La emisora enmudeció de repente, como si alguien le hubiera dado a un interruptor, y aquél fue el momento que eligió Mack para cansarse de su juego y destrozar otro de los paneles de la oficina. Todos se agacharon, excepto Pete a causa de su corsé torácico.
—Doroty, traiga mi pistola —susurró Alan—. Pete, ¿crees poder mantenerlo a raya? Tengo entendido que te enseñaron a usar una pistola cuando estuviste en la poli ¿no?
—¡Enseñarme! —bufó Pete—. Todo mi entrenamiento duró seis semanas. Pero sí, puedo disparar sin hacer demasiado el ridículo.
—Doroty…
Ya se había ido.
—¿Qué infiernos puede haberle ocurrido a Mack? —le susurró Philip a Alan, agachándose a su lado.
—¡Vamos venid! —aulló Mack, saltando sobre las destrozadas cajas una y otra vez—. ¡Esto es divertido! ¿Por qué no os unís a la juerga?
—Ese disc-jockey de la radio tampoco parecía estar muy en sus cabales —dijo Pete, también muy suavemente, sin dejar de observar a Mack—. ¿Y todos esos incendios?
—¡Disturbios! —restalló Alan—. No te preocupes por eso ahora, tenemos nuestros propios problemas… ¡oh, gracias! —a Doroty, que le tendía el .32 que guardaba en su oficina contra los intrusos—. Pete, toma eso, mientras Phil y yo intentamos sorprenderlo por detrás, ¿de acuerdo? Si conseguimos saltar sobre él quizá podamos dejarlo fuera de combate. Adelante, Phil…
En aquel momento Mack vio el arma, que Alan no ocultó al tendérsela a Pete. Su rostro se crispó instantáneamente en una máscara de ciego furor.
—¡Hijo de puta! —aulló, y cargó contra ellos. Philip lanzó un grito y retrocedió, intentando proteger a Doroty, y Alan disparó.
—¡Maldito…! —Mack bajó la vista hacia su pecho, desnudo bajo su abierta camisa, y vio el redondo agujero junto a su esternón. Su expresión pasó a un intenso asombro—. Me has…
Una mancha oscura se extendió en el tiro de sus pantalones.
—Infiernos —dijo débilmente—. Me he meado.
Y se derrumbó lentamente de rodillas, y cayó boca abajo contra el suelo.
Doroty empezó a sollozar.
Hubo un largo silencio. La sangre empezó a mezclarse con la orina.
—Ahora tenemos que avisar a la poli —dijo Alan finalmente—. Con teléfono o sin teléfono. Pero… —Miró a sus compañeros uno a uno, suplicante—. Tuve que hacerlo, ¿no?
—Sí —Pete se humedeció los labios—. Si alguna vez he visto el deseo de matar en los ojos de un hombre… Cristo, ¿qué pudo ponerle en ese estado? Nunca se había burlado del que yo fuera negro, como hacen algunos otros. Y luego, de pronto… ¡esto!
—Doroty —dijo Alan, sin poder apartar los ojos del cadáver—, ¿puede coger el coche y…?
—No —interrumpió Doroty. Estaba apretándose convulsivamente las manos para detener su temblor—. Ustedes no han visto cómo están las cosas ahí afuera. No puedo ir en coche sola a ningún lado. No me atrevería.
Philip y Alan intercambiaron una mirada.
—Creo que será mejor que vayamos a ver qué ocurre —dijo Philip, y abrió camino hacia su propio despacho… no el de Alan donde habían estado conferenciando antes cuya única vista al exterior era una alta pared oscura al otro lado de la calle. Apenas hubo abierto la puerta, lanzó una exclamación de aterrada sorpresa.
A lo lejos, el humo ascendía en enormes torbellinos nubosos hasta fundirse con el siempre encapotado cielo. Cuando abrió la ventana penetró un hedor a cosas quemadas: caucho, plástico, madera, Dios sabía qué más. Era infinitamente peor que cualquier incendio de río.
