Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
—Algo así —dijo Sharon, que vio entonces el ligero parecido—. Pero este renacuajo no convierte a sus víctimas en ranas. Para eso haría falta brujería y yo no creo en eso, ¿recuerdas?
—Sí. ¿Qué es lo que hace?
—Convierte muchos de los órganos principales, incluyendo parte del cerebro, en papilla. Se extiende por todo el cuerpo a la velocidad de la luz y acaba con su víctima en menos de setenta y dos horas, eso es lo que hace.
—Pero matar y hacer que una persona vuelva para matar a su vez después de que se enfríe el cuerpo son dos cosas distintas. ¿Se te olvida que todo esto empezó porque se levantaron los muertos, y no por una persona viva que fuera portadora? ¿Cómo explicas eso?
—No estoy segura. —Sharon pensó que Jim iba a hacer otro chiste sobre la brujería y añadió—: Podría haber varias razones. Podría ser que estuviera ahí incluso antes de que los muertos empezaran a resucitar. Quizá todos seamos portadores, incluso ahora, antes de morir. Quizá solo mute y se convierta en la imagen que ves en el ordenador después de la muerte.
—Eso desde luego es lógico, aunque solo eso; pero sigue sin explicar por qué quieren comernos a nosotros.
—Yo también me quedo atascada ahí. Pero la explicación del doctor Brine me parece tan buena como cualquier otra: la reproducción de las especies. Es su única manera. La naturaleza siempre encuentra un modo… En este caso un modo antinatural.
Jim cogió de la mesa el rifle que nunca lo abandonaba, se lo colgó al hombro y se fue hacia la puerta.
—Supongo que será mejor que nos vayamos para poder volver antes de que oscurezca.
—¿Jim? —dijo Sharon.
Él se volvió para escucharla decir:
—Tened cuidado.
—Lo tendremos.
—De acuerdo, dos de tres. El que gane, conduce —dijo Matt.
—¡De eso nada! —dijo Chuck—. Ya hemos tirado y he ganado, así que conduzco yo.
—¿Ah, sí? Te he visto conducir. ¡Conduces como un puto chiflado!
—Soy un buen conductor y gané yo así que…
—¡Conduzco yo! —dijo Jim, que se acercaba por detrás—. No confío en ninguno de los dos al volante.
—A mí me parece bien —dijo Chuck, que optó por rendirse.
Matt asintió.
—Por mí no hay problema.
—Vosotros dos, intentad no volveros locos el uno al otro. Puede que la situación se ponga difícil.
A siete kilómetros y medio de Winchester cambió el paisaje. La carretera ya no estaba rodeada de campos y granjas. El panorama comenzó a atestarse de grandes urbanizaciones de casas y centros comerciales. Pasaron junto a un gran cementerio a la izquierda y Jim se quedó mirando la ingente cantidad de lápidas; se preguntaba si los muertos de aquel lugar habían despertado. ¿Luchaban por liberarse de sus oscuros ataúdes, esperaban poder subir y atravesar la tierra para sacar una mano medio podrida a nuestro mundo? Una cosa era segura, no podían escapar de un agujero recubierto por dos metros de tierra.
Por extraño que pareciera, todavía no habían visto a muchos muertos vivientes. Había unos cuantos que vagaban con pesadez a su absurda manera, pero desde luego no había tantos como esperaban. En una ciudad del tamaño de Winchester habían creído seguro que los muertos camparan a sus anchas.
Continuaron hacia la ciudad en sí, zigzagueando para esquivar los coches abandonados que había sembrados por toda la carretera. En un momento dado apenas era posible pasar y Jim tuvo que atravesar como pudo el escenario de un accidente que se había producido muchas semanas antes.
Una criatura, una especie de jipi de pelo largo con una camiseta que llevaba el eslogan «Así es la vida» intentaba abrir la puerta de uno de los coches abandonados.
Chuck no pudo evitar el ataque de risa ante la ironía del mensaje de la camiseta.
—Lo podéis poner en mi tumba cuando me enterréis —rió Chuck—. ¡Así es la vida! ¿O no es verdad?
Jim detuvo la camioneta de repente en medio de un cruce y el frenazo lanzó a sus dos distraídos pasajeros contra el salpicadero y después otra vez contra los asientos.
—¿Qué coño estás haciendo? —chilló Chuck.
Jim sonrió y señaló un edificio que había en la esquina del cruce.
—Caballeros, creo que nos acaba de tocar el premio gordo.
Una gran placa encima de la puerta principal rezaba: «Arsenal de EE.UU.». Había Jeeps, tanques y vehículos blindados que llenaban el aparcamiento que rodeaba el depósito de armas del ejército.
Jim adelantó un poco la camioneta y la subió a la acera, delante del edificio, después volvió a parar, pero esta vez con bastante menos brusquedad.
—¿Cómo sabes que no lo han dejado pelado? —preguntó Chuck.
—No lo sé —dijo Jim—. No lo sabremos hasta que lo comprobemos. —Abrió la puerta y salió.
Matt empezó a removerse, inquieto. Después carraspeó en voz muy alta.
