Cuando cortaron la horripilante música ambiental, intentó dormir un poco, y casi lo había conseguido cuando fue despertado por la orden de sujetarse los cinturones para el aterrizaje en Londres, lo cual terminó con todas sus posibilidades de echar una cabezada por el momento.
Allí, dos nuevos pasajeros ocuparon sus asientos al otro lado del pasillo con respecto a él. En el asiento interior una rubia más o menos agraciada con una expresión triste y lánguida en el rostro, y en el lado de la ventanilla un hombre de pelo oscuro que debía ser unos años más joven que ella y que estaba ya roncando apenas el avión se hubo elevado de nuevo.
En la penumbra de la aislada cabina, sintiéndose como Jonás en el vientre de la gran ballena, Michael maldijo su destino.
¿Por qué yo? ¿Por qué han venido a buscarme a mí en los tranquilos campos de Irlanda para arrojarme a los más horribles campos de batalla del mundo?
Oh, intelectualmente conocía muy bien las razones de haber sido seleccionado. Los irlandeses habían sido a menudo los pilares de las fuerzas mantenedoras de la paz de las Naciones Unidas; como antiguo médico militar aún en la reserva, y habiendo llamado recientemente la atención de un amplio sector del público aireando a los cuatro vientos la inútil matanza de una gran cantidad de ganado que de hecho no sufría ninguna enfermedad infecciosa… Por todas partes había tenido que sufrir la persecución de los periodistas, incompetentemente ayudados por los oficiales subalternos de la Organización Mundial de la Salud y/o por la Comisión de Refugiados. Detestaba la notoriedad pública, y por eso precisamente había optado por un tranquilo puesto en el campo en vez de las ofertas que le hacían los más importantes hospitales, garantizándole el cargo de médico consultor antes de los cuarenta años, a cambio de verse condenado a meterse en la política hospitalaria, sirviendo a los designios de tal o cual funcionariado…
no gracias
había dicho, muy firmemente.
Pero no había conseguido parar aquello.
Ahora cada vez que cerraba los ojos veía a aquella pobre niña Eileen que había estado a punto de perder el dedo gordo de su pie, multiplicada cientos y cientos de veces y vuelta completamente negra. Nunca antes había comprendido, en el fondo de sí mismo, allá donde cuenta, la miseria que podía causar la guerra moderna.
Le habían mostrado la situación en que se hallaba la gente allá en Noshri, víctimas de un terror inconmensurable, extraviados, incapaces de concentrarse en las más simples tareas, a menudo incapaces de conseguir su propio alimento. Luego lo habían enviado a París, para conocer al escaso puñado de víctimas que estaban siendo atendidas en buenas condiciones hospitalarias porque el profesor Duval las estaba estudiando. Se había traído con él, en un maletín portadocumentos encadenado a su muñeca, una muestra de Nutripon que, durante su estancia en Noshri, había descubierto en un depósito —en realidad un simple agujero en el suelo— medio oculto de la luz pública, una reserva puesta aparte seguramente por alguien que no creía que hubiera un nuevo reparto al día siguiente, y que se había vuelto loco o había muerto antes de poder regresar a comerse el resto de lo que había conseguido. Había tomado parte en su examen, observado los análisis, supervisado la administración de dosis cuidadosamente medidas a ratas de laboratorio y monos… Ya no podía haber ninguna duda: la comida estaba envenenada. Pero faltaba determinar cómo, dónde, cuándo.
Por eso iba ahora a Nueva York, a las Naciones Unidas. Cuando nunca antes había salido de su Irlanda natal excepto para visitar a su familia en Glasgow, Liverpool y Londres. A menudo, durante su servicio militar que le había proporcionado su rango de capitán y el uniforme que ahora se veía obligado a llevar puesto que viajaba en misión oficial, había hablado con gente que había servido en las fuerzas de paz de la ONU, captando el vago orgullo que sentían por haber sido reclutadas para una causa que apenas acababa de ser inventada, y que los países más ricos parecían despreciar. Había intentado hallar este orgullo en sí mismo. No había tenido demasiado éxito.
—¿Qué es este uniforme?
Una inesperada pregunta de la mujer al otro lado del pasillo, mientras el avión ascendía hasta su altura de crucero.
—Esto… del Ejército Irlandés, señorita.
—¿Permiten que los soldados extranjeros invadan América? —Había una dura sonrisa en su rostro, un duro asomo de sarcasmo en su voz.
Suspiró y giró su chaqueta —que colgaba de una percha al lado de su asiento— para mostrar el brazalete verde y blanco de las Naciones Unidas en su manga. El símbolo en forma de mapamundi estaba empezando a ser conocido a medida que la gente del planeta empezaba a sentirse cada vez mas asustada de sí misma.
—Entonces, ¿va usted a las Naciones Unidas?
—Sí.
—Yo también. ¿Para qué?
—Para informar sobre el desastre de Noshri.
—Yo también.
El la miró parpadeando, sorprendido.
—¿No me cree? —Su tono era burlón—. Entonces no sabe usted quién soy. Me llamo Lucy Ramage. Soy enfermera. Estaba trabajando en Noshri.
