Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
—Tienes razón, no podemos dejar que nos cierren el paso. ¿Alguna sugerencia? —preguntó Mick.
—La escuela tiene autobuses de sobra —volvió a comentar Jim—. ¿Por qué no cogemos unos cuantos y los dejamos junto a la puerta del sótano? Podemos evacuar a todo el mundo con ellos en caso de emergencia y trasladarnos a una nueva ubicación.
Mick aprobó la idea con un asentimiento.
—Podemos usarlos también para sacar la comida de las escuelas. No creo que una camioneta pueda cargar lo suficiente. No podremos volver a cada escuela más de una vez para sacar lo que necesitamos. Esos cabrones irán en masa adonde quiera que estemos y se quedarán allí un tiempo. Tenéis que sacarlo todo y hacerlo rápido.
Sharon estudió a la criatura que yacía en la mesa de reconocimiento con los brazos, las piernas y la cabeza bien sujetos. Iba vestida con vaqueros y una camiseta con un desgarrón en el hombro derecho que exponía un mordisco, la causa de la muerte.
La criatura estaba mucho más tranquila que cuando había revivido. Casi se había acostumbrado a la presencia de los científicos y eso confundía a Sharon. Al parecer tenían al menos una pequeña capacidad de aprender nuevos comportamientos. Se preguntaba si todavía sentiría el impulso de atacar, si por casualidad lo liberaran de sus ataduras. Casi sentía compasión por aquel desconcertado ser. No parecían darse cuenta de todo el mal que estaban haciendo. Una fuerza desconocida los resucitaba de entre los muertos y un instinto oscuro los impulsaba a ansiar carne humana viva.
En ese momento entró el doctor Cowen con un diario de investigación. Tiró el libro sobre un escritorio con un golpe que resonó en la habitación y se volvió hacia Sharon.
—¿Qué ocurre, Rich? —preguntó Sharon al adivinar algo horrible por la expresión de su compañero.
—Han evacuado Washington. La plaga lo ha invadido todo. Los de arriba se están planteando bombardear todas las grandes ciudades.
Sharon tuvo la sensación de que alguien le acababa de dar una patada de karate en todo el pecho. Se quedó de repente sin aire en los pulmones.
—¡Oh, Dios mío! ¡No pueden hacerlo! ¡No pueden hablar en serio!
—¿No me digas? —se burló el doctor Cowen—. Es el Gobierno, sabio entre los sabios. Pueden hacerlo y lo están haciendo.
—Si lo hacen, no quedará nada que salvar. Para eso podemos dejar la investigación aquí y sentarnos a esperar que acabe.
—Mucha gente tendría que aprobar esa maniobra. Esperemos que alguien tenga el suficiente sentido común como para acabar con esa idea de la bomba.
El médico cogió el diario y continuó:
—Tengo más noticias. Un paciente de Charlottesville, en muerte cerebral, murió la semana pasada, pero no resucitó. Siguió muerto.
—Lo que significa que teníamos razón al presuponer qué parte del cerebro resulta afectada por el fenómeno.
—Sí —dijo Cowen—. Nos da un punto de partida con el que empezar. El paciente no volvió porque esa parte del cerebro no funcionaba. El resto del cerebro, que controlaba las funciones menores, el corazón, la respiración y demás, estaba bien. Pero eso no significa que vayamos a encontrar algo, salvo el lugar en el que empieza el proceso. Puede que incluso lleguemos a más callejones sin salida.
—Cierto, pero al menos ya es algo —dijo Sharon con tono esperanzado.
El doctor Cowen fue a la nevera que tenían bajo un conducto de aire acondicionado que había junto a la pared. Era una antigua Frigidaire de remate redondo de alrededor de metro y medio de altura, más o menos de 1950; llevaba en el complejo desde principios de los años sesenta. El médico tiró de la manija y la puerta se abrió. Dentro había varias muestras de sangre de los muertos vivientes con etiquetas que indicaban el peligro biológico y la fecha en la que se había extraído la muestra.
Cowen cogió una Coca-Cola Light del estante inferior y la abrió. Se bebió la mitad de la lata antes de ponerla ante sus ojos y estudiar el recipiente.
—¿Quieres un poco? —preguntó y estiró el brazo con la lata.
—No. No me van los refrescos. Demasiado dulces.
—Está bien, pero puede que sea tu última oportunidad, a menos que podamos adiestrar a estos reanimados para que trabajen en una fábrica —dijo.
A Sharon no le gustaban los refrescos y desde luego no pensaba tomar ninguno que se guardase tan cerca de las muestras de sangre de aquellos bichos.
El doctor Cowen se terminó el resto de la bebida de un gran trago, aplastó la lata de aluminio y la tiró a una papelera cercana. Con un eructo y un guiño recuperó sus notas de la mesa y se acomodó delante del ordenador igual que una gallina en su gallinero.
—Voy a introducir esta información nueva en el programa, a ver qué respuesta me da, si es que tiene alguna.