—¿Qué estamos haciendo, Chuck? No iremos a parar aquí, ¿verdad?
—Pues claro que sí, amigo mío. El jefe dice que vamos a comprobarlo.
—Eso es lo que me temía, joder —gruñó Matt mientras se deslizaba detrás de Chuck—. ¡Dios bendito! Tío, esto es una puta mierda.
Jim metió la mano en la camioneta y cogió su arma del compartimento para rifles de la parte trasera. Comprobó los cartuchos y después sus revólveres. Había varios zombis por la zona, pero no estaban muy cerca. Si todo iba bien, podían entrar y salir antes de que llegaran a ellos.
—Tú quédate aquí fuera y vigila —le dijo Jim a Matt después de pasarle un walkie-talkie—. Avísanos si se acercan mucho. Si no te queda más remedio, cárgate unos cuantos.
Matt se metió la radio en el bolsillo de la cazadora y se aferró a su rifle.
—Vale. Me los cargo. Eso puedo hacerlo —asintió; hacía todo lo que podía por no perder los nervios.
Jim y Chuck trotaron hacia el edificio mientras Matt se repetía:
—A la cabeza. Dispararles a la cabeza. Puedo hacerlo.
Las puertas no estaban cerradas con llave y se abrieron de golpe cuando Jim les dio un empujón. Los dos hombres entraron deprisa, se agacharon como si fueran soldados y estudiaron el pasillo. Estaba vacío salvo por un sinfín de papeles que cubrían el suelo además de unos cuantos cuerpos medio podridos. El olor, dulce y nauseabundo, a putrefacción, invadió sus sentidos. Chuck tuvo varias arcadas cuando pasaron por encima de los cadáveres.
Examinaron sala tras sala, pero no quedaba nada útil. Probablemente una multitud frenética había vaciado por completo el arsenal cuando el mundo se había hecho pedazos. Entonces Jim vio un cajón de metal en una oficina detrás de la puerta. Parte de la tapa estaba manchada de sangre seca. Se agachó y la levantó. El cajón contenía veinte granadas de mano, quizá más. Ambos intercambiaron una sonrisa victoriosa; Chuck cogió el cajón y lanzó un gruñido cuando se lo echó al hombro, tras lo cual salieron de la habitación de inmediato.
Bajaron corriendo por el pasillo, a Chuck le costaba respirar y el corazón se le había disparado por la pesada carga. Jim iba delante cuando doblaron la última esquina antes de llegar a las puertas principales. Allí los esperaban tres criaturas. La primera atrapó a Jim nada más doblar la esquina. Cogido por sorpresa, este soltó el arma, que cayó con un estrépito metálico al suelo de baldosas. Los monstruos lo sujetaron a toda prisa contra la pared y empezaron a manosearlo, impacientes y con los ojos muy abiertos.
Jim le dio un cabezazo al feo zombi que tenía justo delante y lo empujó unos cuantos pasos hacia atrás, lo que le dio más espacio para maniobrar. El monstruo que tenía a la izquierda tuvo que soltarlo, pero al instante estiró el brazo para agarrarlo por otro sitio.
Se oyeron unos disparos del arma de Matt y la radio de Chuck cobró vida de repente.
—¡Vienen para acá! ¡Aquí vienen! ¡Oh, Dios mío! —chillaba Matt.
Chuck soltó su pesada carga, pero antes de que la caja de granadas llegara al suelo, Jim cogió al monstruo de su izquierda y lo sostuvo a distancia. La otra criatura se movió tras él, lista para golpear. Con un ágil movimiento, Jim clavó un codo en la frente del monstruo que tenía detrás y después le soltó un puñetazo en la cara al que tenía delante. Las dos criaturas cayeron al suelo, muertas. Jim sacó su revólver y le disparó al tercero entre los ojos antes de que pudiera acercarse otra vez.
Chuck cogió la caja y Jim recuperó el rifle. Sin una sola mirada a las criaturas muertas que habían quedado tiradas en el suelo, los dos hombres se dirigieron a la puerta principal.
Fuera, Matt balanceaba el rifle de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer. Jim tragó saliva y se detuvo en seco. La zona estaba rodeada de miles de monstruos y estaban acercándose todos.
Jim corrió a la camioneta.
—¡Deja las granadas en la parte de atrás, Chuck! ¡Con cuidado!
Se metieron los tres en la camioneta y Jim arrancó el motor. Las ruedas se revolucionaron y el vehículo salió a la calle quemando goma mientras la inmensa horda seguía avanzando hacia ellos.
Jim esquivó a todos los que pudo, pero a otros los mandó por los aires haciéndolos impactar contra el morro de la camioneta. La idea de internarse más en la ciudad era ya ridícula. Había demasiados monstruos, así de simple.
De momento, Sharon se iba a quedar sin su equipo.
Mick bajó por el pasillo en sombras hacia la celda que había convertido en su hogar. Se detuvo al oír un ruido inusual. La plaga, como él la llamaba, había aguzado los sentidos de todos y los había hecho más sensibles a los sonidos no familiares, había agudizado la conciencia de peligro de todos. Lo que oía era el llanto suave e incesante de una mujer. Se dirigió hacia el sonido sin saber muy bien si agradecerían o no su presencia.
