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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (27 page)

BOOK: El rebaño ciego
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Era humillante, explicó. Pero enteramente inevitable. Como lo había sido en el avión. Fastidioso y problemático. Además excesivamente persistente: ¡desde el primer día de su viaje! El medicamento que había comprado en Texas había sido utilizado completamente y no había conseguido remediar el problema. Podía resultar útil acudir a consultar a un doctor allí.

La puerta señalada C
ABALLEROS
se cerró tras él.

Nerviosa en su traje comprado especialmente para la ocasión y una peluca completamente nueva, Denise sirvió los cócteles y aperitivos cuando llegaron del hotel donde habían dejado su equipaje… y utilizado de nuevo ese excelente dispositivo americano. Su nerviosismo desapareció en unos pocos minutos. El hombre hablaba libre y fluidamente con todo el mundo con Doug sobre sus respectivas reacciones ante las costumbres exóticas de sus respectivos países; con Sandy Bollinger sobre el impacto de la depresión europea en las finanzas internacionales; con Denise de las enfermedades de los niños, debido a que los suyos también estaban sufriendo constantemente alergias benignas, fiebres y desórdenes similares. Tras él, Millicent captó la mirada de Philip y formó un círculo con su índice y su pulgar: ¡Okay! Philip le sonrió, pensando que había sido un golpe de suerte el conocer a Doug.

Y Katsamura desapareció de nuevo en el cuarto de baño.

—Hay algo que no va bien con ese tipo —dijo Alan en voz baja—. Fue una vez en el aeropuerto, y de nuevo en el hotel.

—¿Turismo?
—ofreció Angela McNeil en español.

—Pero lleva en el país más de dos semanas —objetó Mabel Bollinger—. Incluso en Brasil yo nunca lo he sufrido más de tres o cuatro días.

—Bueno, tenemos a un doctor aquí —dijo prácticamente Dorothy Black.

Doug se mordió el labio.

—Veré si puedo ayudar —dijo, pero sonaba dubitativo—. Phil, ¿tiene usted algo específico contra la diarrea? ¿Clorohidrochiquiolina, por ejemplo?

—Bueno… esto… no. Generalmente utilizo khat, y difícilmente podemos ofrecérselo. Quiero decir que es ilegal. Amor, ¿no tienes nada de los chicos?

—No en este momento —dijo Denise—. Acabé la última caja. Tenía intención de comprar más, pero con todo esto lo olvidé.

—¿Khat, dice usted? —preguntó Dorothy—. ¿Qué tiene que ver con esto?

—El estreñimiento es uno de sus efectos secundarios —respondió Doug. E hizo restallar sus dedos—. ¡Efectos secundarios! Sí, creo que tengo algo en mi maletín.

—Si no le importa —murmuró un minuto más tarde—, ya sabe usted que soy médico, ¿no?

Katsamura enrojeció visiblemente… se volvió más bien rosado.

—Trague dos de esos comprimidos… no con agua del grifo, le he traído un poco de agua embotellada de la cocina. Aquí está. Mañana me las arreglaré para que Phil Mason le traiga algo mejor, pero esto le ayudará durante unas cuantas horas. —Deslizó un pequeño tubito blanco en su otra mano.

De nuevo solo, Katsamura reflexionó que aquello era lo más razonable, lo más adecuado, calculado para reducir el riesgo de posteriores y peores azaramientos. Era bien sabido que había fondos importantes tras la propuesta de Prosser, aunque no fueran tan grandes como los de Chicago. Aquello lo había conducido a la aceptación de la invitación a cenar en una casa particular y a otros gestos no estrictamente protocolarios.

Lo decidió de pronto: recomendaría que la exclusiva para Colorado fuera cedida a esta gente. Me gustaría que la obtuvieran. No era una decisión muy comercial. Más bien contraria al sentido de los negocios. No dejar que los sentimientos personales interfirieran con los juicios profesionales. Pero de todos modos…

¿Cuánto tardarían en hacer efecto los comprimidos? Era de esperar que otros dos minutos no estropearan la cena. Apresuradamente, volvió a alzar la tapa del wáter.

Y LA COSA CONTINÚA

Latro, California:—
Una terrible diarrea, doctor, ¡y me siento tan débil!/Tome esas píldoras, y venga a verme dentro de tres días si no se siente mejor.

Parkington, Texas:—
Una terrible diarrea… / Tome…

Hainesport, Louisiana:—
Terrible… —Tome…

Baker Bay, Florida: …

Washington, D.C.: …

Filadelfia, Pennsylvania:…

Nueva York, Nueva York…

Boston, Massachusetts…

Chicago, lllinois:
—Doctor, sé que es domingo, pero el niño está tan mal… ¡tiene usted que ayudarme! / —Dele una aspirina infantil y tráigamelo a mi consulta mañana. Adiós.

Por todas partes, USA:
un repentino incremento en las demandas de ataúdes pequeños, el tamaño adecuado para albergar a un bebé muerto de enteritis infantil aguda.

