El Reino de los Zombis (20 page)

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Authors: Len Barnhart

BOOK: El Reino de los Zombis
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Sharon apartó su bandeja y miró a su compañero, que engulló otro bocado de la insípida comida del ejército. Era obvio que él la disfrutaba bastante más que ella.

—¿Crees que es posible que todo el mundo tenga el virus, Rich? Me refiero a todos nosotros.

El doctor Cowen dejó de comer.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, ¿y si lo tenemos todos, incluso ahora? ¿Y si se está ocultando en nuestros cuerpos y hay algo que lo mantiene a raya? No sé, la temperatura corporal o algo así, ¿y si solo se desarrolla en el estado frío e inactivo de la muerte?

El doctor Cowen entrecerró los ojos y se le formó en la cara una extraña expresión.

—¿De dónde has sacado eso?

Sharon acercó la silla un poco más a la mesa, se inclinó hacia él y clavó los ojos en los suyos.

—¿No lo ves? Es la única forma de mantener esto en el plano científico. Incluso aquellos que mueren de muerte natural vuelven. No tiene que acercarse uno de esos monstruos a morderlos. Si no es eso, tendría que ser obra de Dios.

—Quizá lo sea —dijo el doctor Cowen y abrió la boca para dar otro bocado. La sirena de emergencia resonó a todo volumen y lo sobresaltó.

La radio que llevaba uno de los soldados cobró vida de repente, pero el doctor Cowen y Sharon no pudieron oír lo que decía por culpa del sonido de la alarma. Fuera lo que fuera, provocó una expresión de incredulidad en los ojos de los soldados, que salieron corriendo de la sala con las armas en ristre.

El doctor Cowen y Sharon se miraron.

—Jesús —dijo Sharon—, ¿y ahora qué? ¿Han forzado la entrada?

—Dios bendito, espero que no —dijo el doctor Cowen—. Vamos a averiguarlo.

El médico fue el primero en llegar a la puerta de la cafetería y se asomó: solo había unos cuantos soldados en la calle subterránea, pero empezaron a oírse disparos en algún lugar del complejo.

—¡Mierda, deben de haber forzado la entrada! —gritó el doctor Cowen.

En ese momento apareció repentinamente un soldado por un túnel que conectaba con otra parte del complejo subterráneo. Sharon y el doctor Cowen volvieron corriendo a la cafetería, seguros de que iban a ver a una manada de criaturas pisándole los talones al hombre. Pero en lugar de eso se quedaron pasmados al ver a dos soldados persiguiendo al primero. Uno de los perseguidores le pegó un tiro a su compañero por la espalda casi delante de Sharon y el doctor. Después, los dos atacantes se acercaron corriendo a su colega caído para asegurarse de que estaba muerto.

—¿Qué está pasando? —preguntó Sharon.

—Es Brownlow —dijo el cabo—. ¡Va a bombardear nuestras propias ciudades! ¡Se ha vuelto jodidamente loco! ¡Se está armando la de Dios!

No bien acababa de decir eso cuando un disparo atravesó su nuca. Le salió por la frente y rozó la mejilla de Sharon. La cabeza de esta cayó de golpe hacia atrás y un hilillo de sangre le brotó del corte en la cara. La calle se llenó al instante de hombres en pie de guerra rodeados de una lluvia de balas.

El doctor Cowen empujó a Sharon hacia el laboratorio.

—¡Corre, Sharon! ¡Corre al laboratorio! ¡Vete!

Los dos se precipitaron hacia el laboratorio intentando no levantar la cabeza para evitar las balas.

Cuando Sharon llegó al pasillo, se dio la vuelta y vio al doctor Cowen tirado bocabajo en medio de la calle. Su primer impulso fue volver para ayudarlo, pero incluso desde donde estaba era fácil ver el agujero de una bala que le había atravesado el cráneo.