Un momento más tarde apareció un coche de policía haciendo sonar su sirena, y giró sobre dos ruedas hacia el centro de la ciudad. Tuvieron el atisbo de un hombre sentado junto al conductor, blanco, chillándole a un micrófono.
Tras él, rugiendo, varios camiones del ejército, al menos ocho o nueve, repletos de hombres armados con los rostros cubiertos con mascarillas.
—¡Corra fuera y pregunte qué está ocurriendo! —gritó Doroty, y Philip reaccionó. Pero antes de que pudiera alcanzar la calle los camiones ya habían pasado. Regresó secándose los ojos y tosiendo.
—¡Demasiado tarde! —dijo con un esfuerzo—. ¡Pero tiene que haber alguna forma de saber lo que pasa! ¿Tenemos otra radio?
—Sí, la mía —dijo Doroty, y corrió a buscarla.
Conectada con la banda Conelrad, dejó oír una aguda voz de niñita cantando. ¿Pero era realmente una niñita?
—¡Cástor era más grande que Pólux! Y cuando ambos se sentían juguetones, Pólux ofrecía su culo a Cástor para darle placer, y Cástor tenía un gran miembro y tres pelotas.
La voz bajó una octava y media y añadió en un tono completamente profesional:
—Permanezcan a la escucha. Mantengan sus receptores en esta longitud de onda y escucharán nuevas noticias.
Philip, cada vez más frenético, hizo girar de nuevo el dial. Terriblemente pálida, Doroty probó de nuevo el teléfono y confirmó que estaba completamente fuera de servicio, sin el más pequeño sonido en la línea.
—¡Guau, tipos! —dijo la radio, y se oyó una risa como un relincho—. Esto es realmente grande, seguro que Si. Es
fantástico
… ¡Hey, tú, hijo de madre, deja tranquilo ese botón! ¡Este es
mi
programa! Si me cortas, vendré a cortarte otra cosa. —Se oyó el sonido de una botella rompiéndose—. Lárgate de aquí o te hago pedacitos, ¿entiendes?
Otra emisora estaba emitiendo el Himno a la Alegría de la Novena de Beethoven a 45 revoluciones en vez de a 33, y alguien lo estaba encontrando tan divertido que se reía más fuerte que la música.
No había nada más en el dial, ni siquiera en la longitud de onda de la policía, pero eso no significaba nada. La situación del lugar no era muy buena para las ondas cortas, y el aparato no era demasiado potente.
Alan pasó por delante de Philip y cortó la radio.
—Phil, tú tienes una mujer y chicos ahí abajo. Vete a casa.
—Pero…
—¡Ya me has oído! —Ásperamente—. Yo cerraré con Doroty, y luego la llevaré a su casa. Tengo mi pistola. Todo irá bien. Al pasar avisa a la policía de lo de Mack, ¿de acuerdo?
Philip asintió sintiendo martillear su corazón.
—Entonces yo acompañaré a Pete a casa. No puede conducir. —Dudó—. Gracias.
Le costó a Pete entrar en el coche de Philip. Un impulso —quizá su propia conciencia— le había hecho comprar el modelo inmediatamente más pequeño de su marca preferida cuando había comprado su nuevo modelo del año el mes de junio pasado. Tras asegurarse de que Pete estaba bien acomodado, rebuscó en la guantera. Mascarillas filtro.
—Aquí están —dijo, ofreciéndole la que generalmente utilizaba Denise… la de los chicos hubieran sido demasiado pequeñas. Pete la tomó murmurando un gracias. Incluso con el precipitador conectado al ventilador, aquella hediondez era difícil de soportar. El aire estaba ya lleno de grasientas partículas negruzcas.
—¿Crees que es un ataque? —murmuró, con la voz ahogada por la mascarilla—. ¿O solamente disturbios?
—Dios sabe —respondió Philip, sacando algo más de la guantera: la .22 de Denise—. Toma esto también.
—De acuerdo. —Pete la depositó sobre sus rodillas, con su negra mano apoyada blandamente sobre la culata.
—Vamos. A tu casa primero.
