Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
—¿Es visual?
—Sí, señor.
—Póngala en la pantalla cinco.
La imagen de una Nueva York en llamas se desvaneció y la sustituyó la sala de comunicación de NORAD. Un joven teniente al que Brownlow no reconoció estaba sentado ante el ordenador de comunicaciones, pálido de miedo.
—Señor, nuestra seguridad está comprometida. La situación es grave.
—Quiero hablar con el presidente —dijo Brownlow—. ¿Dónde está?
—El presidente está muerto, señor. El vicepresidente también está muerto. Esas… criaturas han invadido estas instalaciones. Yo me he encerrado en esta sala y de momento estoy a salvo, pero aquí no hay comida ni agua y hay cientos de esas cosas ahí fuera, junto a la puerta. Estoy atrapado.
—Teniente, ¿quiere por favor verificar que el ordenador que tiene delante está encendido y operativo?
—Sí, señor. —El teniente asintió y ejecutó la orden—. Señor, está operativo.
—Bien —dijo Brownlow—. Ahora, debajo de usted, a su izquierda, verá una caja fuerte. La combinación es uno, cinco, cero, seis, ocho, nueve. Por favor, abra la caja.
El teniente abrió la caja, dentro encontró una tarjeta roja y la sacó. Brownlow prosiguió:
—La tarjeta debería decir «Estoy de pesca, no puedo jugar». ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, señor. Así es.
—Por favor, teclee esa contraseña en su ordenador tal y como está escrita. Ahora.
El teniente tecleó la contraseña en su ordenador y apareció una página de texto con un botón que decía «Ejecutar» al final de la página.
—Por favor, lea las órdenes en voz alta, teniente.
El teniente leyó las órdenes. Su voz resonó por los altavoces de la sala para que todos las oyeran.
—En caso de emergencia nacional y si se produce la muerte del presidente de Estados Unidos y su gabinete ministerial, o en caso de que cayera NORAD, todas las funciones de mando serán por la presente transferidas al centro de mando de Mount Weather. Las responsabilidades del cargo de presidente se trasladarán al secretario que se encuentre al mando. —Al teniente se le cayó la tarjeta de los dedos y flotó hasta el suelo.
—¿Entiende lo que ha leído, teniente?
—Sí, señor, lo entiendo.
—Por favor, ejecute la orden.
El teniente movió el cursor hasta el botón de «Ejecutar» y lo pinchó. En pocos segundos las pantallas de los ordenadores de la sala de guerra de Mount Weather mostraron una barra de descarga. Cuando la barra se volvió azul por completo, la suave voz femenina del ordenador dijo:
—Traspaso completado. Todas las funciones de mando activadas.
Brownlow al fin estaba contento y se permitió un pequeño suspiro de alivio. Podría poner fin a esa pesadilla a su manera. Era el momento que había estado esperando. Ya no se vería forzado a quedarse sentado sin hacer nada mientras Estados Unidos era pasto de las llamas.
—Gracias, teniente —le dijo al hombre de la pantalla—. Y buena suerte, hijo.
Brownlow puso fin a la transmisión sin pensar más en el joven y se colocó delante de los monitores de televisión.
—Caballeros —anunció con aire prepotente—, la responsabilidad y el bienestar de este gran país han sido transferidos a nuestra base. Ahora somos nosotros los que debemos encontrar una solución. Necesito saber la proporción de muertos comparada con el número de vivos, primero en las ciudades principales y después en las zonas rurales. Y quiero el informe mañana a las nueve de la mañana a más tardar.
Brownlow salió por la puerta y dejó a sus subordinados consternados. Algunos temían el próximo movimiento de aquel hombre.
La noticia de la caída de NORAD se extendió de inmediato por toda la base. Rich Cowen y Sharon estaban en el laboratorio cuando escucharon lo ocurrido. Era justo el giro de acontecimientos que no se habían atrevido a imaginar. El hecho de que Brownlow se encontrara al mando del arsenal militar de la nación añadía un elemento de mayor incertidumbre a su dilema.
El doctor Cowen examinó con atención la muestra de saliva de la criatura atada que continuaba en la mesa de reconocimiento. Había determinado que el virus responsable de la infección y la muerte no estaba presente en el torrente sanguíneo.
—Nada, Sharon. Todavía nada.
Sharon se paseó por el laboratorio sumida en sus pensamientos.
—¿Qué ocurriría si se introdujera sangre fresca en la muestra de saliva? Quizá sea algo que reacciona de forma conjunta.
—Es posible. Me sacaré yo un poco.
El doctor Cowen cogió una jeringuilla estéril y la sujetó entre los dientes mientras se frotaba el interior del codo con alcohol. Después se dio unos golpecitos en el brazo con dos dedos hasta que se le hinchó una vena. La aguja le punzó al perforar la piel y el médico hizo una mueca al sentir el pinchazo. El cilindro se volvió rojo con el líquido que le daba vida.
—Bien, con esto debería bastar.
Llevó la muestra al microscopio.
—Y ahora, veamos si pasa algo.
Volvió a centrar la imagen y la estudió durante varios segundos. No observó ningún cambio.