Abrumada por la conmoción y el pánico, Sharon salió disparada hacia la puerta del laboratorio. Una vez dentro, cerró de un portazo y corrió el pesado cerrojo.

Capítulo 34

La luna casi llena pendía justo encima de las copas de los árboles, arrojando sombras en el suelo bajo la ventana de Jenny. Demasiada luz, pensó la joven, nerviosa. La luna hacía su misión incluso más peligrosa.

Uno de los secuaces de Eddie recorría de izquierda a derecha los alrededores del edificio, patrullando los terrenos. Jenny cerró las cortinas y se sentó en la cama. Se suponía que Jody tenía que reunirse con ella a medianoche y ya llegaba media hora tarde. Jenny estaba preocupada. No era propio de Jody retrasarse. Siempre era muy puntual.

En la mente de Jenny se agolpaban malos presentimientos. Quizá Eddie lo había cogido. Quizá debería ir a comprobarlo. Se levantó tras haber resuelto de una vez que iría a buscar a Jody, pero en ese momento se abrió la puerta poco a poco y apareció su novio. Jenny se acercó a él de puntillas y lo abrazó con ansiedad.

—¡Oh, Dios, Jody, estaba tan preocupada! ¿Dónde has estado?

—¡Shh! Estoy bien. Creí oír ruidos junto a mi puerta. Tenía que asegurarme de que no había moros en la costa.

Jenny lo abrazó con más fuerza, no quería soltarlo. Se sentía tan segura con él…

Jody depositó un dulce beso en la punta de la nariz levantada de su novia y después le dio un beso largo y apasionado. La quería y haría lo que fuera para mantenerla a salvo.

Después se llevó un dedo a los labios y abrió la bolsa que llevaba con él. Sacó un gran trozo de cuerda y se acercó sigiloso a la ventana.

—Uno de los tíos está ahí fuera, dando vueltas —susurró Jenny.

—Ya lo sé. No te preocupes.

Jody cogió la cuerda y ató un extremo al radiador, después volvió a la ventana y esperó.

—Esperaremos hasta que haga la siguiente ronda —susurró—, después lo haremos. Tendremos unos cinco minutos para bajar por la cuerda y salir corriendo antes de que vuelva, ¿de acuerdo?

Jenny no contestó así que su novio se dio la vuelta para mirarla y repitió las instrucciones.

—¿De acuerdo?

Jenny asintió, su mente asimiló de repente lo que le había dicho Jody.

Solo había pasado un minuto más cuando volvió el centinela. Sus pasos eran lentos y deliberados mientras rodeaba la escuela con las armas en alto y listo para defenderse de cualquier intruso. En cuanto se perdió de vista, Jody abrió la ventana y dejó caer la cuerda al suelo.

—Ve tú primero. Yo te sigo —dijo Jody.

La chica sacó la pequeña bolsa de pertenencias de debajo de la cama y volvió a la ventana.

—¿Qué vas a hacer con eso? —le preguntó Jody.

—Es algo de ropa y un poco de comida. Me la llevo con nosotros.

—Dámela a mí —dijo el chico—. No podrás bajar por la cuerda con ella. La comida es una buena idea.

Jody le quitó la bolsa, se desabrochó la camisa y se metió la bolsa por dentro.

Jenny trepó al alféizar de la ventana y empezó a descender por la cuerda los seis metros y medio que la separaban del suelo. Le escocían las manos del roce y por un instante casi se soltó. Sin embargo, agarró la soga con más fuerza hasta que se detuvo, con las manos en carne viva.

—¡Rodea la cuerda con las piernas y sujétate! —le susurró Jody.

Jenny apretó la parte exterior de los pies contra la cuerda como si fuera un freno y se deslizó sin más incidentes hasta el suelo.

Jody se deslizó tras ella y examinó el patio por si había algún problema, pero no encontró ninguna amenaza.

—Corre hacia la carretera —le susurró a su novia—, ¡tan rápido como puedas! ¡Ahora!

