El rebaño ciego (21 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El rebaño ciego
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Más tarde, mostrándole a Peg su cama para aquella noche, Zena mencionó el mal que les hacían las personas que proclamaban ser trainitas y en realidad no lo eran: gente que deseaba destrozar y quemar y matar y se marchaban una o dos semanas más tarde cuando no encontraban en ellos ningún apoyo para sus violentos proyectos.

UNA PAJA PARA UN HOMBRE QUE SE AHOGA

…positivamente identificado como uruguayo. Como consecuencia de esta revelación, el gobierno hondureño ha solicitado un crédito urgente de un millón de dólares para ser aplicado a la compra de armas y otro equipo indispensable, y ha apelado a Washington en busca de asistencia para combatir la amenaza tupamara. El Pentágono ha anunciado hace una hora que el portaaviones
Wounded Knee
ha sido desviado de sus patrullas de rutina en el Atlántico y en estos momentos está realizando ya misiones de vigilancia sobre el área rebelde. Comentando esto poco antes de emprender el vuelo para unas vacaciones en Honolulú, Prexy ha dicho, cito, Siempre pueden arrancársele unas cuantas plumas de la cola al águila antes de recibir un picotazo. Fin de la cita. Contactado en su casa del oeste de Virginia, el presidente de la Sociedad Audubon, el doctor Ike Mostyn, ha confirmado que el descubrimiento alegado hace tres años de un par de águilas calvas se había comprobado que era un fraude. Nueva York: el profesor Lucas Quarrey de la Universidad de Columbia, que está siendo atacado por haber efectuado recientemente declaraciones pretendidamente antiamericanas en la prensa y la televisión, ha dicho en una conferencia de prensa esta mañana que su contrato de investigación para perfeccionamiento de los renovadores de aire en los aviones había sido cancelado sin previo aviso. Preguntado si creía que había motivaciones políticas en el origen de esa decisión, el profesor ha dicho…

CONTRAGOLPE

A unas cuarenta millas de Medrano, casi exactamente proa al oeste de la frontera entre California y la Baja California, el pequeño barco se puso al pairo, deslizándose muy lentamente entre la densa circulación del Pacífico.

Incluso tan lejos de la orilla, la noche hedía. El mar se movía perezosamente, con sus embriones de olas abortadas antes de alzar su cresta por la capa de residuos oleosos que rodeaban el casco, impermeables como una lámina de plástico: una mezcla de detergentes, aguas fecales, productos químicos industriales y las microscópicas fibras de celulosa debidas al papel higiénico y de periódico. No se escuchaba ningún sonido de peces asomándose a la superficie. No había peces.

El capitán del barco estaba ciego de un ojo desde su nacimiento. Era un hijo ilegítimo de una mujer que había ido a California para la vendimia y había inhalado algo del producto que rociaban sobre las viñas para matar a los insectos, y había muerto. Recogido por un voluntarioso sacerdote, él había sobrevivido y había ido a la escuela y había conseguido una beca del gobierno. Ahora sabía de química y meteorología y combustión y de la acción de los venenos.

También era un tupa, pero eso lo mantenía en secreto.

El calendario decía que debería haber luna llena esta noche. Quizá la hubiera. Uno no podía verla; uno casi nunca podía… como tampoco podía ver el sol. En la cubierta de popa había instalados veinticuatro grandes globos, extendidos como las vacías pieles de otros tantos peces, brillando débilmente cuando la luz de una linterna los cruzaba. Había cilindros de hidrógeno comprimido. Y veinticuatro cargas calculadas con precisión. Una vez hinchados, se suponía que los globos cargados con todo ello se elevarían a unos doscientos metros y flotarían en dirección a la costa a unos nueve o diez kilómetros por hora. Cruzarían la línea de la costa por encima o cerca de la ciudad de San Diego.

Roger Halkin estaba exhausto. Una tensión como la que había tenido que soportar durante los últimos días siempre agravaba su diabetes. Pero todo estaba preparado para la mañana siguiente; todo el frágil equipo había sido empaquetado, todas las cintas y libros, y la casa estaba diseminada con cajas de cartón llenas que aguardaban a los hombres de la mudanza.

—¿Un poco de coñac, querido? —preguntó su esposa Belinda.

—Creo que puedo correr el riesgo de tomar una copita —murmuró él—. Seguro que la necesito.

No parecía ni sonaba como un hombre que acaba de ser promocionado al cargo de vicepresidente de su compañía. Tenía buenas razones. Como le había dicho a Belinda con un humor lúgubre, iba a ocupar el cargo de vicepresidente para un velatorio. Hoy habían llegado malas noticias, peores de lo que cualquiera hubiera esperado. Excepto, presumiblemente, Tom Grey; ese hombre frío como un pez, con su comprensión casi simbiótica de los cálculos de ordenador, debía saber o al menos sospechar las cosas desde hacía mucho tiempo.

Nunca había sido un secreto que Angel City había quedado seriamente tocada por el asunto de Towerhill, pero el golpe, suponía uno, tenía que haberse diseminado —regularmente reaseguraban sus riesgos de envergadura con la Lloyd's de Londres—, y en cualquier caso era un asunto claro para una reclamación de daños contra la compañía aérea cuyo avión supersónico había sido el desencadenante de la avalancha.

