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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (25 page)

BOOK: El rebaño ciego
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Luchaba y luchaba por dar un sentido a todo lo que ocurría a su alrededor, y algunos detalles encajaban perfectamente. Pero cada vez que creía que había conseguido formar un esquema global en su mente, surgía algo que derrumbaba todo el tinglado.

El asunto de una vida sencilla, por ejemplo, la comida natural… excelente. Lo mismo para las ropas hechas con fibras naturales capaces de pudrirse y descomponerse: algodón, lino, lana. Correcto. El abono hecho a base de restos de vegetales y cosas así, la recuperación de las inevitables latas, la devolución de los plásticos a la más cercana compañía de tratamiento, lo cual exigía un viaje mensual en el jeep de la comunidad. Fantástico. Pero si lo que pretendían era la vida sencilla, ¿por qué utilizaban la electricidad? Estaba muy bien decir que era una energía limpia y podía ser generada por saltos de agua y mareas. Pero el hecho subsistía: no era limpia. Y su insistencia en que mañana debería serlo y (ahí surgía de nuevo, el mismo argumento vicioso) que había que prepararse para el mañana, proyectando una forma de vida viable a través del ensayo y del error… aquello no le convencía. Sesenta y tantas personas en aquel wat, y era el mayor de los cuatrocientos o quinientos que existían esparcidos por todos los Estados Unidos y el Canadá: ¿cuántos ejemplares de la raza humana iban a aprender esa forma de vida antes de que se produjera el gran crash? ¡Cada día había una nueva señal premonitoria en las noticias!

Por supuesto era bueno que tuvieran electricidad, o su coche estaría aún atascado allá donde Peg y Felice lo habían encontrado. En vez de ello habían traído las baterías y las habían recargado, y ahora estaba aquí y sabía que en cualquier momento que deseara marcharse podía hacerlo. Cada día estaba empezando a sentirse más tentado. Todo aquello le parecía cada vez más una representación.

Escuchaban mucho las noticias de la radio y hablaban mucho de cosas que estaba seguro de que no comprendían enteramente, como la guerra de Honduras y el hambre en Europa desde que el Mediterráneo se había muerto. Incluso los niños. En particular ese Rick, que le ponía la carne de gallina: el hijo adoptivo de Zena (y antes de Decimus; ahora que el tipo estaba muerto uno pensaría que dejarían de hablar de él, pero era precisamente todo lo contrario; especialmente Rick, que proclamaba que cuando fuera mayor encontraría a la persona que había envenenado a su papá. ¡Cristo!)… ese Rick, que no dejaba de dar vueltas en torno suyo cada día, quizá porque los demás estaban ocupados, y le hacía locas preguntas que él no podía responder, como el porqué el sol no está siempre directamente sobre tu cabeza cuando el reloj señala el mediodía, y si tú no sabes decírmelo en qué libro puedo ir a buscar la respuesta, ¿eh? Deseaba ser astrónomo cuando fuera mayor, decía. Vaya futuro. Ahora que estaban cerrando los observatorios por todas partes.

¿Qué infiernos tenía que ver todo esto con el hecho de ser trainita? Fuera de allí todos aquellos asquerosos bastardos seguían violando y matando y envenenando… Cristo. ¿Dónde hay una pistola? ¿Dónde hay una bomba?

Intentó leer las obras de Austin Train. Estaban todas allí. Eran aburridísimas.

La única persona interesante a la que conoció durante su estancia en el wat fue una venida de fuera como él, un despedido de la planta hidropónica Bamberley: un negro de piel clara de más o menos su misma edad llamado Carl Travers. Tenía la vaga sensación de haberlo visto ya antes, pero no estaba seguro.

Carl acudía al wat con bastante frecuencia, y charlaban amigablemente, pero no mostraba ninguna inclinación a quedarse… no hubiera venido tan a menudo si no estuviera en paro. Tenía buen khat, lo cual en aquellos momentos no le iba demasiado bien a Hugh puesto que intensificaba su sensación de tener demasiada energía en su interior y ninguna forma de liberarla, y también marihuana. Así que de tanto en tanto salían juntos del wat para una fumada. Tenía que ser fuera. Los trainitas no aprobaban aquello.

—¿Tienes familia? —dijo Hugh un día, cuando estaban en pleno viaje, en el Ford de segunda mano de Carl aparcado en una serpenteante carretera de montaña desde donde contemplaban al sol hundirse rojizo en la neblina que flotaba sobre la costa.

—Hermanos y hermanas —dijo Carl.

—¿Mayores, más pequeños?

—Más pequeños, excepto Jeannie. No la veo muy a menudo. Se casó con un poli. Ese tipo que se convirtió en un héroe con eso de la avalancha.

—Ajá.

Pasó el tiempo. Imposible decir cuánto. Era el viaje.

—¿Y tú?

—No. —No contaba a los Bamberley como familia. Nunca había mencionado aquello a Carl.

—¿Por qué estás en el wat?

—Infiernos,
no sé
por qué estoy en él.

