El redentor (4 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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—El mensaje es que su hijo murió… por nuestros pecados.

—¡Mientes!

—No, desgraciadamente no estoy mintiendo —aseguró Harry contemplando el miedo reflejado en la cara del hombre que estaba en la puerta frente a él.

Olía a comida y se oía de fondo el tintineo de cubiertos. Un hombre de familia. Un padre. Hasta aquel momento. El hombre se rascaba el antebrazo y tenía la mirada fija en algún punto por encima de la cabeza de Harry, como si hubiera alguien inclinado sobre él. Cuando se rascaba, producía un sonido desagradable.

Cesó de pronto el tintinear de los cubiertos. Detrás del hombre se detuvieron unos pasos discretos y una mano pequeña se le posó en el hombro. Enseguida asomó una cara de mujer de ojos grandes y asustados.

—¿Qué pasa, Birger?

—Este agente de policía ha venido a traernos un mensaje —dijo Birger en tono monocorde.

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer mirando a Harry—. ¿Se trata de nuestro hijo? ¿Se trata de Per?

—Sí, señora Holmen —confirmó Harry viendo cómo la angustia empañaba los ojos de la mujer. Volvió a buscar esas palabras imposibles—. Lo encontramos hace dos horas. Vuestro hijo ha muerto.

Tuvo que apartar la mirada.

—Pero él… él… dónde…

Fue mirando alternativamente a Harry y a su marido, que no dejaba de rascarse el brazo.

«Si sigue así, se va a hacer sangre», pensó Harry. Carraspeó.

—En un contenedor de Bjørvika. Y, tal como temíamos, llevaba muerto bastante tiempo.

De pronto, Birger Holmen pareció perder el equilibrio, se tambaleó hacia atrás en el pasillo iluminado y se agarró a un perchero. La mujer ocupó entonces el hueco de la puerta y Harry pudo ver al hombre caer de rodillas detrás de ella.

Harry tomó aire y metió la mano dentro del abrigo. Sintió el gélido metal de la petaca contra las yemas de los dedos. Sacó un sobre. No había leído la carta, pero conocía de sobra el contenido. El mensaje oficial y escueto, despojado de palabras innecesarias, que comunica la muerte de alguien. Un certificado de defunción, como un trámite burocrático.

—Lo siento, pero entregaros esto es mi trabajo.

—¿Que tu trabajo es qué? —preguntó el hombre bajito de mediana edad con una pronunciación exageradamente mundana del francés que no caracteriza a la clase alta, sino más bien a quienes aspiran a formar parte de ella.

El visitante lo observó. Todo coincidía con la foto del sobre, hasta el nudo tacaño de la corbata y el batín, lacio y de color rojo.

Desconocía el delito que había cometido aquel hombre. Dudaba de que hubiese causado daño físico a alguien porque, a pesar de la aparente irritación de su expresión, el lenguaje corporal era defensivo, casi compungido, incluso allí en la puerta de su propio domicilio. ¿Habría robado dinero, malversado fondos? A juzgar por su aspecto, debía de trabajar con números. Pero no se trataba de cantidades importantes. Y aunque tenía una mujer guapísima, parecía más bien alguien a quien le gustara ir de flor en flor. ¿Habría sido infiel, se habría acostado con la mujer del hombre equivocado? No. A los hombres bajitos que poseían una fortuna ligeramente superior a la media y estaban casados con mujeres bastante más atractivas que ellos les solía preocupar lo contrario, que sus mujeres les fuesen infieles. Aquel hombre lo sacaba de quicio. Tal vez fuese precisamente eso. Tal vez solo había importunado a alguien. Metió la mano en el bolsillo.

—Mi trabajo —dijo, colocando el cañón de una Llama MiniMax que había comprado por solo trescientos dólares, contra la cadena de latón tensada— … es este.