Jenny salió disparada por el patio con Jody siguiéndola de cerca. La chica bajó a toda velocidad por el camino de entrada a la escuela, sus piernas la impulsaban por el terreno iluminado por la luna. Tropezó y cayó en el camino de grava y al resbalar se raspó una capa de piel de los antebrazos.

Jody se arrodilló a su lado.

—¿Te encuentras bien?

—¡Ahh! Sí, estoy bien —dijo malhumorada, pero los brazos arañados le dolían casi tanto como las manos ensangrentadas.

—Yo no diría tanto —dijo una voz conocida entre las sombras.

Jenny levantó los ojos y vio a Eddie, al predicador y a dos de sus gorilas adolescentes que salían de la oscuridad.

—Me atrevería a decir que estás lejos de estar bien —dijo Eddie.

El predicador rodeó a los dos fugitivos, como un lobo presto a abalanzarse sobre un cordero herido.

—¿Qué os creéis que estáis haciendo? —preguntó el joven líder.

—Nos estamos largando… —empezó a decir Jenny, pero Jody se interpuso entre ella y los demás.

—Queremos irnos —dijo su novio—. Ya no queremos estar aquí.

—Si no eres uno de los elegidos —dijo el pastor—, entonces formas parte de los indignos, ¡y los indignos serán juzgados!

Un ligero gesto del predicador y los dos gorilas esposaron a Jody y lo empujaron hacia la escuela. Eddie cogió a Jenny de malos modos y la arrastró; la chica agitó los brazos y pataleó todo el camino hasta la sala de reuniones. Para sorpresa de la pareja, todo el mundo estaba allí cuando entraron.

Llevaron a Jenny y Jody al frente de la sala y los obligaron a mirar a los jóvenes soldados reunidos que permanecían en posición de firmes, con los ojos clavados al frente y en los rostros una tensa expresión de antipatía. Ya no eran los niños que Jody había conocido al llegar. Les habían transformado la mente y la voluntad, los habían moldeado para que encajaran con los planes del predicador y de Eddie. Jenny y él ya no encontrarían apoyo alguno entre ellos.

—¿Quiénes entre vosotros pueden arrojar la primera piedra contra estos pecadores? —bramó el predicador.

—¡Yo puedo, padre! —dijeron todos los soldados al unísono.

—¡El mal tiene muchas caras! A veces incluso es capaz de meterse en vuestra propia casa y en la casa del Señor, disfrazado de uno de los vuestros. ¿Y cuál es el castigo para los pecadores y los que hacen el mal?

—¡La muerte, padre! ¡La muerte definitiva!

—¡Entonces que sea la muerte! —proclamó el pastor.

Los muchachos dieron su aprobación con un rugido.

—¡A la muerte definitiva! —ordenó el predicador.

—¡Esto es una locura! —exclamó Jody—. ¿Pero qué os pasa a todos? ¡Esto es una farsa!

Varios jóvenes los cogieron a los dos y empezaron a llevárselos.

—¡A ella no! —dijo el predicador—. Necesitamos a las mujeres. El Nuevo Mundo necesitará mujeres. Llevadla a la habitación del ático de la torre octogonal y encerradla allí. No violéis su cuerpo si no queréis sufrir el mismo destino que este pagano —les advirtió, al tiempo que señalaba a Jody.

Sacaron a los dos amantes a rastras al pasillo, ambos luchando contra sus captores. A Jody lo llevaron a la puerta del sótano mientras que otros dos chicos llevaban a Jenny escaleras arriba, pero no antes de que esta pudiera presenciar el último desafío de Jody.

Cuando un chico fue a abrir la puerta del sótano, Jody se liberó de Eddie y los otros dos que lo sujetaban. Cogió de repente el cuchillo que llevaba bajo la pernera y con una rápida puñalada hacia arriba, lo clavó hasta el fondo en el costado de Eddie. A pesar de las esposas, Jody apuñaló a Eddie una y otra vez antes de que pudieran sujetarlo. Eddie se tambaleó y cayó contra la pared. Se derrumbó en el suelo en medio de un charco de sangre y murió sin decir ni una sola palabra.