—¿No te gusta?

—Nope. ¿Tú vives con los tuyos?

—Mierda, no. Una habitación amueblada al otro lado de la ciudad de donde están ellos. Me mantengo a mí mismo. Soy un hombre que trabaja. Es decir, lo era.

Más silencio. El tiempo de liar otro porro.

—Estoy pensando en mudarme. Va a helar como un infierno antes de que vuelvan a abrir la planta. De todos modos, nunca me gustó ese trabajo.

—¿Adónde vas a ir?

—Quizá a Berkeley.

—Oh, mierda. En California no verás el sol de un extremo al otro del año. ¡Todo el Estado apesta!

—Quizá sí, pero un día de esos van a tener ese gran terremoto, y me gustará estar allí para poder reírme un rato… Además, tengo buenos amigos en Berkeley. Estuve un año en la universidad.

—Yo también.

—¿Lo dejaste correr?

—Lo dejé correr.

Más silencio. El tiempo de encender el porro.

—¿Volamos un poco más?

—Ajá.

—Muchacho, eso sí es un
viaje
. ¿Quieres una chupada?

—Ajá.

ANTES DE QUE SEAMOS TAN RUDAMENTE INTERRUMPIDOS

—Tengo una cita con el señor Bamberley —dijo Michael, y miró al reloj de la pared—. Pero veo que he llegado con unos minutos de adelanto.

—¡Oh, usted debe ser el capitán Advowson! —dijo la chica del escritorio de recepción con voz calurosa… pero no demasiado clara; había algo en su boca y su voz sonaba áspera. En la esquina de su escritorio, una caja abierta de pastillas para la garganta. Perfumaban fuertemente los alrededores con mentol—. Siéntese, le diré al señor Bamberley que está usted aquí. ¿Me permite su mascarilla filtro?

—Gracias —soltó la correa y se la entregó, y ella la añadió a un perchero donde había ya ocho o diez colgando.

Dirigiéndose a una silla en el otro lado de la espaciosa antesala, giró la vista hacia ella, y ella lo vio y sonrió, pensando que lo hacía porque la encontraba atractiva De hecho era porque le recordaba a la enfermera de Noshri… el mismo color de cabellos, los mismos rasgos. Aunque un poco más regordita y sin las bolsas negras bajo los ojos que estropeaban la buena apariencia de Lucy Ramage.

La había visto otras dos veces desde su encuentro en el avión, una personalmente en el edificio de las Naciones Unidas y otra por la noche en televisión, en una entrevista dentro de un programa presentado por una mujer llamada Petronella Page. Había permanecido sentada inmóvil, sin reaccionar ni siquiera a las más malignamente sutiles estocadas verbales, y recitó en voz muy baja la relación de increíbles sufrimientos que su entrevistadora había intentado interrumpir, una y otra vez, fallando en cada ocasión. Fría como nieve cayendo, acumulándose en una enorme masa de horror, pesada, asfixiante, sus palabras brotaban una tras otra hasta que las cámaras giraron hacia la sala llena de público, sin ser lo suficientemente rápidas sin embargo como para evitar la visión de una chica en la segunda fila desvaneciéndose y cayendo de su silla.

Cuando empezaron sus acusaciones de genocidio deliberado, cortaron rápidamente para pasar los anuncios.

¿Quién infiernos
había
envenenado aquel suministro de víveres? Alguien para desacreditar los programas de ayuda occidentales debía haber tenido acceso a la carga afectada, había abierto las cajas, rociado el contenido, vuelto a cerrarlas. Incluso aunque Duval insistía que esto resultaba inconsistente con la uniforme distribución del producto tóxico en el interior de las muestras que él había examinado…

¿Cuánto tiempo aún iba a seguir durando aquella maldita investigación? Deseaba más que ninguna otra cosa volver a casa, pero tenía órdenes de permanecer allí hasta que los distinguidos juristas internacionales que ahora estaban examinando la evidencia emitieran su informe final. Si sobrevivía hasta entonces.

Tocó con cuidado la magulladura a un lado de su mandíbula. Hacía una semana había asistido a una fiesta, a seis manzanas de su hotel, y había sido tan incauto como para volver a pie pasada la medianoche. Alguien lo había atacado con una cachiporra. Afortunadamente la magulladura había sido lo peor que había recibido.

También sufrió una conjuntivitis dos días después de su llegada, y como resultado aún seguía llevando un parche negro sobre su ojo izquierdo, como un pirata. Y también le habían advertido que se afeitara la barba porque a la policía no le gustaban, y un pequeño corte que se había hecho al eliminarla —en el lado opuesto a la magulladura— se había infectado, y le aseguraron que le había pasado porque había sido tan estúpido como para afeitarse con agua del grifo. Nadie de las personas que conoció en la ONU usaba otra cosa que no fuera una maquinilla eléctrica, y de hecho el empleado del drugstore al que le había comprado la navaja y la crema de afeitar se había mostrado desconcertado y había insistido en que le comprara también una loción aftershave bactericida. Pero había creído que el hombre simplemente estaba intentando conseguir una venta extra.