Philip puso el coche en marcha y enfiló hacia la salida del aparcamiento… y tuvo que patear bruscamente el freno apenas llegó a ella. Procedente del centro de la ciudad, como un murciélago surgiendo del infierno, un loco de ojos desorbitados al volante de un Maserati.
¡VROOM!
—¿Qué demonios…?
Y detrás de él un Mustang, y un Camaro, y un enorme Lincoln, y…
Hubo un hueco. Philip lo aprovechó. Y conduciendo hacia la ciudad: nadie. Ni un coche durante diez manzanas, doce, ¡quince! Pero viniendo en la otra dirección había tantos coches que ocupaban más de su mitad de calle se metían en la otra mitad, ignorando los semáforos en rojo, cortándose el paso unos a otros, rozándose aunque sin llegar a chocar realmente…
—He visto eso mismo antes —dijo Pete—. El pánico.
—Sí.
Ante ellos, un Econoline se pasó un semáforo rojo a su derecha y les cruzó el paso para intentar meterse en el tráfico que salía de la ciudad. Su parachoques se enganchó con el de un Cadillac, y ambos coches tuvieron que parar.
—Oh —murmuró Philip, e hizo una maniobra para pasar por detrás del Econoline antes de que su propio semáforo se pusiera rojo. Se sentía extraordinariamente tranquilo. Era como si inconscientemente hubiera estado aguardando este día, el día que el cielo cayera sobre ellos, y había utilizado ya toda su reserva de miedo y ansiedad. Volvería a casa, y encontraría a Denise y a los chicos, o no los encontraría. En el segundo caso los encontraría más tarde, o no volvería a encontrarlos nunca porque estarían muertos. Todo estaba prefijado, todo estaba más allá de su control.
Miró a Pete.
—¿Está Jeannie en casa? —preguntó.
—Probablemente —gruñó Pete. Sus manos se tensaron bruscamente sobre la pistola—. ¡Mira ahí delante!
A una manzana de distancia de ellos: una gasolinera incendiada, enormes lenguas de amarillas llamas. Alguien intentaba en vano conectar una manguera. Los curiosos, divertidos, gritaban e intentaban impedírselo tirándole latas y botellas. Philip se desvió rápidamente a la derecha y zigzagueó por algunas calles laterales que no conocía y que finalmente lo llevaron al lugar deseado. Milagroso. Gente obedeciendo ante un semáforo en rojo. Tomó la avenida paralela y pisó el acelerador.
Durante todo el tiempo, aullar de sirenas.
De tanto en tanto, el seco estampido de armas de fuego.
—Probemos otra vez la radio —dijo Pete, y pulsó el botón. Música. Aparentemente normal. La loca versión de
Summertime
de Estrepitoso Mortimer, con las atrevidas palabras de doble sentido características.
—En verano / chicos y chicas / y los de en medio / bailan y juegan / y jo y ja / y venga ya / adelante y atrás / ADELANTE Y ATRÁS/ ¡jey-jeyja!
Y entonces: silencio. Pete, sorprendido, apagó y encendió de nuevo la radio, pero ya no había nada, en ningún lugar.
Allí, los escaparates de cinco o seis tiendas estaban rotos Pero ninguno de los otros síntomas habituales de un alboroto como barricadas cortando las calles y coches de patrulla y señales de desvío y… ¿Qué había sido de los camiones del ejército cargados de hombres? Y todo el mundo en las aceras parecía estar alegre. Frenando a medida que el tráfico se hacía más denso ante ellos, Philip miró a uno y otro lado. Estaban aún lejos del área principal de los incendios que ensuciaban de tal modo el aire. Debía ser en algún lugar entre la calle 18 y Stout, supuso, quizá en la gran oficina de correos. Vio a un muchacho agarrar a una mujer de mediana edad por la falda y darle una palmada en el trasero, y ella tiró y su falda se quedó en las manos del muchacho, y no llevaba nada debajo, y la mujer se alejó tranquilamente sin preocuparse.
—¡Todo el mundo se está volviendo loco! —murmuró Pete—. ¡Como Mack!
