—Es usted un hijo de puta —dijo—. Un viejo diablo presuntuoso. Un hipócrita. Un asqueroso vejestorio deshonesto. Usted envenena el mundo, usted y su generación. Usted es quien ha lisiado a mis hijos. Usted quien se aseguró de que nunca comieran alimentos sanos, bebieran agua pura, respiraran aire suave. Y cuando alguien acude a usted en busca de ayuda, le da la espalda.
Repentinamente estaba llorando y tirándole cosas… un gran tintero de cristal, lleno de una preciosa tinta intensamente negra, que ocasionó una magnífica mancha chorreante en su camisa blanca. Un libro, un montón de papeles. Cualquier cosa.
—Philip no es… ¡no es lo que usted le ha llamado! ¡No lo es, no lo es! ¡Es mi marido, y yo le quiero!
Se giró en redondo. Había una alta librería con puertas de cristal llena de textos de medicina. Aferró una de las puertas, la abrió de par en par, tiró de ella con todas sus fuerzas, haciendo bascular el mueble, que se inclinó y cayó con un estruendo maravilloso de oír.
Tras lo cual se fue.
Al fin y al cabo, todo estaba asegurado en Angel City.
—¡Oh Señor! —dijo el señor Bamberley, la frente baja, a la cabecera de la gran mesa de fino roble—, entra en nuestros corazones, te rogamos, y que esta comida alimenta nuestros cuerpos del mismo modo que nuestras almas son alimentadas por Tu palabra, amén.
Amén, dijo un coro dispar, apenas audible entre el ruido de la porcelana y la plata. La silenciosa chica negra que trabajaba como criada de los Bamberley —su nombre era Christy y era gorda— ofreció a Hugh un cestito de panecillos y bollos. Tomó un bollo. Como siempre, había demasiado vinagre en la ensalada. La lengua le picaba.
Había vuelto de la universidad para pasar el fin de semana en casa, y aquel era el ritual de la comida del domingo después de la misa. Aparentemente, los criados, en el cosmos del señor Bamberley, no tenían derecho a ningún tiempo para sus deberes religiosos, pese a que tanto Christy como Ethel, la cocinera, eran profundamente devotas. Se las podía oír cantando espirituales en la cocina durante casi todo el día.
Pero los domingos por la mañana trabajaban como esclavas desde las seis de la mañana para tener a punto la comida de la familia.
Frente a su marido, regordeta, con una sonrisa en su rostro tan estereotipada como la de una muñeca de cera, se sentaba la señora Bamberley… Maud. Era diez años más joven que su marido y estaba veinte puntos por debajo de él en la escala del CI. Estaba convencida de que él era maravilloso, y a veces daba charlas a los grupos locales de mujeres para decirles lo maravilloso que era. También formaba parte del jurado de las competiciones florales, y era entrevistada regularmente por la prensa y la televisión locales cuando algún veterano con remordimientos de conciencia se unía al plan de adopción Doble-V. Ella misma era, por cortesía de su marido, una gran adoptadora, y cuando le hacían preguntas capciosas sobre raza y religión estaba preparada con las respuestas adecuadas: un chico de distinto color al del resto de la familia se sentiría tan terriblemente avergonzado, y además ¿acaso todos los padres no desean que sus hijos sean educados en su propia fe?
Tras su silla, en una pared recubierta por un costoso lapizado de terciopelo, un retrato de su abuelo les miraba fijamente. Había sido un obispo episcopalista, pero el cuadro lo mostraba con el traje de un caballero de Nueva Inglaterra aferrado a las viejas costumbres inglesas de la cacería: chaqueta roja, botas marrones, cuello blanco eclesiástico y pechera de seda negra.
Hugh se refería a él diciendo que iba vestido para matar.
La ensalada fue sustituida —pese a que Hugh solamente habla probado un bocado de ella— por un plato de pescado frío con mayonesa. Tampoco lo tocó. Últimamente tenía miedo de todo lo que procedía del mar.
Era la primera vez que estaba con la familia desde la desastrosa entrevista del señor Bamberley en el show de Petronella Page y el subsiguiente cierre de la planta hidropónica. Todo el mundo estaba dispuesto a creer, tan pronto como el experto en París publicó su veredicto sobre las víctimas, que había habido realmente veneno en el Nutripon. Hugh había llegado a casa el viernes por la noche. Desde entonces no había habido ni una sola referencia a aquel suceso.
Era bien sabido que Petronella Page era absolutamente implacable con todo tipo de farsantes. Hugh se sintió interesado al constatar que ella compartía su propia opinión: el señor Bamberley era un farsante en gran escala.
Correspondiéndose con el anterior, detrás de la silla del señor Bamberley otro retrato les miraba fijamente, el de su propio abuelo. Lo mostraba —un hombre corpulento, con las piernas un metro abiertas, los puños en las caderas— cometiendo una violación. Al menos esa era la descripción de Hugh. La gente que no conocía la historia podía contentarse con reconocer el pozo de petróleo al fondo del cuadro.
