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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (41 page)

BOOK: El rebaño ciego
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HORA PUNTA

Petronella Page:
¡…y bienvenidos a nuestra nueva emisión del viernes, donde rompemos nuestras costumbres habituales y cubrimos todo el planeta! Más tarde nos trasladaremos a Honduras para efectuar algunas entrevistas en plena línea de fuego, y por satélite a Londres para recoger en directo las opiniones relativas a los tumultos en la distribución de alimentos a los cinco millones de parados ingleses, y finalmente a Estocolmo donde hablaremos en persona con el nuevo secretario electo de la Asociación «Salvemos el Báltico» y descubriremos como está funcionando este último intento de rescatar a un mar moribundo. Pero en este momento tenemos en pantalla un episodio realmente triste, el secuestro del muchacho de quince años Hector Bamberley. En estos momentos, en nuestros estudios de San Francisco… Oh, ya tengo la imagen en el monitor. ¡Hola, señor Roland Bamberley!

Bamberley:
Hola.

Page:
Todos aquellos que siguen las noticias saben que su hijo desapareció hace más de una semana. Sabemos también que se ha recibido una petición de rescate realmente extraña. ¿Existen ya algunas pistas sobre la identidad de los criminales?

Bamberley:
Algunas cosas han resultado obvias desde el principio. Para empezar, se trata de un delito de motivaciones claramente políticas. Durante el secuestro fue empleada una granada de gas anestésico, y esas no se encuentran bajo los árboles, por lo que es evidente que tenemos que tratar con un grupo subversivo bien equipado. Y unos secuestradores ordinarios no hubieran fijado un rescate tan ridículo.

Page:
Hay gente que diría que por el contrario una granada de ese tipo puede obtenerse muy fácilmente, y que cualquiera harto de la evidente mala calidad del agua de California podría…

Bamberley:
Excusas.

Page:
¿Ese es su único comentario?

Bamberley:
Sí.

Page:
Se ha informado que una primera entrega de cuarenta mil filtros de agua Mitsuyama destinados a su compañía llegaron ayer. ¿Tiene usted intención de…?

Bamberley:
¡No, no reservaré ninguno de ellos para ese pretendido y estúpido rescate! No voy a someterme a un chantaje ni a convertirme en cómplice de los planes de unos traidores. He dicho a la policía que este secuestro es obra de un movimiento subversivo altamente organizado que pretende desacreditar a los Estados Unidos, y si sólo fueran medianamente buenos en su trabajo ya tendrían sobre sus mesas los nombres de los culpables, e incluso… ¡incluso sus marcas de licor preferidas! Pero me niego a colaborar con ellos en ninguna forma.

Page:
¿Cómo puede considerar que el pagar un rescate por la vida de su hijo es colaboración?

Bamberley:
A finales de los sesenta y a principios de los setenta hubo una masiva campaña de descrédito contra los Estados Unidos. Se le dijo al mundo que este país era el infierno en la tierra. Hemos conseguido recuperar algo de nuestro orgullo y amor propio, y no podemos permitirnos perder el terreno que hemos reconquistado. Si yo cedo, nuestros enemigos pueden airear ese acto como una admisión de que proporcionamos a nuestros propios ciudadanos un agua insalubre. ¡Piensen en la capitalización política que podrían hacer de eso!

Page:
¿Pero usted no ha admitido ya eso realizando la importación de todos esos purificadores?

Bamberley:
Tonterías. Soy un hombre de negocios. Cuando existe una demanda doy los pasos necesarios para cubrirla. Hay una demanda de esos purificadores.

Page:
¿Acaso no habrá gente que proclamará que la existencia de esa demanda prueba que las autoridades no están suministrando agua potable? ¿Y que pagando el rescate de su hijo en realidad lo que hará será arreglar un poco la situación?

Bamberley:
Hay gente que dice cualquier cosa.

Page:
Con el debido respeto, eso no responde a mi pregunta.