—Felicia, ¿eres tú? —le preguntó a la forma acurrucada en la esquina de un pequeño catre.
La mujer sorbió por la nariz e intentó sin mucho éxito dejar de llorar. Mick volvió a preguntar:
—¿Qué pasa, pequeña? ¿Los sueños otra vez?
Mick entró en la celda y se acercó a ella. Quizá se estuviera excediendo, pero era incapaz de controlar el deseo abrumador que sentía de protegerla y consolarla.
Felicia sacudió la cabeza cuando Mick se sentó a su lado. El hombre estiró la mano para acariciarle el pelo y después la cara.
—No pasa nada, cariño —la tranquilizó—. Te prometo que antes me muero que dejar que te pase nada a ti o a Izzy.
Mick sabía que Felicia había estado teniendo sueños proféticos cada vez con más frecuencia. Ella le había hablado de su «maldición familiar», como la llamaba. Le había contado las advertencias de su abuela sobre un destino funesto e inminente, sobre un lobo con piel de cordero empeñado en vengarse, un hombre enfermo con aciagas intenciones, uno de muchos. Los sueños clarividentes eran más intensos con cada día que pasaba.
Mick envolvió a Felicia en el consuelo de sus brazos. La joven se aferró a él y un sollozo se le escapó de los labios temblorosos. Mick le acarició el pelo y escuchó su última visión. La mayor parte de lo que decía la chica no tenía mucho sentido para él, pero la escuchó de todos modos mientras la mecía con dulzura para consolarla.
La abrazó con fuerza y su corazón comenzó a acelerarse al sentir la cercanía de aquella hermosa pero inquieta niña-mujer, y se dio cuenta de que el deseo que sentía por ella iba mucho más allá de la pasión. Era casi insoportable. Mick bajó la cabeza y Felicia alzó la suya hasta que se encontraron los labios de los dos. El beso envió oleadas de deseo por todo el cuerpo de Mick.
Le acarició el hombro hasta la curva de la esbelta cintura. El fino vestido de la joven apenas velaba la piel que ocultaba. Felicia se acurrucó todavía más contra él y apretó el cuerpo contra el de Mick.
La celda de Felicia estaba al final de aquel bloque. Amanda dormía como un tronco al otro lado de la pared. Izzy, que por lo general no se despegaba de Felicia, se había quedado a dormir con sus nuevos amigos, los niños a los que habían rescatado del hospital en llamas.
Mick recostó a Felicia en el catre y sus cuerpos se movieron al unísono, envueltos en una llamarada de calor. Una vela encendida en una mesita iluminó su cegadora necesidad de consuelo, pasión y amor.
Mick despertó sobresaltado. En la mesita de noche, junto a la vela consumida, había un despertador pequeño que decía que eran las seis de la mañana. En realidad serían las cinco, pero nadie se había molestado en acompasar los relojes al horario de invierno en octubre. No parecía tener mucho sentido, dadas las circunstancias.
Mick miró a Felicia, que todavía dormía profundamente; al menos por unos momentos se había olvidado de los extraños sueños que la perseguían. Era una mujer preciosa y él era incapaz de quitarle los ojos de encima, y tampoco quería. Por lo general, a esas horas de la mañana estaba haciendo la ronda para asegurarse de que todos estaban a salvo y seguros en el edificio.
Una sensación desconocida le retorció las tripas. Era como una mano que se revolvía y le presionaba algo en el interior, su corazón. Por nueva que le resultara no tardó en identificarla: amaba a aquella mujer.
Quizá ya hacía algún tiempo que la quería, pero la noche pasada había sellado su destino. Se había enamorado profunda, casi dolorosamente de ella. Al mirarla, supo que nunca dejaría que nada le hiciera daño. Antes moriría.
Felicia empezó a moverse y después abrió los ojos. Sonrió a Mick, que seguía inclinado sobre ella.
—Buenos días, dormilona —le dijo él—. ¿Has descansado?
La sonrisa de la joven se ensanchó.
—Muy bien —dijo, todavía algo aturdida—. ¿Qué hora es?
—Es tarde. Son más de las seis.
—Eso no es tarde, tonto. —Felicia se echó a reír y después le rodeó el cuello con los brazos para atraerlo hacia ella—. No me dejes todavía —le susurró con tono seductor.
Mick se apartó un poco y se miró con intensidad en los ojos del color del cielo de la joven, ojos que centelleaban bajo la tenue luz de la celda.
—No te dejaré jamás —dijo—. Mientras viva, mientras me quieras a tu lado, no me separaré de ti.
Los ojos de Felicia se llenaron de lágrimas.
—Te quiero, Mick. Te quiero desde la primera vez que te vi.
—Y yo también te quiero, Felicia. Mucho más de lo que imaginas.
—Somos una especie en peligro de extinción —soltó Jim de repente—. Y, maldita sea, no pienso arriesgar vidas en busca de una cura que seguramente tampoco va a cambiar nada cuando llegue, si es que lo hace.