—Estoy perdido —dijo mientras se alejaba de la pantalla—. No encuentro una sola cosa que pueda provocar esta afección. Si no encontramos algo que ofrecerle a Brownlow… —Se le fue la voz.
Sharon sabía a qué se refería. Gilbert Brownlow quería apretar el botón y terminar con el problema, y en el proceso destruir la mitad del planeta.
Amanda se aventuró por los escalones sin que nadie la viera y bajó al sótano del refugio. Casi un mes sin darse un baño decente era demasiado para ella. Los guardias no permitían que ninguno de los supervivientes saliera y mucho menos que bajaran al río a bañarse. El agua que se llevaba al refugio era solo para beber. Era demasiado peligroso recoger suficiente como para que además pudieran asearse.
El sótano estaba a oscuras. Amanda apenas podía distinguir la ranura de luz que rodeaba la puerta que llevaba al exterior. La falta de luz la ponía nerviosa. El edificio estaba bien protegido, pero siempre cabía la posibilidad de que hubiera algo acechando y esperando. El corazón se le había desbocado en el pecho. Siempre le había tenido un poco de miedo a la oscuridad.
Con los brazos estirados fue palpando en su camino hacia el rayo de luz y encontró el pomo. La puerta tenía el cerrojo echado, pero Amanda estuvo manoseando hasta que se abrió e inundó la habitación de claridad. Dio un pequeño suspiro de alivio cuando giró el botón del pomo para cerrar con llave la puerta tras ella.
Amanda bajó a toda prisa el sendero, pero sin dejar de prestar atención a su alrededor. El río estaba detrás del refugio, a cien metros, y la joven sentía anticipadamente y con impaciencia el agua fresca que bañaría su cuerpo. Echó a correr.
El río bajaba tranquilo y limpio. Buscó un lugar discreto y lo encontró a unos metros, río arriba. La orilla bajaba poco a poco hacia un estanque ancho y profundo. Amanda se quitó los zapatos, se desabrochó los vaqueros, se los bajó y después los apartó de una patada. La blusa fue la siguiente en caer y se quedó solo con unas braguitas negras para ocultar su desnudez.
Saltó al agua y se hundió en el río. Dejó que el agua corriera por su cuerpo mientras ella se sumergía y resurgía como una niña jugando, apoyando los pies desnudos en el lecho esponjoso del río. Con una pastilla de jabón Ivory que le había birlado al doctor Brine de sus provisiones se enjabonó el cuerpo y el pelo con un deleite que era casi erótico.
Se sumergió para aclararse, después se apoyó en una roca cerca de la orilla y cerró los ojos. La estación apropiada para nadar ya había quedado muy atrás, pero era tal el placer de sentirse limpia que el agua fría y la carne de gallina le daban igual.
Se partieron unas ramitas y Amanda abrió los ojos de repente. Vio acercarse un monstruo que se había metido hasta los tobillos en el agua con los brazos estirados y un agujero enorme a modo de boca. Amanda giró en redondo y usó los pies para alejarse de la fea mandíbula de un empujón y dirigirse a aguas más profundas. La criatura la siguió y se hundió hasta las rodillas sin dejar de estirar los brazos y agitar los dedos. Amanda miró en todas direcciones. Su única opción era alejarse a nado e intentar llegar a la orilla antes de que la criatura pudiera hacer lo mismo.
Empezó a nadar corriente abajo cuando salió otro monstruo de entre los árboles arrastrando una pierna mutilada. Empezó a entrar en el agua, pero se detuvo al borde, como si pretendiera cerrarle el paso a Amanda. La otra criatura siguió avanzando hacia ella con el agua hasta la cintura. Parecían estar trabajando juntos, guiándola como los rancheros con el ganado.
Amanda viró y nadó hacia aguas más profundas mientras luchaba por mantener la cabeza fuera. La criatura vadeó hasta que el agua le llegó a los hombros, entonces se detuvo y volvió atrás, temeroso de la corriente. Esperó allí, bloqueándole el camino.
Amanda tenía que hacer algo y rápido. Se le estaban cansando los brazos de moverlos para mantenerse a flote. Empezó a nadar corriente arriba, pero el monstruo de la orilla la siguió por tierra. La otra criatura había vuelto hasta donde el agua le llegaba a la cintura.
No podía nadar más rápido de lo que los monstruos podían moverse por tierra. Tendría que cruzar todo el río a nado. Estaba a punto de hacerlo cuando llegó Jim corriendo por el camino y apuntó al monstruo que estaba en tierra. Disparó y el zombi cayó al suelo. El del agua, confundido y sin saber a qué humano atacar, dio marcha atrás y a punto estuvo de tropezar consigo mismo. Jim apuntó con cuidado, volvió a disparar y acertó a la criatura en la frente. La cabeza del zombi cayó hacia atrás y su cuerpo giró en el agua antes de hundirse. Volvió a aparecer y comenzó a flotar corriente abajo.
Amanda regresó nadando hasta que pudo hacer pie. Jim se acercó a la orilla del río y esperó.
—¿Estás bien? —preguntó con una ligera sonrisa.
