Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Jenny cruzó una pierna sobre la otra y empezó a balancearla mientras se mordía las uñas con afán. Se estudiaba las manos entre mordisco y mordisco e hizo una mueca al ver todo lo que se había comido. Lo que en otro tiempo eran unas uñas preciosas se habían convertido en unos bordes desiguales y dentados.
—¡Para ya! —susurró Jody—. Que no vean lo tensa que estás o sospecharán algo.
—No puedo evitarlo. Tengo miedo. ¿Y si nos pillan?
—No vamos a quedarnos aquí. Esto es una locura. Nos vamos esta noche.
Jenny se levantó y se paseó por la habitación mordiéndose las uñas como una loca. Pensaba que la decisión de irse era la más acertada. Aunque no fuera necesariamente la más segura.
—Eddie quiere a todo el mundo en la sala de la televisión esta tarde —dijo Jody—. Tiene algo que decir.
—¿De qué se trata?
—No estoy segura. Algo que se les ha ocurrido al predicador y a él.
Jody levantó una esquina del colchón y sacó un gran cuchillo de caza. Lo liberó de la funda y lo levantó. El sol se reflejó en la hoja de veinte centímetros.
—¿Para qué es eso? —dijo Jenny en un tono un poco más alto de lo que convenía.
—¡Shhh! ¡Baja la voz! —Jody le lanzó una mirada de desaprobación—. Es para llevárnoslo con nosotros. Necesitamos algún tipo de protección. —Devolvió entonces el cuchillo a su funda.
—Con eso no es posible acabar con los monstruos.
Jody se ató el cuchillo al tobillo con un viejo cordón de zapatos y después se bajó la pernera para tapar el arma.
—Quizá no, pero seguro que a cualquier otro lo mata. No pienso quedarme indefenso por completo.
Jenny se mordió las uñas con nuevo entusiasmo. Estaba preocupada, no solo por ella sino también por Jody. Sería muy propio de él lanzarse a la piscina sin considerar las consecuencias.
Sharon Darney se quitó los guantes de goma y los tiró a una papelera que ya rebosaba. Era la una de la madrugada. El doctor Cowen y ella llevaban todo el día trabajando para intentar aislar el virus. Hasta el momento no habían encontrado nada que pudiera causar la enfermedad en el torrente sanguíneo de la criatura. Al final, el doctor Cowen se había rendido y se había ido a la cama. Sharon no tardaría mucho en acostarse también.
Fue a su escritorio y abrió el tercer cajón con una fuerte sacudida. Ese cajón siempre se atascaba, así que solo lo usaba para cosas que no necesitaba demasiado a menudo. Esa era una de esas veces.
Sharon sacó una botella de burbon Jim Beam y la sujetó en la palma de la mano, con la etiqueta hacia arriba. Se planteó devolverla al cajón, pero finalmente quitó el tapón y vertió un poco del contenido en un vaso de poliestireno que tenía al borde de la mesa. Se tomó de un precipitado trago el primer chupito y se sirvió otro antes de sentarse en la silla.
—Tiene que estar ahí. —Le echó un vistazo a la criatura todavía atada a la mesa de reconocimiento—. Tiene que haber una razón. Tiene que estar matándote algo. Pero si está ahí, debe de ser invisible porque yo no he visto al maldito bicho. Así que, ¿dónde coño está?
Sharon se bebió de otro trago el segundo chupito y se acercó a la criatura como si esperara una respuesta a la pregunta que acababa de hacer.
—¿Qué es lo que te mueve a ti, hijo de puta? ¿Cuál es tu secreto? ¿Tienes el bichito escondido o…? —Sharon se quedó mirando al zombi con los ojos brillantes—. ¡Eso es, cabrones, seréis tramposos! ¡Tiene que serlo!
Salió disparada hacia el intercomunicador, resplandecía con una esperanza nueva mientras apretaba el botón para hablar.
—¡Doctor Cowen, por favor, acuda al laboratorio Uno! ¡Doctor Cowen, por favor, acuda al laboratorio Uno!
Se puso una mascarilla quirúrgica y otro par de guantes. Unos minutos después el doctor Cowen entró corriendo y abrochándose la bata de laboratorio.
—Coge esa bandeja de instrumentos y tráela aquí —le dijo Sharon mientras comprobaba las correas de la criatura.
—¿Qué pasa? ¿Has encontrado algo?
—Quizá, o quizá no. Pero tengo una corazonada.
Sharon usó el escalpelo para cortar la camisa de la criatura y después empezó a hacerle una incisión en el pecho antes de que el doctor Cowen le sujetara la mano y la detuviera.
—¡Espera! ¡Déjame matarlo antes de hacer eso! —le dijo.
—A la mierda con él —contestó ella, enfurecida—. Lo necesito vivo, o funcionando, o lo que sea.
El doctor Cowen dio un paso atrás y levantó las manos con gesto de sumisión.
—Está bien, tú verás.