Bamberley:
Mire, cualquier persona razonable sabe que hay ocasiones en las que uno necesita un agua muy pura… para mezclar en el biberón del bebé, por ejemplo. Normalmente usted la hierve. Utilizando esos filtros que estoy importando, usted no tendrá que tomarse esa molestia. Esto es todo.

Page:
Pero cuando es su único hijo quien… ¿Hola? ¿Señor Bamberley? ¿Hola, San Francisco?… Lo siento, mundo, parece que hemos perdido temporalmente… Un momento tan solo, hagamos una pausa para… esto… pasar la identificación de nuestra estación.

(Corte en la transcripción durante aproximadamente 38 segundos.)

Ian Farley:
Pet, tendrás que pasar al siguiente tema. Alguien ha puesto fuera de servicio nuestros transmisores en Frisco. Creen que puede haber sido una bomba de mortero.

REENFOCADO

Había habido aquel interminable —fuera del tiempo— período de su vida en el que todo parecía plano, como una mala fotografía. Nada conectado. Nada que tuviera alguna significación.

Era consciente de algunos hechos como: nombre, Peg Mankiewicz; sexo, femenino; nacionalidad, americana. Más allá de eso, el vacío. Un terrible vacío en el que, en el momento mismo en que bajaba la guardia, incontroladas emociones como el miedo y la miseria la envolvían.

Miró por una ventana. Era posible ver un pequeño trozo de cielo a su través. El cielo era tan gris y plano como lo había sido el mundo desde… ¿cuánto tiempo? No lo sabía. Pero estaba lloviendo. Debía haber empezado ahora mismo. Era como si alguien fuera de su vista estuviera lanzando cucharaditas de un lodo fino. Plop en el cristal: un irregular manchón elíptico de color oscuro. Y otro, un poco mayor. Y otro más pequeño. Y así. Cada sucia gota creaba riachuelos en la suciedad acumulada en la parte exterior del cristal.

No le gustaba mucho la idea de la sucia lluvia. Miró al interior de la habitación, y descubrió que algunas cosas habían cobrado relieve. Había una mesa escritorio tras la cual se sentaba un hombre negro de unos cuarenta años, mirándola. Le recordaba a Decimus, pero más gordo. Dijo:

—Debería saber quién es usted, ¿verdad?

—Soy el doctor Prentiss. Llevo un mes tratándola.

—Oh. Por supuesto. —Frunció el ceño, y se pasó la mano por la frente. Parecía como si tuviera demasiado cabello—. No recuerdo como yo…

Mirando por la habitación, buscó alguna pista. Recordaba vagamente aquel lugar, como si lo hubiera visto antes en alguna vieja película de televisión, en blanco y negro. Pero la moqueta era en realidad verde, y las paredes eran blancas, y había una estantería para libros en pino natural con volúmenes azules y negros y marrones y rojos y de muchos colores, y tras su escritorio negro —un segundo—, el doctor Prentiss, con un traje gris. Bien. Las cosas empezaban a encajar.

—Sí, recuerdo —dijo—. En el hotel.

—Ah. —Prentiss le dio a la no-palabra el sentido de un aplauso. Se echó hacia atrás en su sillón, uniendo sus dedos gruesos pero largos—. ¿Y…?

Era como caer en un cuento de hadas: no del tipo amable de los de Andersen, sino del tipo de los de Grimm, extraídos de los inmundos pozos del subconsciente colectivo. Una poción mágica, por decirlo así. No deseaba pensar en ello, pero pensaba en ello, y puesto que no podía dejar de pensar en ello, era marginalmente más soportable hablar que mantenerse en silencio.

—Sí —dijo cansadamente—. Ahora lo recuerdo todo. Llegaron en el momento oportuno, ¿no? ¿Quiénes eran… el FBI?

Prentiss dudó.

—Bueno… Sí, supongo que lo adivinó de todos modos. Estaban siguiendo a la gente que la visitó.

—Arriegas —dijo Peg—. Y Lucy Ramage.