MAYO
APROVECHEMOS MIENTRAS EL TIEMPO SEA BUENO

Cuando vine aquí no había nada que ver

Excepto el melancólico bosque y la verde pradera.

los coyotes aullaban en el valle de abajo

Con los ciervos y los osos y los búfalos,

¡Y sí, y no, escuchadla bien chicos!

¡Y sí, y no, escuchad mi canción!

Y tomé mi hacha y corté los árboles

Y me hice una cabaña para descansar a gusto,

Con las paredes de troncos y el techo de cañas

Y por la noche di gracias a Dios.

¡Y sí, y no…!

Y tomé mi fusil y mi cuerno de pólvora

Y maté a los zorros que robaban mi maíz.

Con la carne y el pan me daba buena vida,

Y busqué a una mujer que quisiera ser mi esposa.

¡Y sí, y no…!

Cuando ya fue un muchacho le enseñé a mi hijo

A usar el arado y la azada y el fusil.

Los campos se extendían y los árboles caían…

Hasta que finalmente hubo sitio para una pequeña ciudad.

¡Y sí, y no…!

Hay una iglesia de tablas con un campanario,

Y el domingo por la mañana está llena de gente.

Hay un banco, un bar y una gran tienda

Y un centenar de casas que no estaban antes.

¡Y sí, y no…!

Y ahora que soy viejo y estoy listo para irme

Hay rebaños en vez de búfalos.

Llevaran mi ataúd hasta mi tumba

Por caminos que muy pronto van a ser pavimentados.

¡Y sí, y no…!

Y soy feliz de haber dejado mi marca

En la tierra que una vez fue triste e incultivada.

Y me siento feliz de que mi plegaria mortuoria

Sea escuchada en una tierra que ya no es yerma y salvaje.

¡Y sí, y no…!

— «Canción de Boelker para fuegos de campamento», 1873

SÁBANA

—¿Dónde están? —no dejaba de murmurar Gerry Thorne durante todos los funerales de Nancy en la pequeña ciudad de Pennsylvania donde ella había nacido y donde aún vivían sus padres—. ¿Dónde están esos hijos de mala madre? ¡Es una maldita conspiración!

Todo el mundo comprendía que se sentía abrumado; no obstante, aquél no era lenguaje para emplear mientras el ministro sustituto de la iglesia salmodiaba los servicios. (El sacerdote titular sufría una enteritis.) De modo que hicieron como Si no oyeran.

No se refería por supuesto a los que estaban allí. Había una nutrida concurrencia, algunos de ellos importantes y/o famosos. Jacob Bamberley había volado especialmente desde el este para asistir, con Maud pero sin los chicos. (Tenían enteritis.) Algunos funcionarios menores de las embajadas y de las delegaciones de las Naciones Unidas de los países que habían sido ayudadas por Auxilio Mundial estaban evidentemente en la capilla. Moses Greenbriar había intentado venir pero Elly no se encontraba bien. (Enteritis.) Antiguos amigos de la familia que eran conocidos en la comunidad, como el alcalde, y el director de la escuela a la que Nancy había asistido (libre hoy porque la escuela estaba cerrada a causa de la enteritis), estaban también allí. Pero no se refería a ellos.

—¡Cristo, ni siquiera un periodista! —murmuró—. Ni un sólo equipo de la televisión. ¡Y no será porque no les haya pateado el trasero una y otra vez a los de la ABS!

Pero se equivocaba. Sí había un periodista. Una chica enviada por un semanario local con una circulación aproximada de unos veinte mil ejemplares.

Hubo un incidente ligeramente embarazoso justo antes de la cremación, cuando una dama intentando escurrirse discretamente hacia los lavabos resbaló y cayó en el pasillo y… bien, todos intentaron hacer lo posible por aparentar que no habían visto nada. Pero finalmente el ataúd fue entregado a las llamas y salieron bajo un cielo gris amarillento.

Gerry se había mostrado al principio contra la cremación, debido al humo. Cambió de opinión cuando vio lo desfigurada que estaba.

El sol se mostraba hoy como una brillante mancha difusa; el tiempo había sido excepcionalmente bueno durante toda la semana. No proyectando ninguna sombra, el rostro tan blanco como el papel, los músculos de su mandíbula agarrotados, Thorne repetía una y otra vez:

—¿Dónde están los bastardos? ¡Los mataré por esto!

—Hay una epidemia, ya sabes —dijo el señor Cowper, su suegro, que era muy dado a mantener las apariencias y había estado temblando bajo su traje negro durante todo el servicio—. Me han dicho que las cosas están muy mal en Nueva York.

Su esposa, que lo había estado fastidiando durante todo el rato resollando fuertemente a su lado, de tal modo que todos en la capilla habían podido oírla, no por el dolor sino por un terrible resfriado, se disculpó por un momento. Los trastornos habituales.

—¡Epidemia, un infierno! —restalló Thorne—. ¡Son las presiones oficiales! ¡No les gusta la mierda que he puesto al descubierto!