Apuntó usando el silenciador como guía. Se trataba de un sencillo tubo de metal con un paso de rosca que un herrero de Zagreb le había taladrado por encargo en el cañón. La cinta negra que quedaba enrollada alrededor de la junta solo servía para hermetizarlo. Estaba claro que podía haber comprado un silenciador de calidad por algo más de cien euros, pero ¿para qué? De todos modos, nada lograba silenciar el ruido que hace la bala al romper la barrera del sonido, del gas caliente que topa con el aire frío, de las piezas mecánicas de metal que se encuentran en el interior de la pistola. Eso de que las pistolas provistas de silenciador sonaran como palomitas solo sucedía en la realidad de Hollywood.

El estallido sonó como un azote que estampó la cara contra la estrecha abertura.

El hombre de la foto había desaparecido de la puerta, se había caído hacia atrás sin hacer el menor ruido. En el pasillo de la escalera brillaba una luz tenue, pero en el espejo de la pared vio reflejada la del vestíbulo y su propio ojo muy abierto enmarcado en oro. El muerto yacía sobre una alfombra gruesa de color borgoña. ¿Persa? Quizá sí que tuviese dinero, después de todo.

Ahora solo tenía un pequeño agujero en la frente.

Alzó la vista y se encontró con la mirada de la esposa. Si es que era la esposa. Estaba en el umbral de otra habitación. Detrás de ella colgaba una lámpara grande y amarilla de papel de arroz. Se había llevado la mano a la boca y lo miraba fijamente. Él hizo una leve inclinación. Cerró la puerta con cuidado, metió la pistola en la funda y se encaminó a la escalera. Nunca utilizaba el ascensor cuando se marchaba, ni coches de alquiler ni motos, nada que pudiesen detener. Y tampoco corría. No hablaba ni gritaba, la voz podía describirse.

La retirada era la parte más crítica del trabajo, pero también la que más le gustaba. Era como volar, una nada sin sueños.

La portera había salido y estaba en el bajo, delante de la puerta de su apartamento, mirándolo desconcertada. Él susurró un adiós, pero ella siguió mirándolo, sin mediar palabra. Cuando la policía la interrogase una hora más tarde, le pedirían una descripción. Y ella les daría una. La de un hombre de estatura media con aspecto corriente. Veinte años. O quizá treinta. Cuarenta, no, sin duda. O eso creía.

Salió a la calle. París resonaba con estruendos suaves, como una tormenta que no acaba de estallar, pero que tampoco cesa. Tiró la Llama MiniMax en un contenedor de basura en el que se había fijado antes. En Zagreb lo esperaba un par de pistolas nuevas de la misma marca. Le habían hecho descuento por llevarse dos.

Media hora más tarde, cuando el autobús del aeropuerto pasaba por la Porte de la Chapelle, en la autovía que unía París con el aeropuerto de Charles de Gaulle, inundaron el aire unos copos de nieve que se fueron adhiriendo a las escasas briznas de hierba de tono amarillo pálido que se alzaban ateridas hacia el cielo gris.

Después de facturar y de pasar el control de seguridad, se fue directamente al aseo. Se detuvo en el último urinario blanco de la fila, se desabrochó el pantalón y dejó que el chorro impactara de lleno en las pastillas desodorantes de color blanco que descansaban en el fondo de la taza. Cerró los ojos concentrándose en el olor dulzón del paradiclorobenceno y del perfume de limón de J&J Chemicals. Al trazo azul que conducía a la libertad solo le quedaba una parada. Saboreó el nombre. Os-lo.

3

D
OMINGO, 13 DE DICIEMBRE

M
ORDEDURA

En la zona roja de la sexta planta de la Comisaría General, en el interior del coloso de hormigón y cristal que acogía la mayor concentración de policías de Noruega, estaba Harry, recostado en su silla de la oficina 605. Era la misma oficina a la que Halvorsen, el joven oficial con el que Harry compartía aquellos diez metros cuadrados, le gustaba llamar «la oficina de esclarecimientos». Y la misma que Harry, cuando tenía que bajarle los humos a Halvorsen, llamaba «la oficina de docencia».