Pobres inocentes criaturas de los bosques. La jungla de Nueva York era demasiado para ellas. Muy lejos, un terror innombrable. Se sintió aislada de todo ello ahora, como si estuviera intentando recordar por delegación. Quizá con el cerebro de Lucy Ramage. ¿Había visto la parte frontal de su cabeza después de que la bala la destrozara, o sólo lo había inventado en su imaginación? De cualquier forma era algo repulsivo. Para apartar sus pensamientos de aquello miró a las ropas que llevaba: una camisa y unos pantalones azul pálido. No eran suyos. Detestaba el azul.

—¿Cómo se siente ahora, Peg? —preguntó Prentiss.

Estuvo casi a punto de cerrarse de nuevo en sí misma, por reflejo; toda su vida había odiado a los hombres que ofrecían una familiaridad instantánea. Y entonces se dio cuenta: había perdido cuatro semanas. Increíble. El tiempo borrado de su vida como una cinta cortada y empalmada. Se obligó a sí misma a tomar conciencia de su condición, y experimentó su shock de sorpresa.

—Bien… ¡muy bien! Un poco débil, como cuando una se levanta de la cama después de estar enferma, pero… Descansada. Relajada.

—Es la catarsis. ¿Conoce el término?

—Claro. Una descarga de tensión. Como reventar un absceso.

—Sí, exacto.

—¿Fue la comida que me hicieron tragar la que… esto…?

—¿La llevó hasta este hospital? —murmuró Prentiss—. Sí y no. No pudo usted tener tiempo de ingerir una dosis peligrosa de la sustancia que ellos pusieron en lo que le hicieron comer, y por supuesto cuando supimos lo que había ocurrido le practicamos un lavado de estómago. Pero usted debe haber permanecido bajo tensión durante un tiempo considerable. Estaba usted tensa como el pelo de un gatillo, lista para hacer bang a la menor presión.

Aquello tenía sentido. Aunque él había dicho algo sobre «la sustancia que ellos pusieron…» ¿Acaso no estaba ya allí antes? Sin embargo, no se sentía con ánimos para discutir aquello.

—Por lo que dice, parece como si me hubieran hecho un favor sin pretenderlo —dijo.

—No deja de tener razón. Sospecho que lo hicieron. Al menos una gran cantidad de material hasta entonces reprimido ha sido purgado de su subconsciente. Por eso ahora se siente agradablemente relajada.

—¿Qué… clase de material? —Con una vaga alarma, como alguien que descubre que han practicado un orificio en la pared de su cuarto de baño para espiarle.

—Creo que usted lo sabe —murmuró Prentiss—. Ese es el beneficio de este tipo de experiencias, por desagradables que sean en su momento. Usted empieza a admitir todo tipo de cosas que siempre se había ocultado a sí misma.

—Sí. —Peg miró hacia la ventana. La lluvia era intensa ahora, y los cristales estaban casi opacificados por la sucia agua—. Sí, era todo el maloliente mundo lo que me abrumaba, ¿no? Toda el agua sucia… cosas así. —Señaló—. Todo el suelo lleno de productos químicos. El aire invadido por los humos. Y ningún amigo en ningún lugar en quien poder confiar, nadie que me dijera cómo seguir con vida.

Aquí estaba, al fin había salido. Y debía ser la verdad, porque aquel tranquilo doctor de piel oscura estaba asintiendo.

—Pero usted tenía un amigo en quien confiaba —dijo él—. Estuvo hablando de él durante todo el tiempo. Probablemente sabe a quien me refiero.

—¡Oh! ¿Decimus Jones? —dijo Peg con un sobresalto. Había parecido estar siempre allá, en algún jugar en el plano grisor del otro mundo.

—Sí.

—Pero está muerto.

—Aún así, ¿no tenía él amigos? ¿No son algunos de sus amigos también los amigos de usted?