Vi
lo que hicieron todos esos diablos. —Sus palabras tenían una cualidad fantasmal en la débil luz de la vibrante cabina del avión—. Yo también voy a hablarle al mundo de ello. ¿Sabe que intentaron encerrarme para impedirme que hablara? Dijeron que estaba loca y me encerraron en un sanatorio mental. Bueno, quizá sea cierto. Pasé por cosas que hubieran vuelto loco a cualquiera. Ese tipo que está a mi lado roncando es el que me sacó. Sin él aún estaría tras unos barrotes. Se llama señor Arriegas, ese es su nombre, pero deja que le llame Fernando. Pertenece a la embajada uruguaya en Londres.
La mención de su nombre despertó un recuerdo en la mente de Michael; había oído hablar de esa mujer a uno de los doctores en Noshri, un sueco alto llamado Bertil o algo así. Pero la referencia al Uruguay alteró totalmente la perspectiva. ¿Qué podía interesar a los tupamaros de una enfermedad de… no era Nueva Zelanda?… que había estado trabajando en África? ¿La simple posibilidad de tener otra ocasión de fomentar los sentimientos antiamericanos? Estaban, todo el mundo lo sabía, llenos de amargura y resentimiento; cuando habían conseguido el poder en medio del caos que sus sabotajes y ataques estilo Robin Hood habían creado, los Estados Unidos habían pateado al Uruguay fuera de la OEA, como Cuba, y habían intentado barrerlos también de la ONU. Gracias a la brillante maniobra del Secretario General, que había obtenido el apoyo no sólo de ambos bloques comunistas sino también de un puñado de naciones nominalmente neutrales, la moción había sido rechazada por una mayoría aplastante. Así que, echando humo, Washington había tenido que elegir entre arrojar a todas las Naciones Unidas de su suelo —una acción que no dejaba de tener su apoyo, por supuesto—, y permitir que esos declarados marxistas-maoístas entraran en los Estados Unidos. El compromiso había consistido en dejarles entrar, pero sólo con pasaporte de las Naciones Unidas, no con un pasaporte nacional. Una ficción, y todo el mundo lo sabía, pero al menos había evitado que el resto del mundo se pusiera en contra de América.
Lucy había seguido hablando mientras él recordaba todo aquello. La oyó decir:
—Ya sabe, allá en Nueva Zelanda yo nunca le había prestado excesiva atención a la política. Nunca voté. Y si lo hubiera hecho, supongo que hubiera votado liberal. Empecé a trabajar para Auxilio Mundial porque me daba la posibilidad de viajar, ver mundo antes de casarme y establecerme en un sitio. Nueva Zelanda es un lugar estupendo para los niños. Quiero decir que tengo tres sobrinas y un sobrino allá, y los cuatro están muy bien. Pero cuando vi todos esos horrores en Noshri comprendí. Lo que se dice de los americanos no es solo propaganda, es cierto. ¿Ha estado usted en Noshri?
—Sí —la voz de Michael estuvo a punto de quedar encallada en su garganta. Cada vez resultaba más claro que aquella mujer estaba mentalmente desorientada, por decirlo suavemente. Presentaba todos los síntomas: mirada vaga, voz aguda e incesante, incoherencia, todo. ¿Cómo poner fin a aquella desagradable conversación sin mostrarse insultante? Lo cual evidentemente no haría más que empeorar las cosas.
—Sí, vi en Noshri lo que están haciendo los imperialistas —prosiguió Lucy, mirando ahora fijamente frente a ella—. Los países ricos han arruinado lo que tenían, y ahora intentan robarles a los demás lo poco que les queda. Desean el cobre, el cinc, el estaño, el petróleo. Y por supuesto la madera, que se está haciendo escasa. —Sonaba como si estuviera recitando una lista memorizada. Probablemente lo era—. Y ahora han descubierto una nueva forma de conseguirlo… volver a todo el mundo loco a fin de que no puedan formar un gobierno estable e independiente. Casi estuvo a punto de funcionar en Noshri, de no haber sido por el general Kaika, y ahora están intentándolo en Honduras.
Michael se sobresaltó. Sabía, por supuesto, que había habido una especie de rebelión allí, y que el gobierno había apelado a la ayuda americana, pero era la primera vez que oía aquella acusación en particular.
—Oh, no desea hablar usted de ello, ¿verdad? —dijo la mujer—. Tiene formada su opinión y no desea verse confundido por nuevos hechos. —Dejó escapar una seca risa y se giró de espaldas, acurrucándose en su asiento, las rodillas dobladas hacia arriba y las manos rodeándolas.
El avión seguía su zumbante vuelo cruzando el cielo negro, por encima de las nubes que ocultaban el Atlántico. De pronto se le ocurrió a Michael que desde allí podía ver la luna. No la había visto durante todo el tiempo que había estado en París, como tampoco las estrellas.
Corrió la cortina de su ventanilla y miró afuera. No había ninguna luna visible. Cuando consultó su agenda descubrió que se había puesto, un delgado creciente plateado, exactamente en el momento en que el avión había despegado de Londres.
