El relicario (3 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

BOOK: El relicario
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Rocco colocó la camilla bajo los focos y se dispuso a preparar el tubo de drenaje.

—No te molestes —dijo Padelsky. Allí lo único que necesitaba un drenaje era su café. Lo apuró de un trago y tiró el vaso a la papelera. A continuación verificó en la hoja de entradas la referencia consignada en la etiqueta del cadáver, puso sus iniciales en la casilla correspondiente y se calzó un par de guantes verdes de látex.

—¿Qué me has traído esta vez, Sheila? —preguntó—. ¿El hombre de Piltdown?

Rocco frunció el entrecejo y ajustó los focos sobre la camilla.

—Éste debe de llevar enterrado dos siglos por lo menos. Y enterrado en mierda, a juzgar por el olor. Quizá sea el faraón Tutankamierda en persona.

Rocco apretó los labios y aguardó mientras Padelsky reía a carcajadas. Cuando terminó, le entregó un sujetapapeles.

Padelsky, moviendo los labios, leyó por encima el informe mecanografiado. De pronto se enderezó.

—Extraído del río Humboldt —masculló—. ¡Santo cielo! —Lanzó una ojeada a la caja de guantes, considerando la idea de ponerse otro par, pero decidió no hacerlo—. Mmm… decapitado, y la cabeza no ha aparecido… sin ropa salvo por un cinturón metálico. —Miró el cadáver y descubrió la bolsa de efectos personales colgada de la camilla. La cogió y dijo—: Echemos un vistazo.

La bolsa contenía un cinturón dorado de Uffizi con un topacio engarzado en la hebilla. Lo habían examinado ya en el laboratorio, pero Padelsky todavía no estaba autorizado a tocarlo. Vio un número en el enchapado posterior del cinturón.

—Es caro —comentó Padelsky, señalando el cinturón con la barbilla—. Quizá se trate de la mujer de Piltdown. O de un travesti. —Rompió a reír nuevamente.

—Podría mostrar un poco más de respeto por los muertos, doctor Padelsky —protestó Rocco con expresión ceñuda.

—Claro, claro. —Padelsky colgó el sujetapapeles de un gancho y ajustó la posición del micrófono situado sobre la camilla—. Sheila, cariño, pon en marcha la grabadora si eres tan amable.

En cuanto la cinta empezó a girar, Padelsky adoptó un tono lacónico y profesional.

—Habla el doctor Louis Padelsky. Son las 12.05 del 2 de agosto. Me ayuda Sheila Rocco, y vamos a iniciar el examen del… —Lanzó una mirada a la etiqueta—. Del número A-1430. Tenemos aquí un cadáver sin cabeza, prácticamente en el esqueleto. ¿Puedes estirarlo, Sheila? Mide quizá un metro treinta y cinco o treinta y ocho. Añadiendo el cráneo desaparecido serían uno sesenta y cinco o sesenta y ocho. Determinemos ahora el sexo del esqueleto. El contorno pélvico es relativamente amplio. Sí, es ginecoide; se trata de una mujer. No se advierten osteofitos en las vértebras lumbares, así que probablemente no había cumplido aún los cuarenta años. Es difícil saber cuánto tiempo ha pasado sumergida. Se percibe un claro olor a… cloaca. Los huesos presentan un color naranja pardusco y aparentemente han estado mucho tiempo enterrados en el lodo. No obstante, queda suficiente tejido conectivo para mantener unido el esqueleto, y hay asimismo jirones de tejido muscular alrededor de los cóndilos medio y lateral del fémur y también adheridos al sacro y el isquion. Existe, pues, material de sobra para la determinación del grupo sanguíneo y el análisis del ADN. Tijeras, por favor. —Cortó una porción de tejido y la introdujo en una bolsa—. Sheila, ¿podrías ladear la pelvis del cadáver? Veamos… el esqueleto permanece articulado en su mayor parte, salvo, claro está, por el cráneo desaparecido. También falta, según parece, el axis…, quedan seis vértebras cervicales…, faltan las dos costillas flotantes y el pie izquierdo.

Continuó describiendo el esqueleto. Por fin se apartó del micrófono y dijo:

—Sheila, por favor, las cizallas.

Rocco le entregó un pequeño instrumento, que Padelsky empleó para separar el húmero del cúbito.

—Elevador de periostio. —Hurgó entre las vértebras y extrajo de la parte más próxima al hueso unas cuantas muestras de tejido conectivo. A continuación se puso unas gafas protectoras desechables—. La sierra, por favor.

Rocco le tendió una pequeña sierra alimentada por nitrógeno, y Padelsky, tras ponerla en marcha, aguardó hasta que el tacómetro indicó las r.p.m. correctas. Cuando la hoja de diamante rozó el hueso, un agudo zumbido, como un mosquito furioso, llenó la pequeña sala. Simultáneamente un olor a polvo óseo, aguas residuales, tuétano putrefacto y muerte inundó el aire.

Padelsky separó secciones en varios puntos, que Rocco guardó en bolsas de plástico y precintó.