Era cierto, no era una baladronada. Había sentido un orgullo salvaje explotando su status de ejecutivo jefe de Auxilio Mundial para dar publicidad a la muerte de Nancy y sus causas. En consecuencia todos los complejos turísticos a lo largo de la costa Atlántica, y en el Caribe, hasta las Bermudas, estaban sufriendo decenas de miles de cancelaciones. Los estamentos oficiales insistían en que la cantidad de lewisita arrojada al mar en 1919 era incapaz de afectar un área tan grande, y era pura casualidad el que dos bidones hubieran sido izados hasta la superficie por dos pesqueros de profundidad distintos, y que de todos modos el aire hacía que la sustancia dejara de ser peligrosa en un día o dos. Pero eso no cambió las cosas. Thorne dio a la publicidad al menos a otra muerte causada por el gas, cuidadosamente ocultada hasta entonces —había seguido igualmente la pista a los familiares de otras ocho víctimas, pero alguien había hecho presión sobre ellos y se negaban a hablar—, y aquello había sido suficiente para el público, que ya estaba harto de mentiras. Este año iremos de vacaciones a algún otro lugar. ¿Dónde es donde un americano puede ir sin que sea inmediatamente lapidado por una enfurecida multitud? ¿España, Grecia? No, mejor quedarse lo más lejos posible de esa cloaca que es el Mediterráneo.

Quizá lo mejor sea quedarse en casa.

El ministro sustituto, el reverendo Horace Kirk, vino a unirse a ellos.

—Una ceremonia emocionante, reverendo —dijo el señor Cowper.

—Gracias.

—Voy a demandar a esos bastardos —dijo repentinamente Thorne—. ¡Si eso es lo que quieren!

El señor Cowper tocó solícitamente su brazo.

—Gerry, estás demasiado excitado. Ven a casa con nosotros e intenta tranquilizarte un poco.

—No. Voy a ir directamente a ver a mis abogados. ¡Aunque tenga que gastarme hasta el último centavo, encontraré a esos hijos de madre que echaron el gas!

—Comprendemos lo afectado que se siente usted por esta tragedia —dijo el señor Bamberley, adoptando el mismo tono apaciguador del señor Cowper—. Pero seguro que se da cuenta…

—¡Jack!

Ante la sorpresa general, la interrupción vino de Maud, que estaba metiéndose en la manga el pañuelo que había estado empapando de lágrimas durante todo el servicio.

—¡Gerry tiene razón! —exclamó—. ¡Es vergonzoso! ¡Es repugnante! No me importa cuánto tiempo hace que dicen que echaron eso al mar… ¡pertenece al gobierno, y está matando a la gente, y el gobierno es responsable!

—Vamos Maud, querida…

—¡Jack, ya sé que tú lo encuentras bien! ¡Lo peor que puede pasarte es que algún bicho se te coma tus preciosas yo-no-sé-cómo-las-llamas! ¡

no te pasas todas las horas del día preguntándote cuál de los chicos va a caer enfermo a continuación! ¡Eso es lo que hago yo, un año tras otro… si no son ataques es fiebre, y si no son náuseas es diarrea! ¿Cuánto tiempo crees que vamos a poder seguir soportándolo? ¡Es como vivir en el infierno!

Se derrumbó, ahogada por los sollozos, y se apoyó ciegamente en el sacerdote en busca de apoyo, el cual la sostuvo con aire desconcertado, mientras su esposo la miraba como si nunca antes la hubiera visto.

El señor Kirk tosió ligeramente, lo cual fue un error. Era invariablemente un error hoy en día, al parecer, incluso en una ciudad pequeña, y el señor Cowper tuvo que hacerse cargo de Maud por él. Pero se recuperó sin perder su aplomo y dijo:

—Bien, señor Thorne, no estoy totalmente al corriente de los detalles de su triste pérdida…

—¿No lo está? —interrumpió secamente Thorne—. ¡No es culpa mía! ¡Lo hice pasar por televisión, lo puse en los periódicos y en las revistas!

—Como estaba diciendo… —Fríamente: estamos aún en presencia de la muerte, y no es correcto alzar la voz—. Tengo la impresión de que no sería juicioso entablar una demanda contra el gobierno. La posibilidad de obtener una compensación es más bien escasa, y…

—¡Al infierno con la compensación! —estalló Thorne—. ¡Lo que quiero es justicia! ¡Usted no puede decirme que cuando arrojaron ese gas al mar no pensaron que habría gente pescando, bañándose en él, construyendo casas frente a las playas! ¡No puede decirme que esos bastardos no sabían lo que estaban haciendo… simplemente confiaban en estar muy lejos para cuando empezaran los problemas! ¡Bien, yo voy a buscarles esos problemas! ¡Antes de que haya terminado con ellos esos asquerosos generales habrán recogido toda esa basura con sus manos desnudas!

Se giró sobre sus talones y se dirigió casi a la carrera hacia su coche.

Tras una larga pausa, el señor Kirk dijo dubitativo:

—Creo que va a llover, ¿no lo piensan ustedes así? Quizá sería mejor que nos fuéramos.

—Oh… sí —admitió el señor Cowper—. No es agradable ser sorprendido por la lluvia, ¿verdad?

HASTA AHORA: NO PADRE
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