Sharon cortó el esternón hasta la cintura y abrió todo el torso. El zombi se agitaba mientras la científica lo diseccionaba, gemía, tiraba de las correas y retorcía el cuerpo de un lado a otro. Un olor putrefacto e inaguantable manó de la cavidad abierta y penetró en las mascarillas que llevaban los dos médicos. Sharon tuvo que contener la bilis que le inundó la garganta. El doctor Cowen la observaba con una mezcla de fascinación y asco, todavía intentaba averiguar lo que su compañera había creído encontrar.
—Se oculta de nosotros —le explicó Sharon—. Se hace pasar por otra cosa, glóbulos rojos o lo que sea, no lo sé. Pero creo que podemos encontrarlo en su auténtica forma.
—¿Cómo? ¿Dónde?
—En los órganos. Ahí es donde hace daño de verdad. Ahí es donde mata el virus. Da igual si terminan inutilizados. La mayor parte de los órganos ni siquiera se utilizan cuando el cuerpo revive.
Sharon cortó y quitó el tejido que rodeaba el hígado del cadáver viviente y sacó la víscera, después llevó con cuidado su maloliente premio a una mesa de trabajo cercana.
—¿Lo ves? Creo que no encontramos nada porque asume la apariencia de otra cosa, algo que no representa ningún peligro. Puede incluso que cambie de aspecto y nos parezca una cosa en la saliva y otra diferente en la sangre. Va un paso por delante de nosotros. Es posible que lo hayamos tenido delante y ni siquiera nos hayamos dado cuenta.
—Puede que tengas razón, pero ¿por qué esperas encontrarlo ahora en ese hígado?
—Porque —dijo la doctora mientras diseccionaba el órgano— es posible que tenga que volver a su forma original para hacer el daño, para matar.
Extrajo una pequeña muestra del centro del órgano y la extendió por un portaobjetos.
—¿Sabes? Una persona infectada ni siquiera desarrolla anticuerpos para luchar contra esto, sea lo que sea. Creo que es porque las defensas del cuerpo ni siquiera saben que está ahí.
—Hasta que ya es demasiado tarde —dijo el doctor Cowen.
—¡Exacto! Inhibe de algún modo la capacidad del cuerpo de defenderse, como el virus del sida.
El doctor Cowen le dio vueltas a la hipótesis en su cerebro todavía envuelto en la bruma del sueño.
Sharon colocó con cuidado el portaobjetos bajo el microscopio electrónico y lo centró. Una pantalla de ordenador mostró y realzó la imagen para darle la máxima claridad. El microscopio electrónico magnificaba los virus que eran demasiado pequeños para que los captara cualquier otro dispositivo.
La imagen se centró, y para deleite de la científica, encontró algo nuevo en medio del portaobjetos. Las células normales del tejido del hígado de la criatura estaban inmóviles, muertas como era de esperar, pero había algo muy pequeño, algo que apenas podía verse incluso con el microscopio electrónico. De apariencia oscura y tenebrosa, salió disparado por el portaobjetos a toda velocidad y después desapareció en la nada. Sharon tecleó unas órdenes en el ordenador en un intento de encontrar al esquivo microbio.
El doctor Cowen se acercó más a la pantalla.
—¿Qué demonios era eso?
—No lo sé, pero voy a intentar recuperarlo. Jamás he visto nada parecido.
—No parecía un virus y se escabulló como un murciélago salido de las cuevas del infierno. Como si supiera que estábamos mirando.
—Un murciélago salido del infierno no está lejos de ser una descripción bastante precisa de este bicho, Rich. Si queremos encontrar respuestas, el infierno podría ser un buen sitio para empezar a buscarlas.
El doctor Cowen se lanzó al ordenador del escritorio de Sharon y cargó una colección de imágenes de todos los organismos microscópicos conocidos y catalogados. Mientras Sharon continuaba intentando sin mucho éxito localizar el organismo sospechoso, el doctor Cowen buscaba entre los datos algo parecido.
—Te digo que no es ningún tipo de microbio o virus que yo haya visto jamás. Esto es algo nuevo. Algo que no ha visto nadie en su vida. Nadie.
—Alguien lo ha visto. Nosotros.
El viaje hasta la cárcel duró unos diez minutos. De camino no vieron señal alguna de seres humanos vivos, pero los muertos vivientes vagaban por los campos junto a la carretera, sobre todo en pequeños grupos, salvo por los alrededores de un gimnasio, por donde unos treinta monstruos caminaban sin rumbo.
Jim pasó con la camioneta por la entrada de la prisión y se detuvo en la puerta de la verja de seguridad principal. La cárcel era una estructura de ladrillo de dos plantas y estaba rodeada por una valla de tela metálica de cuatro metros de altura coronada con alambre de púas. En los extremos norte y sur del patio había unas torretas de guardia vacías, de unos diez metros de altura. La verja exterior también medía cuatro metros, pero no tenía alambre de púas. La puerta controlada electrónicamente estaba abierta. Después de examinar el terreno por si había algún peligro inminente, Jim atravesó con la camioneta la verja exterior y se detuvo ante la segunda verja. Estaba cerrada con varias cadenas pesadas y unos candados. Un cartel sobre la puerta decía «Centro penitenciario White Post». Otro cartel advertía a los visitantes que no dejaran las llaves en el coche cuando entraran a hacer la visita.
