Ahora había confirmado esa lejana impresión. Miles de personas, sin embargo, podían ser a la vez persuasivas e insultantes, y si resultaba que había dedicado todo su show a un hombre que no era más que…
Y entonces, repentinamente, fue como si a través de aquellos ojos oscuros se cerrara un circuito eléctrico. Se sintió fascinada. Fascinada como un pájaro por una serpiente. Más tarde no podría recordar los detalles de lo que él dijo. Recordó tan sólo que se había sentido absorbida, raptada, perdida, durante más de diez minutos del reloj. Había percibido imágenes conjuradas por un pasado muerto: una mano agitando las aguas de un claro río, deliciosamente irías, mientras el sol sonreía allá arriba y una bandada de pequeños pececillos se escurría entre sus dedos; la crujiente carne de una manzana en sazón recién cogida del árbol, tan jugosa que su zumo le resbalaba por la barbilla; hierba entre los dedos desnudos de sus pies, tallos tan elásticos que parecían no hundirse bajo el peso de sus plantas sino hacerla llorar, como en un sueño, al ralentí, transportada instantáneamente a la Luna; el cielo occidental pintado con enormes brochazos de rojo bajo el brillante azul acero de las nubes, y las estrellas encendiéndose una a una en la oscuridad del este; el viento agitando suavemente su cabello y rozando sus mejillas, trayéndole el perfume de las flores, inundándola de pétalos; la nieve fría en su palma mientras la moldeaba formando una bola; su risa resonando en los oscuros parajes transitados sólo por los enamorados, no por los bandidos y los atracadores; la mantequilla como un lingote de blando oro; el océano salpicándola de espuma como el filo de un hacha; con la misma sensación de seguridad, siempre que uno supiera utilizarlo correctamente; redondos guijarros policromos junto a un estanque; lluvia que podía penetrar en una boca abierta, destilando el sabor de un continente de aire… Y debajo de todo ello, y a través de todo ello, y dentro de todo ello, y en torno a todo ello, una convicción: «¡Puede hacerse algo para recuperarlo!»
Estaba llorando. Pequeñas lágrimas como hormigas le picoteaban resbalando por sus mejillas. Dijo, cuando se dio cuenta de que se había quedado callada:
—¡Pero yo nunca conocí eso! ¡Absolutamente nada de eso! ¡Yo nací y me crié aquí, en Nueva York!
—¿Pero no cree que debería haberlo conocido? —inquirió suavemente Austin Train.
Petronella se despertó la mañana del show —o mejor, la tarde, ya que su jornada estaba desplazada— con los músculos de sus mejillas tensos hasta el límite del agarrotamiento, había sonreído tanto y tan intensamente en su sueño.
Entonces todo se derrumbó sobre ella: lo que esperaban de ella esta noche.
Se sentó, temerosa de regresar a esos sueños tentadores, a ese otro mundo imposible donde el suelo estaba limpio y los árboles eran verdes y el sol brillaba intenso tras una lluvia de agua pura. Buscó un cigarrillo en la mesilla de noche para alejar aquellos pensamientos, y en vez de encenderlo empezó a darle vueltas una y otra vez entre sus dedos, frunciendo el ceño.
El mundo de hoy estaba aún allí: el aire de las calles de Manhattan que una respiraba bajo su propia responsabilidad, la comida de las tiendas de Manhattan que era más seguro no comprar, la lluvia del cielo de Manhattan que arruinaba un traje nuevo en un momento y hacía que las tintorerías estuvieran desbordadas de trabajo en los días húmedos, el ruido, la precipitación, y de tanto en tanto un bang… un avión supersónico sobrevolando Kennedy, un saboteador vengándose de un edificio, un policía intentando detener a un sospechoso que huía.
Infiernos, se había dejado persuadir. Ese otro mundo nunca podía haber existido. Era simplemente un sueño de opio del paraíso.
Pensó que si la imaginación de Train podía conjurar tal tipo de visiones, no era sorprendente que no quisiera tocar ninguna droga.
No las necesitaba.
Finalmente descolgó el teléfono y llamó a Ian Farley, y dijo:
—¡Hey, Ian, muchacho! He estado pensando. La gente que necesitamos para el segundo show, la crucifixión…
Pero, pese a todo, la visión seguía atormentándola. Mientras se desvanecía el eco de su saludo habitual: «¡Hola mundo!», y los anuncios estrella de sus patrocinadores surgían en el monitor, los miró sin su orgullo acostumbrado. ¿Mascarillas filtro? Evolucionamos en este planeta; ¿por qué debemos filtrar este aire antes de llenar con él nuestros pulmones? ¿Coches a vapor? ¿Por qué coches, simplemente? El suelo está ahí para que caminemos sobre él. Un hombre, un atleta de Inglaterra, había cruzado Norteamérica a pie para demostrar que podía hacerse, así, mientras grupos de gente protestaban… por algo. (Había ocurrido hacía años y había olvidado la razón. Seguramente tenía algo que ver con una guerra que había sido abortada.)