—Yo me voy a comer —dijo Sharon y se dio la vuelta hacia la puerta—. ¿Quieres venir antes de ponerte con eso?
—No, iré más tarde —dijo el médico, que ya se había puesto a teclear—. Ve empezando.
Sharon salió del laboratorio por el corto pasillo que llevaba al corredor principal del complejo. Parecía una calle más que un pasillo, era una calzada pavimentada con edificios a ambos lados. Disponían de un sistema de transporte público para trasladar al personal de un extremo de las instalaciones al otro, y de luces montadas en el techo para que pareciera de día dentro de la ciudad subterránea. Con el fin de mantener a todo el mundo en sincronía con el mundo exterior, las luces se mitigaban por la noche.
Cuando Sharon atravesó las puertas dobles de cristal de la cafetería eran las doce y la sala estaba bastante llena. Se hizo con una bandeja de la pila que había al comienzo del bufé, cogió un cuchillo y un tenedor de un bote, y después lo deslizó todo por la cinta que había delante del poco apetitoso surtido de comida. Escogió jamón con compota de manzana de la selección de platos disponibles, buscó un sitio en una mesa vacía y empezó a comer.
—¿Me permite sentarme? —Gilbert Brownlow sostenía una bandeja de comida y la observaba desde su altura. Siempre encontraba la forma de acercarse sigilosamente a Sharon cuando esta menos lo esperaba.
—¿Por qué no? —dijo. Quizá la presencia de aquel hombre terminara con su apetito de una vez por todas y así podría ahorrarse la insípida comida.
Brownlow se sentó frente a ella y desplegó una servilleta en su regazo.
—¿Algún descubrimiento nuevo? —preguntó mientras cogía con el tenedor un bocado de puré de patatas instantáneo con salsa de sobre.
—Solo uno —dijo la científica, que prefirió dedicarse a jugar con la comida para no establecer contacto visual—. Pero no es nada con lo que haya que emocionarse todavía.
—No le caigo bien, ¿verdad, doctora?
—No me gusta el modo en que usted y los suyos han llevado esta situación. —Sharon lo miró a los ojos—. Creo que el gobierno no ha hecho nada por mejorar este conflicto, más bien al contrario, lo ha empeorado.
—Estamos haciendo lo que debemos para salvar a la humanidad —dijo el funcionario con tono sereno—. A veces hay que sacrificar a unos cuantos para salvar a la mayoría.
—Ya, claro, señor Spock. ¿Una vida larga y próspera tirando bombas atómicas? ¿Esa es su idea de la salvación?
—Se congregan en las ciudades. Es la mejor oportunidad que tenemos de matarlos en gran número. Solo se hará como último recurso. En realidad está en sus manos, son usted y los suyos los que tienen que darnos otras opciones.
—Los muertos solo durarán unos diez años antes de que la descomposición destruya el cuerpo, lo que les impedirá moverse. A la tierra le llevaría mucho más tiempo reparar los daños después de su gran plan.
—No obstante, haremos lo que creamos que debemos hacer.
Sharon se levantó de repente y recogió su bandeja.
—Como siempre, que es por lo que probablemente estamos metidos en este lío, para empezar. —Se dio media vuelta y se fue.
Dejó de golpe la bandeja en un viejo carrito atestado de bandejas usadas, salió de la cafetería y bajó por la calle hasta que llegó al lago. Del tamaño de un campo de fútbol, era un sitio impresionante. Alrededor de la extensión de agua habían plantados arbustos y árboles falsos que le daban el aspecto de un parque bien cuidado.
Sharon se sentó en un banco de piedra y se quedó mirando el agua. El lago no solo pretendía ser un recurso para obtener agua sino también un lugar donde encontrar la calma y recuperar la moral. La científica se estiró en el banco y cerró los ojos.
—El mundo es un lugar maléfico —dijo la voz—. ¿Comprendes que su destrucción se acerca?
El reverendo Peterson se quedó mirando la esfera terráquea que pasaba envuelta en una nube de humo hasta que no fue más que un parpadeo en el vacío oscuro. La sombra lo envolvió y un escalofrío penetró en su alma cuando empezó a flotar.
—Los pecados del hombre se han ido acumulando, han llegado hasta el cielo y ahora serán arrojados al lago de fuego.
Las llamas se alzaron a su alrededor, pero no ardieron y no tardaron en desvanecerse en la misma dirección que había ido la tierra. Una vez más estaba solo en el vacío oscuro.
—La espada de todo hombre se alzará contra su hermano y mis ángeles destruirán a aquellos que luchen contra mí. Habrá una plaga con la que castigaré a todos los malvados. Su carne se pudrirá sin que se derrumben. Los ojos se les pudrirán en las cuencas, la lengua se le pudrirá en la boca. Y ese gran día el pánico caerá sobre el hombre. Consumida será la carne de aquellos que se negaron a ver las señales, consumida mientras continúan en pie.
Se disipó la oscuridad y vio un gran trono y a Dios sentado en él. A su derecha había un trono más pequeño y el reverendo se vio a sí mismo sentado allí.