Pero Harry estaba solo, mirando fijamente la pared donde habría estado situada la ventana si «la oficina de esclarecimientos» hubiera tenido alguna.

Era domingo, ya había redactado el informe y podía irse a casa. Entonces, ¿por qué no lo hacía? A través de la ventana imaginaria, vio el puerto vallado de Bjørvika, donde los copos de nieve recién caídos se posaban como confeti sobre los contenedores verdes, rojos y azules. El caso estaba resuelto. Per Holmen, un joven heroinómano cansado de la vida, se había chutado por última vez dentro de un contenedor. Junto a una pistola. No había signos externos de violencia y la habían hallado junto al cadáver. Según los de vigilancia, Per Holmen no debía dinero a nadie. En cualquier caso, cuando los camellos se cargan a alguien que tiene deudas, no se molestan en encubrirlo. Más bien todo lo contrario. Por tanto, se trataba de un suicidio, sin lugar a dudas. Así que, ¿por qué perder la tarde buscando algo en un puerto de contenedores desapacible y poco acogedor donde, de todas formas, no encontraría más que pena y desesperación?

Harry miró el abrigo de lana colgado en el perchero de pie. La pequeña petaca que guardaba en el bolsillo interior estaba llena. Y sin tocar desde octubre, cuando fue al Vinmonopolet a comprar una botella de su peor enemigo, Jim Beam, y la llenó antes de vaciar el resto en el fregadero. Desde entonces siempre llevaba el veneno consigo, casi como los dirigentes nazis que guardaban píldoras de cianuro en las suelas de los zapatos. ¿A qué venía aquella ocurrencia tan ridícula? No lo sabía. No le importaba. El caso era que funcionaba.

Harry miró el reloj. Casi las once. En casa tenía una cafetera muy usada y un DVD reservado para una noche como aquella.
Eva al desnudo
, la obra maestra de 1950, dirigida por Mankiewicz e interpretada por Bette Davis y George Sanders.

Deliberó consigo mismo. Supo que elegiría el puerto de contenedores.

Harry se había subido el cuello del abrigo y estaba de espaldas al viento del norte que soplaba a través de la valla haciendo que la nieve se acumulara en montones alrededor del contenedor que había al otro lado. El puerto, con sus grandes superficies vacías, por la noche parecía un desierto.

La zona vallada de los contenedores estaba iluminada, pero las farolas se balanceaban a merced de las ráfagas de viento y las sombras corrían por entre las calles, por entre los cofres metálicos apilados de dos en dos o de tres en tres. El contenedor que Harry estaba mirando era rojo, un tono que no pegaba con el naranja de la cinta policial. Pero en Oslo, en pleno diciembre, aquel contenedor, del mismo tamaño y con las mismas comodidades que ofrecía el calabozo de la Comisaría General, era un buen refugio.

En el informe que había redactado el grupo con la descripción de la escena del crimen —a decir verdad, más que un grupo, era una pareja formada por un investigador y una agente de la policía científica—, decía que el contenedor llevaba un tiempo vacío. Y sin cerrar. El vigilante explicó que no se preocupaban de cerrar un contenedor vacío, puesto que la zona estaba cercada y, además, vigilada. Aun así, un drogadicto había conseguido colarse. Lo más probable era que Per Holmen fuese uno de los muchos que andaban por Bjørvika, ya que quedaba a un tiro de piedra del supermercado de los drogadictos en Plata. Cabía la posibilidad de que, de vez en cuando, el vigilante hiciese la vista gorda con unos contenedores que se utilizaban como refugio. Tal vez considerara que, así, salvaba alguna que otra vida.

El contenedor no tenía cerradura, pero la puerta de la verja lucía un candado imponente. Harry se arrepentía de no haber llamado desde la Comisaría General avisando de que iba. Si realmente había vigilantes allí, él, desde luego, no veía a nadie.