Pero esta mañana había oído que la compañía aérea estaba dispuesta a luchar, manteniendo que no había sido el bang de su avión lo que había causado el desastre, sino un temblor de tierras; habían empezado a producirse en la zona de Denver en 1962, y ahora eran muy comunes. Y el proceso podía durar un año y costar un millón de dólares. Así que cuando se metiera en los zapatos de Bill Chalmers su primera tarea consistiría en deshacerse de la mitad de la sección que se suponía debía ser competencia suya, las operaciones de la Angel City fuera del Estado de California.

—Si pudiera echarle las manos encima a ese estúpido idiota de Denver, ese Philip Mason —dijo entre dientes apretados—. Lo despedazaría miembro a miembro. Y yo no iba a ser el único. Sé…

Fue interrumpido por un grito procedente de la parte de atrás de la casa, donde su hijo Teddy se suponía que estaba durmiendo. Tenía ocho años, y podía considerarse entre los afortunados; no tenía nada peor que un asma ocasional. Aunque desde el anuncio de su inminente traslado a Los Angeles habían estado temiendo la aparición de otra nueva crisis, hasta el momento no se había producido nada.

—¡Papi! ¡Mami! Hey, mirad… ¡hay fuegos artificiales!

—Cristo, ¿todavía no se ha dormido ese chico? —Halkin saltó en pie—. ¡Yo le voy a dar fuegos artificiales!

—¡Rodge, no te enfades con él! —gritó Belinda, y echó a correr tras él.

Y el chico no estaba en la cama, ni siquiera en su habitación. Estaba fuera en el patio de atrás mirando al cielo. Sobre la ciudad no había nada que ver excepto el habitual reflejo amarillento de sus luces en la bruma baja que ocultaba todas las estrellas desde el octubre pasado.

—¡Vuelve a meterte inmediatamente en casa! —ordenó Belinda, pasando por delante de su marido y arrastrando al muchacho hacia el interior—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡Nunca debes salir fuera sin tu mascarilla!

—¡Pero vi fuegos artificiales! —gritó el chico—. ¡Desde mi ventana! ¡Y quiero ver el resto del espectáculo!

—Yo no veo ningunos fuegos artificiales —murmuró Halkin, mirando a su alrededor—. Quizá lo soñaste. Entremos. El aire nocturno estaba empezando a hacer ya que le picaran los ojos. Empezaba a prever ya otra noche en blanco montando vela a la cabecera de la cama de Teddy con la mascarilla de oxígeno preparada, y aquello era lo último que deseaba en estos momentos. Mañana necesitaba tener la cabeza completamente despejada.

—¡Ahí arriba! —gritó Teddy, y empezó a jadear y a toser y a ahogarse mientras gritaba.

Alzaron la vista, automáticamente. ¡Sí, sobre sus cabezas! ¡Algo muy brillante, una flor de llamas!

Y, sobre el techo inclinado de la casa, un golpe, y una oleada de fuego que chapoteaba y salpicaba, y empapaba sus ropas, y se pegaba a su piel, y los mataba en pleno grito. Era excelente napalm, de la mejor calidad americana, fabricado por la Bamberley Oil.

MEDIDA DE PRECAUCIÓN

Dos veces durante la semana pasada había sido seguido hasta casa. Era el mismo tipo que, por primera vez hacía unos diez días, se había mostrado en la terminal de basuras de la Southern California Railroads donde eran cargados los vagones para ser llevados al interior. Estaba allí ostensiblemente porque se sentía curioso acerca de aquel proyecto de reconvertir el desierto utilizando desechos domésticos libres de metales y de plásticos para impregnar el polvoriento suelo con humus, pero había demostrado más interés en los propios hombres que en el trabajo que estaban haciendo.

Si no era un policía, era probablemente un periodista. Intentó entrar en contacto con Peg Mankiewicz, pero en la oficina del periódico todo lo que pudieron decirle era que había abandonado la ciudad. Antes de que llegara la tercera vez, por lo tanto, Austin Train dejó el importe de su alquiler por el resto del mes allá donde el casero pudiera encontrarlo, y tomó el autobús hacia el norte, hacia San Francisco. Allí también había basura en abundancia. Había algo que le rondaba por la cabeza, y no quería estropearlo todo por culpa de un acceso de renovada publicidad.

HAGA LAS MALETAS Y EMPIECE DE NUEVO

Agotado, Philip Mason penetró en el apartamento y colgó su abrigo y su mascarilla facial. Tan pronto como oyó la puerta Denise apareció para darle la bienvenida y un beso, y en vez de darle el habitual roce de sus labios lo rodeó apretadamente con sus brazos e introdujo vehementemente la lengua dentro de su boca.

—¿Cómo puedes después de todo lo que te he hecho? —murmuró él cuando finalmente sus labios se separaron.

—¡Tonto! —Sonaba como si estuviera llorando, pero su rostro estaba apoyado contra la mejilla de él y no podía verlo.