—Tú encabezarás el camino hacia una nueva tierra. Como parte de mi personal, disolverás a los indignos. Comenzarás tu búsqueda cuando recibas la señal.
La voz se desvaneció y el pastor abrió los ojos al cielo catedralicio del santuario. En el salón de actos, los muertos continuaban su ataque incesante contra la puerta bloqueada.
El pastor se levantó con una fuerza nueva. Para él había sido algo más que un sueño. No cabía duda de que había hallado el favor de Dios. Había llegado el día del Juicio Final y él había sido considerado digno de la posición que creía merecer. Dios se lo había dicho en el sueño. No era ese pecador inútil, tal como su padre lo había convencido de niño.
Se estremecía y apretaba los dientes siempre que volvían a él los recuerdos amargos de su niñez. Siempre hacía todo lo posible por abandonarlos en el rincón más alejado de su mente. Ojos que no ven, corazón que no siente, como si nunca hubiera existido.
De nuevo se imaginó la visión de su padre en el ataúd, arañando la tapa. El impulso incontrolable y frustrado. Juzgado y sentenciado. No juzgarás, a menos que quieras ser juzgado. Un final de lo más adecuado para un viejo necio, pensó.
El pastor se estiró y después se llevó una mano a los riñones. Le dolían y eso hacía que le costara moverse durante un rato, al despertar. No era tan fácil dormir en un banco y cada día el dolor tardaba más en mitigarse del todo. Se acercó al púlpito y se quedó mirando el césped por la ventana rota. Desde la última vez que lo había comprobado habían llegado más muertos. Cada día que pasaba eran más: su número ya superaba el de la población de la pequeña comunidad antes de la plaga.
Se preguntó de dónde venían, por qué había tantos. Podría ser que llegaran de todas las zonas rurales y montañosas de los alrededores, pero ¿por qué a ese lugar precisamente? ¿Era posible que tuvieran algún propósito que también los llevara allí?
Habían transcurrido casi cuatro semanas. Dos de ellas las había pasado aislado del mundo exterior. ¿Cuánto tiempo duraría el Armagedón? ¿Cuántos de los indignos habrían quedado destruidos hasta el momento? El pastor quería saber qué quedaba de un mundo corrupto y cuánto tiempo más tendría que permanecer encerrado.
El reverendo Peterson fue a la cocina y abrió el pequeño armario que había bajo el fregadero para sacar la radio a pilas. El agua se había filtrado por la cañería y había mojado el aparato. El pastor la dejó en la mesa y después volvió al armario para coger una caja de herramientas. No vio que el cierre estaba abierto y el contenido se esparció por el suelo con estrépito. Los porrazos en la puerta se intensificaron. Recogió un destornillador del suelo, se hizo con la radio y regresó corriendo al santuario para llevar a cabo el trabajo.
Quitó a toda prisa los seis tornillos que sujetaban la tapa. Secó con una toalla el interior lo mejor que pudo hasta que estuvo convencido de que estaba lo bastante seco y volvió a poner la tapa. Un sonido estático zumbó por el altavoz cuando empezó a recorrer el dial de FM. Movió el dial de izquierda a derecha hasta cubrir todo el espectro, pero solo se oía electricidad estática. Cambió a AM antes de rendirse.
De pronto, escuchó una voz humana; por fin había encontrado vida, muy tenue, pero allí estaba. Estaba hablando un hombre: «… debe considerarse extremadamente peligroso y no deben entablar contacto. Nadie debe intentar de ningún modo entrar en la ciudad de Chicago ni en ninguna de sus zonas residenciales. El ejército de Estados Unidos se está enfrentando a los ejércitos de los muertos y se les notificará cuando sea seguro regresar».
El pastor escuchó con atención las palabras del hombre. La humanidad estaba librando una batalla perdida. ¿Cómo iban a ganar? No se puede vencer a Dios. Volvió a prestar atención a la radio.
«Se ha prohibido el acceso a la ciudad de Los Ángeles. A cualquier persona que se descubra entrando en la ciudad se le disparará allí mismo, sin hacer preguntas. Ocurre lo mismo en Miami, Dallas, Filadelfia, Nueva York, Atlanta y Washington D.
C. Por favor, no intenten ir a ninguno de estos lugares. Todas las ciudades son muy peligrosas. Cualquier intento de ir a una zona muy poblada es un suicidio.»
Hermano contra hermano, pensó el pastor. La profecía se estaba cumpliendo. Pronto aplastarían a todos los indignos y gobernarían los justos.
En la cocina se oyó un golpe y el sonido del metal y la madera chocando contra el suelo, lo que desvió la atención del predicador de la radio. El pastor se levantó de un salto y corrió a la puerta. Habían arrancado una de las tablas que tapiaban la puerta y habían forzado una de las cerraduras. Los clavos del marco empezaban a salirse debido a las vibraciones de la puerta. El ruido creado por la caída de las herramientas y el sonido de la radio los había agitado y habían puesto más empeño en entrar.