Ahora el corte se había convertido en un forúnculo en miniatura, con una fea cabeza blanca. Estaba protegido por un vendaje adhesivo, pero temía que más pronto o más tarde tendría que ser abierto quirúrgicamente.

Increíble. Pero le habían dicho repetidamente que todos los que llegaban a Nueva York pasaban por lo mismo. Los nativos, por supuesto, eran más resistentes, pero nadie de más lejos que digamos ciento cincuenta kilómetros a la redonda gozaba de las inmunidades que los residentes habían adquirido.

Y los residentes tampoco podían sentirse demasiado felices… En una de las numerosas recepciones de los circuitos diplomáticos a las que se vio obligado a asistir conoció a una chica de unos veinticinco años, guapa, de cabello oscuro y buena figura, completamente borracha pese a que la fiesta apenas hacía una hora que había empezado. Estaba buscando un oído hermano, y fuera por educación, o más bien por aburrimiento, Michael le prestó el suyo. Estaba trabajando en las Naciones Unidas como secretaria, porque, dijo, deseaba hacer algo para mejorar el mundo. Y había descubierto que eso simplemente no era posible. Proclamó que había esperado casarse con un muchacho al que conocía desde la universidad, pero que la había dejado plantada cuando se enteró de que ella deseaba trabajar para esos asquerosos bastardos del frente comunista; que no había sido el único, que había ido perdiendo amigo tras amigo hasta el punto de que ahora su única vida social era a este nivel, esos interminables cócteles oficiales donde gente de una docena de nacionalidades distintas se malinterpretaban las unas a las otras desgañitándose a más no poder.

—Pero después de todo, ¿acaso no nos hallamos todos prisioneros en la misma bola de fango? —oyó de nuevo su voz en sus recuerdos, casi a punto de quebrarse en un sollozo—. Y las únicas personas que parecen preocuparse son las equivocadas, quiero decir aquellas de las que se supone no somos amigos. Conocí a ese uruguayo el otro día, Fernando Arri…algo, lo he olvidado. ¿No oyó lo que le ha pasado?

Michael negó con la cabeza.

—Estaba dirigiéndose de vuelta a casa, al lugar donde viven todos los uruguayos… no se les permite salir de Manhattan, ya sabe, y tienen que vivir en ese bloque de edificios cerca de la plaza de las Naciones Unidas… y estaba lloviendo, y cuatro hombres que hacían como que se protegían bajo una marquesina saltaron sobre él. Le patearon los testículos y le rompieron cuatro dientes a patadas.

—Buen Dios —dijo Michael—. ¿Y la policía…?

—¡La policía! —Una seca carcajada, como un grito—. ¡Ellos eran la policía! ¡Encontraron la marca de una suela de zapato de policía en su rostro!

En ese momento se serenó, casi como por arte de magia, porque ya era el final de la fiesta y todo el mundo se estaba marchando, y dijo:

—Gracias por escuchar mi charla de borracha. A menos que de tanto en tanto encuentre a alguien que me tome en serio, tengo la impresión de que todo esto no debe ser más que un sueño. ¿Puedo invitarle a cenar? Creo que se lo merece.

Y, al ver que él dudaba, añadió:

—Conozco un restaurante maravilloso donde aún sirven auténtica comida.

Lo cual era un cebo irresistible. Todo lo que había comido allí le sabía a plástico y a cartón.

Tras la comida —que era buena, pese a su sorprendente descubrimiento de que lo que consideraba como productos básicos de cada día en su casa, tales como el jamón y el arenque, aparecían aquí en la sección «gourmets», y tenían un sobreprecio en el menú—, ella habló tranquila y razonablemente de cosas horribles. De su hermana mayor, que había tenido dos niños en Nueva York, ambos eran subnormales: no deficientes, simplemente lentos, pues el mayor apenas estaba empezando a aprender a leer tras haber cumplido los nueve años; de las flores que había intentado cultivar en una jardinera en su ventana del apartamento, y que se habían marchitado y habían perdido todas sus hojas a la semana; del coste de los seguros de hospitalización; del mendigo que había encontrado jadeante contra una pared, suplicándole un cuarto de dólar para oxígeno; de la lluvia que hacía agujeros en las medias y los panties. Michael había experimentado la lluvia de Nueva York. Había arruinado uno de sus uniformes. Pero al menos ahora podía volver a vestirse de civil.

Y luego, cuando la acompañó a casa —en taxi, por supuesto—, ella le dijo en el portal:

—Me gustaría pedirle que subiera e hiciéramos el amor. Pero tendrá que ser la próxima vez. Aún me queda esperar una semana antes de que sea seguro.

Él había pensado: ¿el método rítmico? Pero ella lo había desengañado:

La enfermedad más común después del sarampión…

—¡Capitán Advowson!

Se alzó y cruzó la puerta que la secretaria le mantenía sonrientemente abierta.

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