersó con gases lacrimógenos. Fueron señaladas ochenta y ocho hospitalizaciones, pero ninguna muerte. Al pedírsele que comentara estos sucesos inmediatamente antes de su partida hacia Hollywood, donde presidirá de nuevo la ceremonia de entrega de los Oscar, Prexy dijo, cito, Si es el tipo que proclama que estamos agotando nuestro oxígeno, díganle que yo no siento ninguna dificultad en respirar. Fin de la cita. Hoy se han producido de nuevo violentas luchas en la provincia de Guanagua, donde las fuerzas gubernamentales hondureñas, apoyadas por una cobertura aérea americana…
Hugh Pettingill no hubiera sabido decir exactamente lo que esperaba encontrar en el wat. Al cabo de muy poco tiempo, sin embargo, tuvo la certeza de que, fuera lo que fuese no iba a encontrarlo allí. Día tras día recorría el lugar, observando fundirse la nieve y llegar vacilantemente la primavera a los altos valles que les rodeaban. Lo que esperaba no llegaba. No se sentía integrado. Se sentía excluido. Y pese a no estar seguro de saber si deseaba ser integrado o no, se sentía despechado ante el hecho de que no se le ofreciera la elección.
Físicamente, el lugar era confortable: modesto, construido con materiales de recuperación, pero práctico y en muchos aspectos atractivo. Lo que lo irritaba, de todos modos, era la forma en que todo el mundo en el wat daba por sentado que aquello era una especie de ensayo: no en previsión de las secuelas de una guerra mundial, sino simplemente como una sesión de práctica de la vida ordinaria del siglo veintiuno. No podía comprenderlo. Para él era más bien como escapismo una forma de ocultarse del mundo real.
Cierto que había algunas cosas a su favor: la comida, por ejemplo, que aunque sencilla era deliciosa, mejor que todo lo que había probado en casa de los Bamberley, de modo que comía vorazmente las sabrosas sopas, el pan horneado en casa, las verduras y ensaladas cultivadas en invernadero. Aquello le interesaba un poco. Nunca antes había observado crecer cosas, excepto algunas semillas en tiestos que había plantado en la escuela, y durante un tiempo se unió a los grupos que efectuaban labores de rutina en el exterior. Pero cuando hubo que distribuir la lata de gusanos que había traído Felice, encontró el trabajo tan desagradable —viendo esparcirlos en dosis de diez o doce y observándolos retorcerse antes de sumergirse en lo que quizá iba a convertirse en la comida que luego tal vez tragara— que se dedicó a otras cosas. Había un taller de artesanía, y ayudó en la construcción de algunas mesas y bancos rústicos, porque por primera vez el año pasado muchos americanos habían tomado sus vacaciones en el interior en vez de ir al mar, y se les había ocurrido la idea de montar un restaurante para turistas para el siguiente verano, y servirles algunas comidas enteramente naturales con la esperanza de mostrarles qué era lo que se estaban perdiendo. Pero construir un banco exactamente igual al anterior se volvía pronto monótono. Buscó de nuevo otra cosa.
Durante todo el tiempo, sin embargo, no le abandonaba la sensación de que el mundo estaba precipitándose al infierno. De acuerdo, era cierto que aquellos hijos de madre habían transformado las praderas en desiertos de arena y convertido el mar en una gigantesca cloaca y cubierto con cemento los lugares donde antes crecían bosques. Así que había que detenerlos. ¡De modo que no dejemos que nos pisen, aplastemos antes sus rostros contra el polvo! ¡Aplastémoslos primero!
Aquella extraña y fría Peg: debía ser homosexual, concluyó, puesto que no quería saber nada… no solamente con él, sino con nadie. (Ni siquiera con Felice, que naturalmente había supuesto que era su chica, pero que iba con todos los demás, aunque nunca con él, ¡mierda!) Y sin embargo, parecía de alguna manera feliz.
Había encontrado algo allí. ¿Qué? ¿Resignación? ¿Podía una antigua periodista de empuje y entusiasta de los movimientos de liberación femenina sentirse satisfecha con una existencia tan monótona como aquella?
Bien, el hecho persistía. Incluso cuando Felice se fue tras una o dos semanas, murmurando una especie de extraña disculpa a todo el mundo y diciendo que habían sido unas fantásticas vacaciones —¡infiernos,
vacaciones
en un lugar donde el trabajo no se terminaba literalmente nunca!—, Peg se había quedado, y parecía contenta, en la medida que uno podía imaginar lo que pasaba tras aquel rostro encantador pero tan frío como una piedra…
Si le hubieran preguntado antes de llegar allí: «¿Eres trainita?», Hugh hubiera respondido que lo era sin la menor vacilación, con la fuerza que le daba el haber tomado parte en manifestaciones trainitas en la universidad. Los reclutadores de las grandes compañías merodeaban actualmente por los campus durante todo el tiempo, no sólo en la primavera y el verano, debido a que el número de estudiantes dedicados a las ciencias y a la ingeniería había descendido un 60% y a los estudios comerciales en un 30%, y los que no podían encajar en algo constructivo como agricultura o estudios forestales (lo cual generalmente significaba emigrar, por supuesto) preferían dejarlo correr. Así que aquellos frenéticos reclutadores se convertían en una plaga y de tanto en tanto cuando uno de ellos se ponía especialmente pesado era necesario echarlo al asqueroso río o desnudarlo y pintarle la calavera y las tibias cruzadas en la barriga.
La gente de allí, sin embargo, no se parecía en nada a los trainitas que había conocido fuera. Y obviamente aquello se correspondía más con las ideas que el propio Austin Train había expuesto. Aquel tipo Jones había sido un amigo personal de Train, y el propio Train había estado en varias ocasiones allí antes de desaparecer. (No estaba muerto; Hugh había adquirido la certeza de ello. Nadie en el wat quería sin embargo admitir que sabían dónde estaba.)