—Quiero las imágenes del microscopio electrónico de exploración y ampliaciones estereoscópicas de cada microsección —dijo Padelsky a la vez que se apartaba de la camilla y apagaba la grabadora.

Rocco anotó sus peticiones en las bolsas herméticas con un rotulador negro de punta gruesa.

Llamaron a la puerta. Rocco abrió y al instante salió de la sala. Al cabo de unos minutos asomó la cabeza y anunció:

—Tienen una identificación provisional a partir del cinturón, doctor. Es Pamela Wisher.

—¿Pamela Wisher, la chica de la alta sociedad? —preguntó Padelsky, quitándose las gafas y retrocediendo un paso—. ¡Dios santo!

—Y hay un segundo esqueleto —continuó Rocco—. Encontrado en el mismo sitio.

Padelsky se había acercado a un profundo lavabo metálico, dispuesto a despojarse de los guantes y lavarse las manos.

—¿Un segundo esqueleto? —repitió airado—. ¿Por qué demonios no los han traído juntos? Debería haberlos examinado a la vez.

Echó un vistazo al reloj: la una y cuarto. Tendría que retrasar el almuerzo hasta las tres como mínimo, y sentía ya vahídos a causa del hambre.

Las puertas se abrieron, y Rocco empujó la segunda camilla hasta los focos. Mientras la enfermera preparaba el cadáver, Padelsky volvió a encender la grabadora y fue por otro café.

—A éste también le falta la cabeza —informó Rocco.

—¿En serio? —repuso Padelsky, incrédulo. Se dirigió hacia la camilla contemplando el esqueleto. De pronto se quedó paralizado, con el vaso de café en los labios—. ¿Qué demo…?

Bajó el vaso y, boquiabierto, observó atentamente. Dejó el vaso de café, corrió junto a la camilla, se inclinó sobre el esqueleto y palpó ligeramente una de las costillas con las yemas de los dedos enguantados.

—¿Doctor Padelsky? —dijo Rocco.

Padelsky se irguió, se acercó de nuevo a la grabadora y la apagó con brusquedad.

—Tapa el cadáver y ve a buscar al doctor Brambell. Y no hables a nadie de esto. —Señaló hacia el esqueleto con la cabeza—. A nadie.

Rocco vaciló por un instante, mirando el esqueleto con expresión de perplejidad y los ojos cada vez más abiertos.

—Sheila, cariño,
ahora
mismo —apremió Padelsky.

3

El teléfono rompió de pronto el silencio reinante en el pequeño despacho del museo. Margo Green, la cara a sólo unos centímetros del monitor de su terminal, se recostó en la silla con cierto sentimiento de culpabilidad, y un corto mechón de cabello castaño le cayó sobre los ojos.

El teléfono volvió a sonar, y Margo hizo ademán de descolgar pero vaciló. Sin duda era alguno de los informáticos de proceso de datos para quejarse de la gran cantidad de tiempo de la CPU que absorbía su programa de regresión cladística. Se reclinó de nuevo contra el respaldo y esperó a que el teléfono dejase de sonar, notando en los músculos de la espalda y las piernas un agradable cosquilleo, resultado de la sesión de gimnasia de la noche anterior. En un gesto tan rutinario que era ya casi instintivo, cogió de su escritorio la pequeña pelota de goma y empezó a estrujarla rítmicamente. El programa concluiría en cinco minutos, y a partir de ese momento Margo estaría dispuesta a escuchar cualquier queja.

Margo sabía que, de acuerdo con la nueva política de reducción de costes, los procesos por lotes complejos requerían una autorización previa; pero eso habría representado un inacabable intercambio de mensajes a través del correo electrónico antes de ejecutar el programa. Y necesitaba los resultados sin demora.

Por lo menos la Universidad de Columbia, donde había sido profesora adjunta antes de aceptar aquel empleo como ayudante de conservador en el Museo de Historia Natural de Nueva York, no entraba continuamente en aquellas rachas de recortes presupuestarios. Y cuanto peor era la situación económica del museo, más recurría a las exposiciones ostentosas pero insustanciales. Margo había reparado ya en la prematura propaganda de la gran atracción del año siguiente:
Las plagas del siglo XXI.

Echó un vistazo a la pantalla para comprobar la marcha del programa de regresión y luego dejó la pelota de goma, metió la mano en el bolso y extrajo el
New York Post.
Entre semana, el
Post
y una taza de café solo se habían convertido en su ritual matutino. Por alguna razón encontraba refrescante la virulenta actitud del
Post,
como la del Gordo de
Los papeles póstumos del Club Pickwick.
Además, sabía que su viejo amigo Bill Smithback no la perdonaría si llegaba a perderse una sola crónica de sucesos firmada por él.

Se extendió el diario sobre la falda y, a su pesar, sonrió al ver el titular de primera plana. Era típico del
Post,
un estridente rótulo que ocupaba una tercera parte de la página:

EL CADÁVER DE LA CLOACA

IDENTIFICADO COMO EL DE LA

DESAPARECIDA JOVEN DE LA ALTA SOCIEDAD

Ojeó el encabezamiento. Sin ninguna duda era obra de Smithback. «El segundo artículo en primera plana este mes», pensó Margo. Después de eso debía de estar más insoportable que de costumbre, vanagloriándose como nunca.