El pescado fue reemplazado por bandejas de carne asada, platos de patatas al horno y hervidas, zanahorias, coles, guisantes. Había también recipientes con salsas y crema de rábano picante importada de Inglaterra. Silenciosa como siempre, Christy trajo una jarra de cerveza de una marca que a Hugh no le gustaba, una concesión semanal a los chicos mayores, y otra de limonada para Maud y «los niños».
Hasta entonces no se había dicho nada que tuviera la menor importancia.
El resto de los sentados a la mesa eran los hijos adoptivos del señor Bamberley, con omisiones. Cyril, que además de ser el más antiguo era el que estaba mejor establecido, se hallaba en Manila. Se había graduado con honores en West Point y ahora era el ayudante de campo, a los veinticuatro años, de uno de los generales que estaban estableciendo lo que Prexy denominaba «el bastión del Pacífico»… en otras palabras, una alianza blanca que comprendía Australia, Nueva Zelanda y los pocos países latinoamericanos que gozaban aún de dictaduras de derechas, destinada a contener la oleada prochina, neomarxista, que brotaba por todas partes en el planeta.
Hugh se había encontrado con Cyril tan sólo una vez, inmediatamente después de su propio reclutamiento en la familia, y había sentido una aversión inmediata hacia él. Pero por aquel entonces estaba demasiado abrumado por sus propios problemas como para decir nada.
La segunda omisión era Jared. Jared, que tenía veintiún años, estaba en prisión. Uno no debía hablar de él en presencia del señor Bamberley. Había sido condenado por ayudar a organizar un movimiento protupamaro entre los chicanos de Nuevo Méjico. Hugh no lo había visto nunca; estaba cumpliendo una condena de cinco años.
Pero pensaba que probablemente congeniarían mucho.
Y Noel, cinco años, estaba en cama con fiebre, pero los demás estaban allí. Partiendo del lado de Maud se sentaban Ronald, que tenía dieciséis años y era más bien apático; Cornelius, inteligente y respetuoso, pero víctima de ocasionales ataques desde su veinteavo cumpleaños… no epilepsia, sino algo que tenía que ver con las enzimas que alteraban el intercambio de energía entre una célula nerviosa y la siguiente, y que eran mantenidas bajo control por una dieta especial; luego Norman, ocho años, con un tic facial, y Claude, diez años, con unos dientes en tan mal estado que a veces se le partían de lado a lado y caían de su boca. Una familia más bien típica en muchos sentidos, pese a haber sido reunida a partir de fuentes tan distintas: los que rozaban los veinte años físicamente sanos, los más jóvenes no. Hugh tenía una amiga en la universidad con un hermano menor que vomitaba cualquier cosa que comiera cocinada con aceite de maíz.
Y esos hijos de mala madre no querían admitir que habían echado a perder el mundo.
—Hugh —dijo el señor Bamberley—, ¿has dicho algo?
No había pretendido hacerlo. Pero recordó el eco de sus palabras. Sin mirar a su derecha, tendió la mano hacia su cerveza.
—Lo siento, Jack. ¿Me has hecho alguna pregunta?
—¡Sí, lo he hecho! —El señor Bamberley depositó su cuchillo y su tenedor al lado de las enormes rodajas de buey parcialmente cortadas—. He tenido la clara impresión de que tú… esto… murmurabas una palabra que desapruebo profundamente.
Hugh vació su vaso y se echó hacia atrás con un suspiro.
—¿Y qué si lo hice?
El señor Bamberley enrojeció hasta la raíz de sus reculantes cabellos.
—¿Qué razón tenías para emplear una palabra así?
—Las razones están a todo nuestro alrededor —restalló Hugh, e hizo un gesto que abarcaba el lujosamente amueblado comedor, la comida amontonada sobre la mesa, la criada aguardando en un rincón como un maniquí de escaparate.
—¡Explícate mejor! —el señor Bamberley estaba al borde de la congestión con el esfuerzo de controlar su furia.
—¡De acuerdo, lo haré! —De pronto Hugh ya no pudo seguir soportando la presión. Saltó sobre sus pies, dejando que la silla cayera a sus espaldas—. Aquí estás sentado, atiborrándote y llenando tu gorda barriga con comida procedente de todas partes de este asqueroso mundo, después de haber envenenado a miles de pobres negros en África… ¿o no? ¿Acaso estás compartiendo sus sufrimientos, ayudándoles a recoger los pedazos? ¡Infiernos lo estás haciendo! Estás luchando con dientes y uñas para evitar lo único que podría ayudar a poner en claro lo ocurrido, gritando que una investigación de las Naciones Unidas «no serviría para nada constructivo»… ¡he leído lo que dijiste en los periódicos! Aquí estás, ante tu maravillosa mesa, engullendo y tragando y dándole las gracias a Dios por todo ello, ¡como si esperaras que Dios te dé las gracias a ti por toda esa gente a la que has matado o llevado a la locura!
El señor Bamberley tendió hacia la puerta una temblorosa mano de la que colgaba su servilleta, como una arrugada bandera.
—¡Sal de esta habitación! —rugió—. ¡Sal de esta casa! ¡Y no vuelvas a ella hasta que estés dispuesto a pedir disculpas!