—Creo que sí —dijo ella. De repente se dio cuenta de que llevaba los pechos al aire y tenía los pezones erectos por el agua fría. Avergonzada, se cruzó de brazos para ocultar su desnudez—. Estoy bien —dijo—. ¿Te importaría? —Señaló la blusa sin descubrir los pechos que le brillaban por el agua.
Jim había clavado los ojos en ella, pero después reaccionó.
—¡Oh, por supuesto! —Le tiró la blusa y Amanda se deslizó la prenda por la cabeza.
—Siento haberme acercado así, pero daba la sensación de que necesitabas un poco de ayuda.
Amanda recogió sus vaqueros y embutió una pierna y después la otra.
—Me siento como una idiota —dijo mientras se los abrochaba—. Soy una auténtica imbécil.
—Bueno, no sé. A mí me parecía una idea bastante buena —dijo Jim.
Un guardia bajó corriendo por el camino, sin aliento y con el rifle en ristre. Jim se giró en redondo listo para pelear otra vez.
—¿Os encontráis bien? —preguntó el guardia mientras miraba a la criatura muerta.
—Todo va bien —dijo Jim. Después se volvió hacia Amanda—. La próxima vez, avísame cuando quieras bajar aquí. Te acompañaré. —Le sonrió—. No te preocupes, me daré la vuelta.
Amanda recogió los zapatos y los vació de arena antes de ponérselos. Tardaría bastante tiempo en intentar bañarse otra vez. Prefería enfrentarse a la porquería a pasar por otro encuentro como aquel. Si no hubiera sido por Jim, se habría convertido en el almuerzo de dos zombis.
El guardia empujó a la criatura que quedaba hasta el río y observó cómo se alejaba flotando. El agua de alrededor se volvió roja cuando el agujero de la bala soltó sangre y materia gris. Un banco de pececillos se reunió alrededor del cadáver para darse un festín con el inesperado regalo.
El reverendo Peterson le echó un buen vistazo a la escuela Skyview. Era una gran casona victoriana con aguilones abovedados y torres octogonales; un gran porche cubierto envolvía tres de los flancos. Había varios cobertizos pequeños en el patio de atrás; en el porche había otros dos adolescentes con impermeables amarillos y unos rifles al lado. Se bajaron las capuchas y se reunieron con los tres que escoltaban a Peterson. Vestidos con trajes de faena militar debajo de los impermeables, les sorprendió bastante ver llegar a alguien más.
—¿Quién es? —preguntó el más alto de los dos chicos mientras usaba el cañón del arma para señalar.
—Dice que es predicador o algo así —dijo el chico de la cara sucia que le había cerrado el paso a Peterson en la carretera.
El chico más alto estudió al reverendo.
—Este no es predicador. No parece predicador. Igual es uno de esos zombis. Puede que sea un espía que está aquí para matarnos, como tú dijiste —dijo el primer chico.
Cara Sucia golpeó al chico más alto en el pecho y estuvo a punto de derribarlo.
—Que no es ningún zombi, idiota. Los zombis no hablan y este sí. Pero sí que puede que sea espía.
El chico alto recuperó el equilibrio y se lanzó a toda velocidad hacia Cara Sucia, pero lo detuvieron los otros tres.
—¡Tú a mí no me empujas, Eddie! ¡No me vuelvas a empujar! —dijo al tiempo que se desembarazaba de las manos de los otros chicos—. O te arrepentirás.
Eddie se echó a reír, sabía de sobra que el crío no tendría nada que hacer en una pelea. Ninguno tendría nada que hacer en un combate cuerpo a cuerpo.
—Será mejor que te comportes, Romeo, o tendré que meterte en el sótano. Y puede que a Julieta contigo.
El chico al que había llamado Romeo se echó hacia atrás, horrorizado. Después de lanzarle una mirada nerviosa a su atormentador, entró en la casa.
Peterson observó la reacción del chico. Ese era el poder que necesitaba para lograr su objetivo. Eddie, el chico de la cara sucia, parecía estar al mando, pero eso iba a cambiar pronto.
Peterson pensó en diferentes modos de hacerse con el control. Primero necesitaba hacerse con la confianza y la fe de Eddie, los otros lo seguirían. Por lo menos, todos los que contaban. Siempre que se asegurara la cooperación de los que dominaban las armas, los otros no tendrían alternativa.
El pastor entró en la escuela flanqueado por dos de los chicos y precedido por Eddie. En el vestíbulo, una escalera curva llevaba a un balcón que se asomaba a la entrada. A la izquierda había una sala de reuniones que contenía una televisión y varias sillas y sofás.
Eddie empezó a subir las escaleras y no se volvió ni una sola vez para asegurarse de que su cautivo continuaba vigilado o lo seguía. Estaba totalmente convencido de la lealtad de los otros chicos. Si Peterson intentaba algo, le dispararían. Peterson lo presintió y los siguió en silencio; todavía no había llegado el momento de dar el primer paso. Al menos estaban subiendo al piso de arriba y no bajando al sótano. Al chico de fuera le había aterrorizado la mera idea de que lo metieran allí. Sí, eso sí que era poder, pensó, y codició esa capacidad.