Leyó por encima el artículo, redactado en el más puro estilo Smithback: sensacionalista y macabro, recreándose en los detalles más truculentos. En los párrafos iniciales resumía los hechos ya de sobra conocidos por todos los neoyorquinos. La «bella heredera» Pamela Wisher, famosa por sus maratonianas juergas nocturnas, había desaparecido dos meses atrás de un club de Central Park South. A partir de ese momento su «rostro risueño de deslumbrantes dientes, perdida mirada azul y exuberante cabello rubio» había ocupado todas las esquinas desde la calle Cincuenta y siete hasta la Noventa y seis. Margo había visto a menudo las fotocopias en color de un retrato de Pamela Wisher mientras corría desde su apartamento en West End Avenue hasta el museo.

Y ahora, proseguía el artículo sin dar respiro, acababa de determinarse que el cadáver hallado el día anterior —«enterrado en inmundicia» en el fondo del río Humboldt y «unido en un óseo abrazo» a otro esqueleto— era el de Pamela Wisher. La identidad del segundo esqueleto aún no se conocía. Acompañaba el artículo una fotografía del novio de Pamela, el joven vizconde Adair, sentado en el bordillo de la acera frente al Platypus Lounge con la cabeza entre las manos minutos después de recibir la noticia de su horrenda muerte. La policía, naturalmente, había «iniciado enérgicas diligencias» para esclarecer el hecho. Para concluir, Smithback añadía las declaraciones al respecto de varios ciudadanos de a pie, todas ellas del tipo «Espero que frían en la silla eléctrica al hijo de puta que ha hecho una cosa así».

Margo desvió la vista del periódico, recordando la granulada imagen de Pamela Wisher en los numerosos carteles pegados en las calles. Se merecía mejor suerte que acabar como bomba informativa del verano en Nueva York.

El penetrante timbre del teléfono volvió a interrumpir sus pensamientos. Miró la pantalla y vio complacida que el programa por fin había terminado. «Ahora ya puedo contestar», se dijo. Tarde o temprano tenía que aguantar el rapapolvo.

—Margo Green. Dígame.

—¿Doctora Green? —preguntó una voz—. Ya era hora.

El cerrado acento de Queens le resultaba vagamente familiar, como un sueño medio olvidado. Un tono bronco, autoritario. Margo rastreó en su memoria el rostro correspondiente a la voz que hablaba al otro lado de la línea. «… sólo podemos decir que se ha hallado un cadáver en el recinto y se ha iniciado una investigación…» Alarmada, se recostó en la silla.

—¿Teniente D'Agosta? —preguntó.

—Necesitamos su colaboración en el Laboratorio de Antropología Forense —anunció D'Agosta—. Venga cuanto antes, por favor.

—¿Podría saber…?

—No. Lo siento. Deje lo que esté haciendo y baje inmediatamente.

La línea se cortó con un brusco chasquido.

Margo apartó el auricular de su cara y lo observó como si esperase una explicación. Luego abrió el bolso, guardó dentro el
Post
—poniendo especial cuidado en ocultar con él una pequeña pistola semiautomática—, echó atrás la silla y salió apresuradamente del despacho.

4

Bill Smithback pasó con fingida indiferencia ante la imponente fachada del número 9 de Central Park South, un señorial edificio de ladrillo y caliza labrada construido por McKim, Mead y White. Había un par de porteros bajo la marquesina con ribetes dorados que se extendía hasta el bordillo de la acera. En el suntuoso vestíbulo vio más personal de servicio en posición de firmes. Como se temía, era uno de esos bloques de apartamentos con área de estacionamiento ante la puerta y una desproporcionada dotación de empleados. No iba a ser fácil. Nada fácil.

Dobló la esquina de la Sexta Avenida y se detuvo a tramar una táctica eficaz. Metió la mano en uno de los bolsillos exteriores de su chaqueta sport y palpó el microcasete que llevaba dentro para localizar el botón de grabación. Llegado el momento podría encenderlo discretamente. Observó su reflejo entre el sinfín de zapatos italianos de un escaparate. Era la imagen misma del niño bien, o cuando menos lo más parecido considerando las limitaciones de su vestuario. Tomó aire, volvió a doblar la esquina y se dirigió con paso resuelto hacia la marquesina de color crema. Uno de los dos porteros uniformados lo miró con expresión imperturbable, su mano enguantada en el tirador metálico de la puerta.

—Vengo a ver a la señora Wisher —anunció Smithback.

—Su nombre, si es tan amable —preguntó el portero con tono neutro.

—Soy amigo de Pamela.

—Lo siento —respondió el portero sin inmutarse—, pero la señora Wisher hoy no recibe a nadie.

Smithback pensó deprisa. El portero le había preguntado cómo se llamaba antes de negarle el paso. De ahí se deducía que la señora Wisher sí esperaba a alguien.

—Si necesita saberlo, es por la cita de esta mañana —dijo Smithback—. Lamentablemente ha habido un cambio. ¿Le importaría avisarla por mí?

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