—Exactamente lo que esperaba que dijeras —dijo Hugh con voz fría. De pronto se sintió muy adulto, muy maduro, casi viejo—. Muy en la tradición: pateas a la gente en los testículos y esperas que te pidan perdón. Porque tú y la gente como tú nos sentamos aquí en el país más rico del mundo rodeados de chicos enfermos…
—¡Tienes una boca sucia y una mente sucia!
—¿Pretendes decirme que adoptaste a Norman por su tic? No me cuentes boberías. Oí a Maud: te diste cuenta de ello cuando los papeles ya habían sido firmados. Mira los dientes de Claude, ¡como tocones podridos! Mira a Corny envidiándonos porque nosotros podemos comer comida normal. ¡Tú…!
Pero la tensión venció a Corny en aquel momento. Siempre era el stress lo que desencadenaba sus ataques. Se derrumbó sobre su plato, boca abajo, esparciendo y salpicando su bazofia especial por todas partes. Mientras Maud y Christy acudían a ayudarle, Hugh lanzó su última flecha.
—Tú y tus antepasados tratasteis el mundo como si fuera una maldita gigantesca taza de wáter. Os sentasteis en él y derramasteis toda la mierda que llevabais dentro. Y ahora está lleno y rebosando, y vosotros os sentís gordos y felices y os importa un comino que los niños negros se estén volviendo locos para que podáis seguir siendo ricos
. ¡Adiós!
Dio un portazo tan fuerte como le fue posible al salir, esperando que el impacto hiciera caer el retrato de Jacob Holmes Bamberley I.
Pero el clavo estaba hundido demasiado sólidamente en la pared.
…culpable de utilizar aceite vegetal bromado, un agente emulsionante ilegal. Pese a las afirmaciones de la defensa de que no ha podido probarse la existencia de daño alguno en nadie que haya consumido el alimento en cuestión, la compañía ha sido multada con cien dólares. Y ahora el tiempo. Los índices de SO
2
, ozono y alquilo de plomo siguen siendo altos…
Ante la casa de piedra gris que Michael Advowson llamaba su hogar, junto a la acera, estaba aparcado un coche oficial de color verde con la brillante pintura parcialmente deslucida por la sucia lluvia. Lo ignoró. Ignoró también al hombre con la gabardina color gamo que se alzó para acudir a su encuentro en el vestíbulo… o lo hubiera ignorado si el desconocido no le hubiera bloqueado la puerta a su consulta, y Advowson llevaba entre sus brazos a una sangrante niña, llorando y gritando a todo pulmón.
—¡Apártese de mi
camino
! —restalló, rechazándolo con un hombro.
—Pero doctor, es… —era la voz de su ama de llaves, la señora Byrne.
—¡Conozco al señor Clark! ¡Estuvo aquí el mes pasado! Tranquila, querida, tranquila, pronto dejará de dolerte. ¡No te asustes! —Dejó a la niñita sobre la mesa de exámenes. Inmediatamente la blanca sábana se volvió brillante y roja alrededor de su pie.
—Entre y haga algo útil o lárguese —añadió, dirigiéndose al hombre del impermeable—. Mejor que haga algo útil. Lávese las manos, ¡rápido! —Mientras tanto iba eligiendo de los armarios dispuestos alrededor de la habitación vendas, polvos, una jeringuilla, tijeras para cortar el zapato y el calcetín.
Dando un paso inseguro al interior de la habitación, Clark dijo:
—¿Qué… qué ha ocurrido?
—Un cristal. Utilice ese jabón, el de color rojo oscuro. Es antiséptico.
—Yo no…
—¡He dicho un cristal! —Michael tranquilizó a la niñita con una palmada en la mejilla. Estaba tan aterrada que se había orinado, pero eso podía limpiarse en un momento. Prosiguió, mientras clavaba la aguja de la jeringuilla en la tapa de caucho de una ampolla—: Estaba jugando en la granja Donovan, donde durante años han estado echando basura. Pisó una botella rota, y…
Con una repentina y perfectamente controlada fuerza sujetó la pierna de la niña y la mantuvo inmóvil a la fuerza mientras clavaba la aguja. Instantáneamente la niña cerró los ojos.
—Y lo más probable es que pierda su dedo gordo. Y sufra también un envenenamiento de la sangre, a menos que actuemos rápidamente. ¿Es su coche el de fuera, un coche del gobierno?
—Bueno… sí.
—Entonces quizá nos ahorremos el tener que esperar la ambulancia. Mi coche está en el taller. Ahora venga y ayúdeme. Haga lo que le diga, eso es todo.
Clark se acercó: demasiado joven para ser padre, quizá, y vivir día y noche con miedo a lo que pueda ocurrirle a su hijo o a cualquier otro niño. El dedo gordo había sido completamente seccionado. Michael se lo tendió mientras restañaba la sangre.
Era valiente, y al menos consiguió dejar el dedo sobre una mesa antes de salir corriendo de la habitación; unos instantes después lo oyó vomitar en el césped.