Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Pendergast se volvió hacia el centro de la gran sala y escuchó con atención. Sólo rompía el silencio un suave goteo; miró alrededor y vio caer gotas trémulas del techo. Empezó a avanzar, sin perder de vista el arco y el andén en previsión de que un destello blanco en las gafas indicase la aparición de un cuerpo más caliente que las paredes que lo envolvían. Nada.
El olor a cabra se hizo más intenso.
Cuando la forma de la estructura situada en el centro comenzó a adquirir mayor resolución en la bruma verde de sus gafas, Pendergast advirtió que era demasiado baja para ser un kiosco. Pronto vio que se trataba de una tosca construcción: una cabaña de piedras blancas y lisas con sólo una parte del tejado, rodeada de pedestales y plataformas. Acercándose aún más, descubrió que lo que le habían parecido piedras eran en realidad cráneos.
Pendergast se detuvo y aspiró varias veces el oxígeno depurado. Toda la cabaña estaba construida con cráneos humanos, colocados con el lado anterior hacia afuera. Los contó desde el suelo hasta el techo e hizo una estimación aproximada del diámetro; un rápido cálculo le reveló que la pared circular de la cabaña estaba formada por unos cuatrocientos cincuenta cráneos. Los restos de pelo y cuero cabelludo indicaban que la mayoría, si no todos, procedían de muertos recientes.
Pendergast se dirigió hacia la parte delantera y aguardó inmóvil junto a la entrada durante unos minutos. El rastro terminaba allí, miles de confusas huellas ante la abertura. Sobre la entrada, advirtió tres ideogramas pintados con un líquido oscuro:
No percibía ningún sonido ni movimiento. Respiró hondo y, agachándose, se volvió hacia la entrada de la cabaña.
Dentro no había nadie. En el suelo, junto a la pared interior, vio cien o más copas ceremoniales de arcilla. Fuera, frente a la entrada, se alzaba una sencilla mesa de ofrendas. Era de piedra y medía quizá un metro veinte de altura y medio metro de diámetro. La rodeaba una cerca construida aparentemente de huesos humanos atados con cuero sin curtir. Sobre la mesa había extrañas piezas de metal cubiertas de flores marchitas, como si se tratase de un santuario. Pendergast, perplejo, cogió una de las piezas y la examinó. Era un pedazo de metal plano con una gastada asa de goma. Los otros objetos, igualmente anodinos, tampoco le proporcionaron ninguna pista. Se guardó algunos de los más pequeños en un bolsillo.
De pronto las gafas captaron un destello blanco. Pendergast se arrodilló de inmediato detrás de la mesa. La sala seguía en silencio, y se preguntó si habría sido una ilusión óptica. A veces las gafas, como consecuencia de las variaciones térmicas en las capas de aire, producían efectos engañosos.
Pero al cabo de un momento volvió a aparecer algo en su campo de visión: una forma, humana o casi humana, cruzando el arco desde el andén, un borrón blanco seguido de una estela infrarroja. Se dirigía hacia él y, por lo visto, sujetaba algo contra el pecho.
En la absoluta oscuridad, Pendergast alzó la pistola en una mano y el flash en la otra y aguardó en silencio.
Margo se recostó en la endeble silla del laboratorio y se frotó las sienes con las yemas de los dedos. Después de marcharse Frock, la reunión había degenerado rápidamente en discusión. Horlocker había salido para hablar con el alcalde por teléfono en privado. Regresó acompañado de un ingeniero municipal llamado Hausmann. En ese momento Jack Masters, jefe de la Unidad de Respuesta Táctica del Departamento de Policía de Nueva York, hablaba desde el otro lado de la línea por el teléfono de altavoz. Pero aún no habían realizado grandes avances respecto al plan de acción.
—Mire, hemos tardado casi media hora sólo en verificar la existencia de esos túneles Astor —dijo Masters. Su voz llegaba débil y distorsionada a través del altavoz—. ¿Cómo vamos a introducir un equipo?
—Pues envíe varios equipos —repuso Horlocker—. Pruebe por distintos puntos de acceso. Utilice un avance conjunto, así conseguirá penetrar por lo menos un equipo.
—Señor, ni siquiera puede proporcionarme el número o la situación de esos… en fin, como quiera llamarlos. Y no conocemos el terreno. La red de túneles que se extiende bajo Manhattan es muy compleja, y pondría en peligro la vida de mis hombres. Hay muchos elementos desconocidos, muchos puntos propicios para las emboscadas.
—Siempre podría usarse el Cuello de Botella —sugirió Hausmann, el ingeniero municipal, que mordisqueaba con fruición el extremo de su bolígrafo.
—¿Cómo? —dijo Horlocker.
—El Cuello de Botella —repitió el ingeniero—. Todas las conducciones de ese cuadrante pasan por un mismo agujero abierto mediante explosivos en la roca. Desciende a una profundidad de unos cien metros. Los túneles Astor están ahí debajo, en algún sitio.