Mientras un chico empuñaba un gran tablón, otro abrió la puerta del sótano. Al instante, uno de los antiguos profesores, con los ojos vidriosos y la piel de un color gris verdoso, intentó atravesar la puerta con ansia. Dos criaturas más subían pesadamente los escalones del sótano tras él.

El chico del tablón golpeó al primer monstruo en el estómago, con lo que lo mandó volando de espaldas contra los otros dos. Los tres cayeron dando tumbos hasta el final de las escaleras, en una pila retorcida de miembros mutilados.

Sin una sola duda o remordimiento alguno, tiraron a Jody por las escaleras del sótano.

Jenny chilló y rogó por la vida de su novio, pero cerraron la puerta de un golpe y echaron la llave. Incapaz de soportar el horror más tiempo, Jenny chilló el nombre de su chico y se desmayó, mientras en su mente resonaban los gritos de Jody.

Cuando Jenny recuperó el sentido, estaba en la habitación del ático de la torre, un aposento octogonal con el suelo de madera y las paredes sin terminar. La habitación estaba vacía, salvo por una jarra de agua de cuatro litros y una nota que decía:

Para ayudar a purificar tu cuerpo de pecados pasados,

no se te permitirá sustento alguno

durante cuarenta horas y cuarenta minutos.

Al final de ese tiempo, si todavía vives, es posible

que se te considere digna del juicio de Dios.

Padre Peterson

Jenny arrugó la nota con la mano y la tiró en una esquina. Todo estaba perdido. Ya no quedaba nada por lo que vivir. Toda su existencia se había sumido en la niebla y no había nada claro, solo un mundo nebuloso sin emociones ni deseos.

Jenny se acercó a la única ventana que había y se quedó mirando el patio de cemento, más de catorce metros más abajo. Sus dedos encontraron casi sin darse cuenta el pestillo de la ventana. Sin pensarlo más, la joven trepó al alféizar y saltó.

Capítulo 35

Habían pasado más de cinco horas desde que había estallado la guerra en el complejo de Mount Weather. Sharon Darney se quedó sentada en su silla con los ojos clavados en el techo mientras se preguntaba qué hacer a continuación. ¿Qué estaría pasando al otro lado de la puerta del laboratorio? ¿Quedaría alguien vivo? ¿Habría lanzado Brownlow sus misiles?

El monstruo que utilizaban para las pruebas y que continuaba atado a la mesa de reconocimiento emitió un gemido profundo. Sharon se concentró en él. Ya no lo ponía nervioso la presencia humana y parecía haber perdido el instinto de atacarla cuando entraba en la habitación. Se había amansado.

Justo cuando comenzaban a descubrir la causa de aquel extraordinario supervirus, se desencadenaba el infierno en la tierra. ¿Por qué será, se preguntó Sharon, que los seres humanos siempre fracasan cuando están tan cerca de la grandeza? ¿Es el destino del hombre dejar atrás los cuchillos de piedra y las pieles de oso para llegar casi a alcanzar las estrellas y desaparecer entonces para siempre, como los dinosaurios? La respuesta le pareció de repente muy clara. A pesar de todos sus conocimientos y herramientas, el hombre carecía de la sabiduría necesaria para dirigir sus propios pasos.

Sharon apoyó la oreja en la puerta. No pudo escuchar ningún disparo. La batalla había sido encarnizada por espacio de una hora, pero durante las últimas cuatro había cesado. Tenía que averiguar cuál era la situación al otro lado de la puerta.

Descorrió el cerrojo y abrió la puerta un poco, pero no vio a nadie. Salió al largo pasillo que llevaba a la calle principal del complejo y se acercó con sigilo al doctor Cowen. Con el cerebro destrozado, el científico no volvería convertido en uno de los muertos vivientes.

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