Y Puritan. Estaba preocupada por esa cuenta. Train había dicho a su sencilla manera dogmática que los trainitas iban a arruinarla. Podía ser una buena política disociarse de Puritan… aunque no hasta que el contrato en vigor hubiera expirado. El Sindicato podía ser brutal.
Había deseado entrevistar a alguien del wat de Denver que había sido quemado. Por supuesto, con Puritan como uno de los patrocinadores, no había podido hacerlo…
¡Y hubiera debido ser capaz! Repentinamente, en el espacio de menos de un minuto, alteró todas sus decisiones acerca de cómo manejar el show de esta noche. El había venido a ocupar su lugar al lado de ella, sobriamente vestido de verde… bien, eso era de ley, ¿no? Y ella llevaba un traje azul cielo y blanco. Todo armónico, pequeña. Y el fondo: un paisaje de montañas con las cimas coronadas de nieve para el primer set, luego una enorme playa flanqueada de palmeras, luego un bosque, luego un ondulante campo de trigo…
¡Correcto! Al infierno con el equipo crucificador. Su turno podía venir después. Mucho después. Quiero saber si este carisma suyo pasará a través del televisor.
Porque nunca voy a tener otra oportunidad de descubrirlo.
Se sintió instantáneamente calmada, con un control absoluto sobre sí misma, cuando hacía unos momentos había estado más nerviosa que la primera vez que le habían confiado su propio show. Alzó la vista, no a la telecámara, sino al público, preguntándose cómo iban a reaccionar. Sólo el cielo sabía cuántos invitados distinguidos había allí esta noche: en cada hilera creía reconocer una docena de rostros, estrellas de la propia ABS, varios ejecutivos importantes de la red, todo el grupo Body English que estaba actualmente en el número uno de la lista de éxitos, la Gran Mamá Prescott que estaba en el número tres, una pareja de catedráticos, un autor, un director de cine, un fotógrafo de moda, un psicoanalista, un corredor olímpico, la
call-girl
mejor pagada de Nueva York…
Deseó frotarse las manos mientras pensaba en la gran masa de espectadores al otro lado del ojo de la cámara, apiñados ante sus aparatos de televisión por la doble compulsión de treinta anuncios al día durante la última semana y la falta de dinero a nivel nacional que seguía siempre al Día del Trabajador.
Una inspiración, no demasiado profunda, porque la simple introducción que había planeado consistía sólo en dos palabras: «¡Austin Train!».
Y…
Como una herida física. Como una puñalada penetrando en su espalda justo debajo de su omoplato y clavándose en su corazón. Algo iba mal. Algo estaba ocurriendo en el estudio a plena vista de ¿cuántos millones? ¡Los guardias de la emisora! ¿Dónde diablos están esos guardias de la emisora? ¿Cómo han dejado pasar a esos tres hombres, que están recorriendo ahora el pasillo atrayendo la atención de todos? Uno vestido de negro, otro de gris, otro de azul.
Se separaron, el de negro dirigiéndose a la derecha, el de gris a la izquierda, el jefe de azul avanzando estólidamente hacia ella, llevando en su mano una gran hoja de papel blanco con algo escrito en ella.
Y hablo, antes de que ella pudiera hacerlo.
—¿Austin Train?
—¿Qué? —susurró ella, anonadada por la interrupción, incapaz de utilizar siquiera el micro en el respaldo de su asiento para llamar a Ian Farley.
—Soy agente del
Federal Bureau of Investigation
—dijo el hombre. Tenía una hermosa voz; alcanzaba directamente los micrófonos frente a Petronella y Austin, que estaban conectados a la gran masa de telespectadores atentos a la pantalla—. Esta es una orden de arresto bajo las acusaciones de complicidad en el secuestro de Hector Rufus Bamberley, un menor, y de conspiración para privarlo de sus derechos civiles, específicamente de su libertad personal y de su buena salud, en cuyo aspecto coadyuvó usted a que contrajera infecciones tales como… —envarándose un poco, consciente de que algunas de las palabras que tenía que pronunciar no eran comunes en televisión— …hepatitis, sífilis, gonorrea y otras enfermedades peligrosas. Lamento interrumpir su
show
, señorita Page, pero se me ha ordenado que ejecute este arresto. ¿Señorita Page…?
—Me temo que la señorita Page se ha desvanecido —dijo Austin, levantándose y ofreciendo sus muñecas a las esposas.
Más tarde, cuando ella se hubo recuperado, Ian Farley dijo furioso:
—¡Secuestrador! ¡Torturador! ¡Dios sabe qué otras cosas… asesino quizá! ¡Y tú pensabas hacer un héroe de él! ¡No lo niegues! ¡Lo pude ver en tus ojos!