Girar a la derecha y volver a casa. (Se dio cuenta de que estaba en su propia zona horaria.)
Si tan sólo pudiera.
¡Hey, hombre de los grandes músculos!
¡Sí, tú!
Movido por el vapor, por la gasolina, por la electricidad,
¡Tú con las grandes huellas de cemento y de hormigón!
Constructor del globo, dominador de continentes,
tú que pones el planeta en cintura,
¡A ti te saludo!
Empaquetador y preservador de alimentos en cajas incorruptibles,
Bloqueador de las tormentas con ladrillos y mortero,
Multiplicador, con ruedas y raíles de brillante acero,
De bienes de todas clases, devorador de bosques,
Surcador de tierras en las improductivas llanuras,
Volador más alto que las águilas, nadador más rápido que los tiburones,
Traficante de las riquezas del mundo, hacedor de milagros,
Te saludo, y canto tus hazañas…
«Canción de los Estados Nonatos», 1924
—He hecho
todo
lo que he podido —dijo Gerry Thorne, con voz dolida, y con razón. Tanto él como Moses Greenbriar habían hecho un buen trabajo con el programa de ayuda alimentaria en la planta hidropónica Bamberley… medio centavo por persona alimentada daba en total una suma considerable a lo largo de los años. Además, varios de los grupos de izquierda y centro del Congreso, por pequeños que fueran hoy en día, habían estado abogando por la compra de Nutripon por parte de organizaciones como la Fundación de la Comunidad de la Tierra para mantener las asignaciones de bienestar social en las grandes ciudades donde los alcaldes de la derecha estaban efectuando recortes importantes en sus presupuestos sociales por razones de economía, El hambre se había extendido un poco por todas partes durante el pasado invierno.
—No puedo hacer milagros —añadió.
Bien… quizá tan sólo algún que otro truco. Como su segunda casa en las Islas Vírgenes, espléndida con sus altas paredes de piedra y madera y su porche donde uno podía sentarse a menudo al aire libre siempre que el viento no viniera del sur, no de la fétida charca del Golfo de Méjico o de la colosal cloaca del Mar de los Sargazos. No importaba que el rencor de los trainitas hubiera llegado hasta tan lejos y ahora hubiera una semiborrada hilera de calaveras y tibias cruzadas adornando la fachada que miraba al mar. Nadie realmente se preocupaba de reprocharle un lujo como aquél a un hombre que había ganado su dinero en la Causa de Dios. Hubiera podido estar trabajando en la DuPont.
Lo más notable de todo era que uno aún podía bañarse allí; aunque la Corriente de las Canarias arrastraba a veces la basura procedente de Europa hasta aquel lugar, la Corriente de las Antillas llegaba de las relativamente limpias costas de la subdesarrollada Sudamérica. Aquella mañana el boletín de la Guardia Costera había dicho que el agua estaba aceptable, de modo que Elly Greenbriar y Nancy Thorne estaban probándola.
—¿Pero de dónde infiernos procede eso, esa droga o lo que sea? —La pregunta de Thorne era superflua; se suponía que eso era exactamente lo que la investigación de las Naciones Unidas debía descubrir.
—Bueno, no de la factoría —dijo Greenbriar, y tomó otro sorbo de su ginebra—. Pedimos a la Oficina Federal de Narcóticos que nos enviaran uno de sus mejores químicos forenses, y comprobó cincuenta muestras al azar de nuestros almacenes. Todas limpias. Por supuesto vamos a enviar su informe a la comisión investigadora la próxima semana, aunque no creemos que vaya a ayudarnos de mucho.
—Creo que no. Tenemos a todo el mundo en contra nuestra, desde los asquerosos aislacionistas que «no ven por que debemos enviar nuestra preciosa comida a unos ingratos bastardos» hasta esos propios ingratos bastardos. Una negativa nunca atrapa a un rumor. ¿Oyó hablar usted del raid en San Diego, por ejemplo? ¿Lo de ese loco mexi-tupa, lo oyó? Petronella Page lo sacó en su show la otra noche. ¡Un tipo mexi-tupa! Y lo hizo de la manera más limpia.
—¿Qué quiere decir, un raid? —gruñó Greenbriar—. Raids, plural. Tres como mínimo, según mi prima Sophie.
—¿Cuántos?
—Tres. Sophie lleva viviendo allí veinte años, pero cuando me llamó el otro día dijo que estaba pensando mudarse al este. Tras el primer raid tuvieron otro… no creen que fuera la misma banda, porque las cargas eran de termita en vez de napalm… y luego hubo un tercero que incendió toda una manzana de casas para negros.
—Bastardos —dijo Thorne—. ¡Quemar a gente en sus casas! —Sus ojos estaban siguiendo un barco que había surgido de entre la bruma del norte: nuevo y reluciente, una de las últimas factorías piscícolas de gran profundidad diseñadas para extraer la pesca de los relativamente intactos fondos marinos. Los peces de superficie eran en aquellos tiempos o bien tan raros que eran prohibitivamente caros como el bacalao y el arenque, o peligrosamente altos en sustancias peligrosas como el mercurio orgánico. Pero los peces de las profundidades eran aún generalmente aceptables.