Jim, Mick y Chuck salieron de la camioneta y se acercaron a la verja principal. Chuck tiró de una de las pesadas cadenas. Esta emitió un sonido metálico, se soltó y el candado se desplomó en el suelo.
Chuck se volvió hacia los otros y sonrió.
—Esto puede que sea más fácil de lo que yo pensaba. —Cogió la otra cadena y tiró, pero permaneció en su sitio. Hizo una mueca—. Supongo que ya lo he gafado.
Fue a la camioneta y volvió enseguida con una cizalla. Le llevó varios minutos cortar el candado y abrirlo. Tiró de la cadena, abrió la verja y echó a andar. Jim lo cogió por un brazo y lo echó hacia atrás.
—¿Quieres esperar un momento, Chuck! —le soltó Jim—. Nos estamos metiendo sin permiso en una cárcel. No querrás que te dispare uno de los guardias.
—Mira a tu alrededor, Jim. Aquí no hay nadie.
—Quizá no, pero tú sigues haciendo las cosas a lo loco. Cálmate un poco.
Chuck hundió los hombros. Tiró la cizalla al suelo y se metió las manos en los bolsillos como un niño enfurruñado.
—Vale. Perdona.
Mick sacudió la cabeza ante el numerito. Corregir a Chuck se había convertido en un trabajo a tiempo parcial para Jim, pero a él no parecía importarle. De hecho, daba la impresión de que le había tomado bastante cariño.
Jim se frotó la barba de tres días de la barbilla y después sacó los prismáticos de la guantera y estudió todas las puertas y ventanas de ese lado del edificio. Todas las ventanas tenían barrotes de hierro separados por unos diez centímetros.
—Parece abandonado —dijo Jim al bajar los prismáticos—, aunque me pareció ver algo en una ventana del segundo piso. Solo fue una sombra, quizá no fuera nada.
Mick cogió los prismáticos y miró él también. Examinó la parte frontal del edificio de izquierda a derecha y prestó especial atención a las ventanas. Tras un minuto, bajó los prismáticos y se los devolvió a Jim; después se sacó una de las pistolas de la cartuchera.
—Bueno, solo hay una forma de averiguarlo —dijo Mick mientras comprobaba el arma—. Vamos a echar un vistazo.
Los tres pasaron con cautela por la verja y subieron hasta la inmensa puerta de metal que había delante de la cárcel. Chuck revolvió en su cinturón de herramientas en busca de algo con lo que forzar la cerradura.
—No sé si tendré algo para abrir esta —dijo sin dejar de buscar.
—¿Y qué te parece usar el pomo? —inquirió Jim con tono divertido.
Chuck levantó la cabeza, confuso. Jim tenía la puerta abierta y se la sujetaba para que pasara.
—¿Qué?
—No estaba cerrada con llave —sonrió Jim—. ¿Por qué tienes que hacerlo todo siempre por las malas?
—Es más emocionante —respondió Chuck mientras ocultaba su vergüenza—. Bueno, pero ¿por qué iban a cerrar con llave la verja de ahí si luego dejan esta puerta abierta?
Jim se encogió de hombros.
—A quién le importa —dijo antes de adelantarse. Mick y Chuck lo siguieron sin pensar más en ello.
Entraron en una sala apagada y oscura. Había una zona a la izquierda que se usaba para comprobar la identidad de las visitas que entraban y salían del recinto y que contaba con una pequeña ventanilla para recoger o devolver pertenencias. Más adelante, una puerta con barrotes llevaba a lo que supusieron que eran los bloques de celdas y al resto de la prisión.
Jim comprobó el rifle y se puso bien la gorra de béisbol.
—De acuerdo, tíos —dijo—, no os separéis. Chuck, tú vigila por lo que pueda aparecer por detrás. Mick y yo nos encargaremos de lo que tengamos delante.
Matthew Ford se arrodilló junto a su catre de la celda de la prisión y hundió la cara en el colchón. Estaba débil y tenía mucha hambre. Se había quedado sin comida tres días atrás y ya casi no le quedaba agua en el váter.
Cuando despertó el primer muerto, la rutina de la prisión no cambió, pero a medida que fue empeorando la situación, los guardias comenzaron a desertar para estar junto a sus familias. Las deserciones dejaron el personal mínimo para ocuparse de los presos y estos tuvieron que ser confinados en sus celdas. Se revocaron todos los privilegios que les permitían salir al patio y hacer ejercicio. Empezaron a llevarles la comida a las celdas, cada vez con menos frecuencia. Matthew temió morirse de hambre y empezó a acumular comida.
Los presos rogaron que los dejaran libres, pero los guardias no cedieron. Después, cuando solo quedaban tres guardias para cuidar de toda la población carcelaria, los temores de Matthew se hicieron realidad. Se oyeron disparos en otra parte del edificio. Fue la última vez que vieron a un guardia vivo o que les llevaron comida. Más tarde pudieron echarle el primer vistazo a los muertos vivientes, cuando se abrieron paso hasta los bloques de celdas. En su gran mayoría retorcidas y desfiguradas, aquellas ensangrentadas apariciones se apretaban contra los barrotes para alcanzar a sus presas.