Echó un vistazo al reloj. Miró hacia la parte superior de la verja y la sopesó unos instantes. Estaba en buena forma. Hacía tiempo que no estaba tan bien. No había vuelto a probar el alcohol desde aquella recaída fatal del verano, y había entrenado regularmente en el gimnasio de la Comisaría. Más que regularmente. Antes de que llegasen las nieves, batió el viejo récord de Tom Waaler en el circuito de obstáculos de Økern. Días más tarde, Halvorsen le preguntó con suma cautela, si tanto entrenamiento tenía algo que ver con Rakel. ¿Por qué le daba la sensación de que ya no se veían? Harry le explicó al joven agente, de una manera escueta pero clara, que el hecho de que compartieran despacho no significaba que tuviesen que compartir intimidades. Halvorsen se limitó a encogerse de hombros y quiso saber con quién más había estado hablando Harry y, cuando este se levantó y salió de la oficina 605, vio confirmadas sus sospechas.

Tres metros. Ninguna alambrada. Fácil. Harry se agarró a la valla lo más arriba que pudo, apoyó los pies contra el poste y se encaramó. Primero levantó el brazo derecho y luego el izquierdo, y quedó suspendido hasta dar con un lugar donde volver a apoyar los pies. Movimiento larvario. Pasó al otro lado.

Levantó el pasador y abrió la compuerta del contenedor. Sacó la linterna Army, negra y contundente, se agachó bajo la cinta policial y se metió dentro.

Allí dentro reinaba un silencio curioso, como si también se hubieran congelado los sonidos.

Harry encendió la linterna y enfocó con ella el interior del contenedor. Reconoció el dibujo de tiza en el suelo, donde habían encontrado a Per Holmen. Beate Lønn, la responsable de la policía científica de la calle Brynsalléen, le había enseñado las fotos. Habían hallado a Per Holmen sentado con la espalda contra la pared con un agujero en la sien derecha y con la pistola en el suelo, también a su derecha. Poca sangre. Esa era la ventaja de los disparos en la cabeza. La única. La pistola tenía una munición de calibre bajo, así que la herida de entrada era pequeña y no había herida de salida. Es decir, el forense encontraría la bala dentro del cráneo, donde probablemente se había movido como una bola en un tablero de
pinball
haciendo papilla lo que Per Holmen solía utilizar para pensar. Lo que utilizó para tomar aquella decisión. Y para, finalmente, ordenar al dedo índice que apretara el gatillo.

«Incomprensible», solían decir sus colegas cuando daban con algún joven suicida. Harry suponía que lo decían para protegerse a sí mismos, para rechazar esa idea. De lo contrario, no comprendía a qué venía eso de «incomprensible».

Y, sin embargo, fue precisamente esa la palabra que utilizó aquella tarde, en el pasillo penumbroso desde el cual vio al padre de Per Holmen de rodillas, con la espalda encorvada, temblándole a cada sollozo. Y como Harry desconocía palabras de consuelo sobre la muerte, Dios, la salvación, la vida en el más allá o el sentido de todo, murmuró:

—Incomprensible…

Harry apagó la linterna, la guardó en el bolsillo del abrigo y la oscuridad se condensó a su alrededor.

Pensó en su propio padre. Olav Hole. El profesor de instituto jubilado que vivía en una casa de Oppsal, en sus ojos, que se iluminaban una vez al mes, cuando recibía la visita de Harry o la de su hija Søs, y que, al igual que la luz, se iban apagando lentamente mientras tomaban café y hablaban de cosas sin mucha importancia. Porque lo único que significaba algo se encontraba en una foto que descansaba sobre el piano que ella solía tocar. Olav Hole ya apenas hacía nada. Solo leía sus libros. Sobre países y reinos que nunca llegaría a visitar y que realmente tampoco le apetecía ver, puesto que ella ya no podía acompañarlo. «La pérdida más grande», lo llamaba las pocas veces que hablaban de ella. Y en eso estaba pensando Harry en aquel momento. ¿Cómo lo llamaría Olav Hole el día que vinieran a comunicarle la muerte de su hijo?

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