—No puedo creerlo —dijo irritadamente Philip—. Mira, ahí delante hay un coche de la policía. Podemos preguntarles…
Rodeado por un carcajeante grupo de jóvenes. ¡Infiernos! Muy lentamente, Philip pasó junto al coche de la policía y se arrimó al bordillo, y vio incrédulamente por qué se habían reunido los jóvenes en torno a él: el conductor y el hombre que iba a su lado estaban estrechamente abrazados, y se besaban con pasión.
Una chica estaba pintando una calavera y unas tibias cruzadas en la capota del coche con un lápiz de labios. Era un buen trabajo, artístico, con el número correcto de dientes y todo lo demás.
Y en aquel momento alguien les disparó, y un agujero apareció de pronto en la esquina izquierda del techo del coche, y la ventanilla trasera saltó hecha pedazos.
Philip se sintió tan sorprendido que estuvo a punto de perder el control, pero lo recuperó antes de que chocara contra ninguno de los peatones. Y luego apareció una verdadera barrera de la policía. Era algo tan familiar que se sintió a la vez tranquilizado y fastidiado.
—¡Hey, yo conozco a ese tipo! —dijo Pete mientras un patrullero negro les hacía señas de que se detuvieran. Bajó el cristal de su ventanilla y se quitó la mascarilla filtro, aún a riesgo de un acceso de tos—. ¡Chappie! ¡Chappie Rice! —llamó.
—¿Quién demonios…? ¡Oh, mierda, si es Pete Goddard! ¡Muchacho, hace meses que no te veo! —El policía alzó la vista para asegurarse de que no venían más coches, y se inclinó hacia la ventanilla de Pete.
—Chappie, este es Phil Mason, ahora trabajo para él. Oye, ¿qué diablos está
pasando
?
—¡Muchacho, acabo de llegar! No estaba de servicio, pero llamaron a todos los que pudieron localizar. Todo lo que sé es que la ciudad parece haber perdido el seso. Allá en Arvada y en Wheatridge han hecho acudir al Ejército, doscientos cincuenta hombres de Wickens. Hay como trescientas o cuatrocientas casas incendiadas, pandillas de chicos idos por las calles con el culo al aire, cantando su loca canción y rompiéndolo todo a su paso. Por la parte de correos hay como cuatro edificios en llamas, almacenes y bloques de oficinas, y estaciones de gasolina saltando por los aires por todas partes, y aquí mismo hemos atrapado a un francotirador… Oye, ¿has visto este agujero en vuestro techo?
—¡Lo hemos visto! —gruñó Philip—. Oficial, estoy intentando llevar a Pete a su casa. ¿Cuál es el mejor camino? Vive en… ¡oh, mierda! ¿Cuál es el número?
Pete dio su dirección. Chappie Rice adoptó un aire grave.
—Amigo, si yo quisiera ir hasta allí no lo haría desde aquí. Pero si retrocede hasta el último cruce, y luego se dirige tres manzanas al sur, y…
Lo hicieron.
La zona estaba desierta. Todo lo que trastocaba la ciudad parecía estar muy lejos aunque de hecho no estaba a más de cinco o seis manzanas de distancia. La calle donde vivía Pete se había cerrado sobre sí misma como una ostra asustada. No había literalmente nadie a la vista cuando Philip frenó frente al edificio de apartamentos, excepto las cortinas que se agitaban en muchas ventanas.
—Espera —advirtió Philip—. ¿Francotiradores?
Treinta tensos segundos. No ocurrió nada. Pete dijo:
—Oh, Dios. Gracias al cielo. ¡Veo a Jeannie!
Philip miró hacia la ventana de su apartamento. Allí estaba ella, agitando frenéticamente la mano.
—Gracias por la mascarilla… ¡y la pistola! —dijo Pete. Abrió la puerta, forcejeó torpemente para sacar sus piernas del coche. Philip puso el freno de mano y se apresuró a dar la vuelta al coche para ayudarle, pero allí llegaba ya Jeannie, corriendo.