Peg asintió prudentemente. Ahora que se sentía mucho más como una persona normal, su guardia empezaba de nuevo a alzarse. Había algo ligeramente demasiado casual en el suave tono de voz del doctor negro, como si estuviera escondiendo alguna cosa.

—Usted ha hablado mucho de ellos. Daba la impresión de que les apreciaba mucho. Habló de Jones, como he dicho, pero también de su hermana, de su esposa, de sus hijos adoptivos, de montones de otra gente que le conocían y le conocen a usted. Incluso mencionó a Austin Train.

Así que eso era. Peg se tranquilizó y dijo con voz fría:

—¿Lo hice? Qué extraño. Sí, llegué a conocerlo, pero sólo superficialmente, y hace muchos años. Y por supuesto luego me he encontrado con algunos de esos que adoptaban su nombre. Ridículo hacer esto, ¿no cree? ¡Como si fuera alguna especie de magia protectora!

Cuando se la llevaron de vuelta a su habitación, el hombre que había estado escuchando en la habitación adyacente entró con el ceño fruncido.

—¡Bien, lo ha estropeado todo! —restalló.

—¡No he estropeado nada! —respondió Prentiss—. Hice exactamente lo que me dijeron que hiciera. Si ustedes olvidaron el hecho de que sus referencias a Austin Train podían aplicarse también a cualquiera de los que adoptaron luego su nombre, ése es su problema. ¿Y por qué están tan ansiosos por encontrar a ese tipo, además?

—¿Por qué cree usted? —estalló el otro—. ¿Acaso este condenado país no se está desmoronando a nuestro alrededor? ¿Y no están esos sucios saboteadores haciendo lo que hacen en nombre de Austin Train? ¡A menos que lo encontremos y lo empicotemos en público, mostrándolo como el payaso y el traidor que es, puede volver a la escena en cualquier momento que quiera y hacerse con el mando de un ejército de un millón de fanáticos!

AGOSTO
PERSEGUIDA POR EL ARPÓN EXPLOSIVO

¡Por ahí resopla, amigos, por ahí resopla ahora!

¡Por ahí resopla, amigos, directa frente a proa!

¡Saltemos, amigos, arriad las velas,

Tomad los botes y cacemos a las ballenas!

Son un ballenero de Newcastle, tengo dinero en casa,

Pero mi mayor placer es recorrer el Atlántico,

Desafiar el rudo océano y añadir a mi lista:

¡He matado cincuenta ballenas y mataré cincuenta más!

¡Por ahí resopla…!

Las calas están llenas, hay un fin a la caza,

Nos haremos ricos con el aceite y la grasa,

¡Y cuando esté en tierra y camine por la calle,

el sonido de las monedas será dulce música a mis oídos!

¡Por ahí resopla…!

Iré a la taberna y pediré cerveza y ale,

Y las chicas me rodearán y me llamarán querido.

Ningún rey ni emperador vive más galantemente

¡Que un ballenero de Newcastle que vuelve a casa del mar!

¡Por ahí resopla…!

—Balada marinera, aprox. 1860, sobre la

música de «Una joven honesta».

LA HIERBA ESTÁ CADA VEZ MÁS MUSTIA

…descrito como, cito, desastroso, fin de la cita, por las compañías aéreas, agencias de viajes y operadores turísticos. Las reservas en los hoteles han bajado una media de un 40 y en algunos casos un 60 por ciento. Comentando el informe poco antes de partir hacia Disneylandia, donde debe pronunciar un importante discurso sobre educación, Prexy dijo, cito, Bien, uno no necesita ir al extranjero para saber que nuestro modo de vivir es el mejor del mundo. Fin de la cita. Una advertencia acerca de que cualquier acaparamiento de comida puede ser considerado delito federal ha sido emitida hoy por el Departamento de Agricultura, tras otro día de tumultos en muchas grandes ciudades motivados por las enormes alzas de precios. Los asaltos a camiones cargados de productos hortícolas…

BOOK: El rebaño ciego
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