—Pero es definitivo ahora. He sido despedido, y están vendiendo la oficina completa a otra compañía…

—¡Idiota! Me casé contigo porque te quiero, no para ponerte una bola y una cadena en los pies, y me casé
contigo
y no con tu trabajo. «En la salud y en la enfermedad…», y todo eso.

—No te merezco —dijo él—. Te aseguro que yo no… ¡Dime! —Golpeado por un repentino pensamiento—. ¿Te acordaste de llamar a Douglas? —habían empezado a llamar al doctor McNeil por su nombre de pila.

El rostro de ella se ensombreció.

—Sí.

—¿Qué ha dicho?

—La cosa mejora, pero aún no está completamente curada. Otro mes. De todos modos, son mejores noticias que la vez anterior… —Lo tomó del brazo—. Ven a la sala de estar, querido. Alan está aquí, y estaba preparando unas copas.

—¿Alan Prosser? ¿Qué es lo que quiere?

—Hablar contigo, ha dicho. Ven.

—¿Dónde están los chicos? ¿No están aquí?

—No, están abajo, con los Henlowe. Es el cumpleaños de Lydia. Volverán dentro de una hora.

Tras saludarse Alan se reclinó hacia atrás en el gran sillón que le habían ofrecido y aceptó la copa que Denise le tendía.

—Diablo afortunado —le dijo a Philip.

—¿Tú crees? —dijo Philip sombríamente, dejándose caer en su propio sillón.

—¡Seguro! Con esa hermosa mujer que tienes… —Denise estaba al alcance de su brazo, de modo que le dio una palmada en el trasero y provocó una pálida sonrisa—, una preciosa casa tan bien arreglada… ¡Cristo, si vieras como está allá donde vivo!

—¿No tienes… bien, una mujer de la limpieza o algo así? —preguntó Denise. Sólo había visto a Alan un par de veces, y en ninguna de las dos ocasiones él había hablado mucho de sí mismo.

—Lo intenté —Alan pareció lúgubre—. Me enviaron a una de esas chicas de Santo Domingo.

—Oh, ¿la isla donde cortaron todos esos árboles? —dijo Philip, más para mostrarse educado que porque se sintiera interesado.

—Esa exactamente. Ahora, las tormentas de arena soplan todo el tiempo, llegando hasta Trinidad incluso, por lo que dicen. Parece que es un infierno. Pero volviendo a la chica: no hubo forma. Era agradable, seguro, y de confianza, pero… bien, prácticamente tuve que enseñarle como se usaba el wáter, ¿entiendes lo que quiero decir? De modo que cuando tuvo que volver a su casa, a cuidar a su madre que se había puesto enferma, no lo lamenté… Pero pienso que estarás más preocupado por tus problemas que por los míos. Tienes problemas, ¿verdad?

—¿Te lo ha dicho Denise o lo has adivinado?

—Ninguna de las dos cosas. Simplemente, tengo buenos contactos financieros de costa a costa. Y los rumores sobre Angel City son tan intensos que uno no puede ignorarlos. Yo tenía acciones en tu firma… como compañía de seguros que es, sabe cortar la carne hasta muy cerca del hueso… pero me desprendí de ellas hace unas semanas. ¿Van a declararse en quiebra, o simplemente van a vender sus operaciones fuera del Estado a otras compañías y limitarse a California?

—Van a vender, por supuesto. —Pero Philip estaba mirando a Alan con un nuevo respeto. La compañía había sudado sangre para ocultar el hecho de que estaba acorralada, con lo que había conseguido que sus acciones bajaran tan sólo un veinte o treinta por ciento en vez del probable noventa por ciento—. Lo cual me incluye a mí —continuó—. Me han agradecido los servicios prestados, y los negocios de aquí van a ser vendidos a un gran consorcio de Nueva York que va a traer a su propia gente. Así que estoy sin empleo.

—No, no lo estás.

—¿Qué?

—¿Tienes algo de dinero? ¿O puedes hacer que te lo presten?

—Oh… No te entiendo.

—Hablo en inglés normal, ¿no? —Alan agitó su vaso en el aire—. ¿No tienes nada de dinero? ¿Un seguro de vida sobre el que puedas pedir prestado? ¿Una segunda hipoteca? ¿Un préstamo bancario? ¿Economías?

—Bueno, nunca hemos tocado lo que el padre de Dense le dejó… ¡Escucha! ¿A qué viene todo esto?

—Estoy diciéndote que no estás sin empleo. No a menos que tú insistas en ello. ¿Recuerdas que te dije que mi socio se largó, ese Bud Burkhardt al que dijiste que conocías?

—Seguro. ¿Qué hay con él?

—Bien, creo que fue un estúpido idiota, para empezar, aceptando ese puesto en Puritan, así que no lamento haberme librado de él…

—¿Ahora está con Puritan? —interrumpió Denise—. ¿El hombre que vino a cambiarnos la instalación en nuestra última casa?

—Eso es —asintió Alan—. Dirige su sucursal de Towerhill.

—Oh, entiendo lo que quieres decir —dijo ella, y se mordió el labio—. El lugar es… bueno, todavía no una ciudad fantasma, pero… —Hizo un gesto con su mano elegantemente manicurada.

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