Opaco y pálido como un papel tisú, el cielo colgaba sobre América.
Por todas partes, las voces de la gente decían con tonos dubitativos:
—¡Pero antes las cosas no eran así, ¿verdad?!
Y otros replicaban con desprecio:
—¡No me vengas con esos cuentos acerca de los Buenos Viejos Tiempos!
Los censores intelectuales reescribiendo la historia, no a través de cristales de color rosa sino a través de cristales de color gris.
Leyendo, por decirlo así, de arriba abajo:
Satélites muertos.
Primeras y segundas fases de cohetes desechadas, principalmente segundas.
Fragmentos de vehículos que estallaron en órbita.
Material experimental, por ejemplo agujas reflexivas de cobre.
Residuos de combustión de cohetes.
Sustancias experimentales destinadas a reaccionar con el ozono estratosférico, por ejemplo sodio.
Lluvias radioactivas muy ligeras.
CO
2
.
Gases de escape de aviones.
Lluvias radiactivas medias.
Compuestos precipitadores de la lluvia.
Humos.
Anhídrido sulfuroso.
Alquilos de plomo.
Mercaptanes y otros malos olores.
Gases de escape de coches.
Gases de escape de locomotoras.
Más humos.
Lluvias radioactivas locales.
Productos de pruebas nucleares subterráneas accidentalmente arrastrados por los vientos.
Flúor oceánico.
Ácido nítrico.
Ácido sulfúrico.
Aguas fecales.
Efluentes industriales.
Detergentes.
Selenio y cadmio de explotaciones mineras.
Humos de los incineradores de basuras quemando plástico.
Nitratos, fosfatos, compuestos fungicidas de mercurio de los «abonos compactados».
Petróleo.
Insecticidas derivados del petróleo.
Defoliantes y herbicidas.
Sustancias radioactivas procedentes de mantos acuíferos contaminados por explosiones subterráneas, principalmente tritio.
Plomo, arsénico, residuos de pozos petrolíferos, cenizas volantes, asbesto.
Polietileno, poliestireno, poliuretano, cristal, latas de conserva.
Nylon, dracon, rayon, terylene, stylene, orlon, otras fibras artificiales.
Chatarra.
Basura.
Hormigón y cemento.
Una gran cantidad de radiaciones de onda corta.
Carcinógenos, teratógenos y mutágenos.
Venenos sinérgicos.
Hormonas, antibióticos, aditivos, medicamentos.
Drogas.
Solanina, ácido oxálico, cafeína, cianuro, miristicina, aminas vasoconstrictoras, sulfato de cobre, dihidrocalcones, naringina, cornezuelo.
Botulina.
Gas mostaza, cloro, lewisita, fosgeno, ácido prúsico.
T, Q, GA, GB, GD, GE, GF, VE, VX, CA, CN, CS, DM, PL, BW, BZ.
CO.
…sólo por citar unos pocos.
Philip Mason en su oficina de las Empresas Prosser: abrumado por un trabajo que le ha ocupado todo el fin de semana, sólo para ponerse al corriente, pero preocupado desde hace unos días con ese leve pero persistente dolor en las articulaciones, especialmente las rodillas y tobillos. Al borde de su consciencia un fragmento de información recogida durante su lucha contra la gonorrea: entre los síntomas menores está el dolor en las articulaciones.
Pero Doug me ha dicho que estaba completamente curado. Que no sea, por favor, ¡que no sea artritis! ¿A los treinta y dos años? (Bueno, a punto de cumplir los treinta y tres…)
—Hermanos y hermanas, nos hemos reunido aquí bajo la mirada del Señor y la presencia de nuestros amigos para llorar por el óbito de Thich Van Quo, que muchos de vosotros conocíais como Thad. Aunque, pese a no ser culpa suya, se vio tan dolorosamente afligido en su cuerpo, siempre se hizo querido de todos nosotros por su amabilidad, su bondad y su abnegado espíritu. Esperábamos que se quedara mucho tiempo más con nosotros, pero no ha podido ser así.
Oh, mierda, otro guardia de la puerta que ha caído enfermo. ¿Cuál de ellos esta vez, y de qué se queja? (No es que eso importe mucho. Lo más probable una resaca, como siempre.)
—¿Es usted la señora Laura Vincent? Siéntese, por favor. Bien, como seguramente sabrá, hay una ordenanza en el Estado de Nevada que requiere que cualquier persona contra quien se presente una denuncia por transmisión de alguna enfermedad venérea debe ser obligatoriamente hospitalizada, y en su caso lamento tener que decirle que hay cinco.
RECETA
Sr./Sra./Srta./Niño Felice Vaugham (paciente)
…………………………………… (domicilio)
Entregar: 30 caps. Salveomycina x 250 mg.