—Ahí tiene —dijo Horlocker, dirigiéndose al teléfono—. Podríamos acordonar esa entrada e iniciar la operación desde ahí, ¿no cree?
Se produjo un silencio.
—Supongo que sí, señor.
—De ese modo los tendríamos atrapados.
—Es posible. —La voz de Masters sonaba poco convencida incluso a través del altavoz—. ¿Y luego qué? No podemos sitiarlos indefinidamente. Y no sería nada fácil entrar y eliminarlos. Quedaríamos en un punto muerto. Necesitamos más tiempo para establecer una ruta.
Margo miró a D'Agosta, que escuchaba irritado la conversación. Era lo que él había aconsejado al principio.
Horlocker dio un puñetazo en la mesa.
—¡Maldita sea, no tenemos tiempo! El gobernador no me deja ni respirar. Me han autorizado a adoptar cualquier medida necesaria para acabar con los asesinatos. Y eso es lo que pienso hacer.
Desde que Horlocker había tomado la decisión, su determinación e impaciencia eran notables. Margo se preguntó qué le habría dicho el alcalde por teléfono para intimidarlo de aquella manera.
Hausmann, el ingeniero, se quitó el bolígrafo de la boca el tiempo justo para decir:
—En todo caso, ¿cómo podemos estar seguros de que esas criaturas viven en los túneles Astor? Bajo Manhattan hay muchos kilómetros de subterráneos.
Horlocker se volvió hacia Margo. Ella se aclaró la garganta, consciente de que acababan de cargarle el muerto.
—Según parece —contestó—, hay mucha gente sin hogar viviendo en los túneles. Si un grupo de esas criaturas se hubiese instalado en algún otro sitio, la gente sin hogar lo sabría. Como se ha dicho antes, no hay razón para dudar de la palabra de ese tal Mephisto. Por otra parte, si las criaturas poseen las características de Mbwun, rehuirán la luz. Optarán por los lugares más profundos. Por supuesto —se apresuró a añadir—, el informe de Pendergast nos…
—Gracias —la interrumpió Horlocker, impidiéndole intencionadamente concluir la frase—. ¿Queda claro, Masters? Ya lo ha oído.
De pronto se abrió la puerta, y el chirrido de unas ruedas de goma anunció el regreso de Frock. Margo alzó lentamente la vista, casi temiendo ver el semblante del viejo científico.
—Creo que les debo una disculpa —se limitó a decir Frock, acercándose a la mesa—. Mientras paseaba por las salas del museo, he intentado analizar objetivamente la situación. Y pensándolo mejor, es posible que me haya equivocado. Cuesta admitirlo, pero supongo que la hipótesis propuesta por Margo se ajusta más a los hechos. —Miró a Margo—. Perdóneme, querida. Soy un anciano cansado y demasiado apegado a sus teorías, sobre todo en lo que atañe a la evolución.
—Muy noble por su parte —dijo Horlocker—. Pero dejaremos los exámenes de conciencia para más tarde.
—Necesitamos planos mejores —prosiguió Masters por el altavoz— y más información sobre los hábitos de los elementos hostiles.
—¡Maldita sea! —exclamó Horlocker—. ¿Es que no me ha oído? No tenemos tiempo para prospecciones geológicas. Waxie, ¿usted qué opina?
Se produjo un silencio.
Frock observó a Waxie, que miraba por la ventana como si esperase hallar la ansiada respuesta pintada en la hierba del Great Lawn del Central Park. El capitán frunció el entrecejo, pero siguió callado.
—Al parecer —dijo Frock sin desviar la vista de Waxie—, los dos primeros cadáveres salieron del alcantarillado después de una tormenta a causa de un aumento de caudal en los colectores.
—Sí, por eso los encontramos tan limpios y aseados —gruñó Horlocker—. ¿Y qué?
—Las marcas de dientes en esas dos víctimas no parecían fruto de un trabajo apresurado —prosiguió Frock—. Cabe pensar que esas criaturas actuaron con calma, sin miedo a ser molestadas. Eso implicaría que los cadáveres estaban cerca de su guarida o en la propia guarida en el momento de roer los huesos. Existen muchos casos análogos en la naturaleza.
—¿Y?
—Si un par de víctimas fueron arrastradas al exterior por una tormenta, ¿qué se requeriría para expulsar de esos túneles la propia guarida?
—¡Eso es! —exclamó Waxie, apartando la mirada de la ventana con expresión triunfal—. ¡Ahogaremos a esos hijos de puta!
—Eso es absurdo —afirmó D'Agosta.
—No, no lo es —dijo Waxie, señalando con vivo entusiasmo por la ventana—. El Reservoir debe desaguarse por el sistema de colectores, ¿no es así? Y cuando los colectores se saturan, ¿no se desborda el agua en los túneles Astor? ¿No hemos dicho que se abandonaron debido a las inundaciones?
Se produjo un breve silencio. Horlocker se volvió hacia el ingeniero con expresión interrogativa.
—Sí, así es —asintió Hausmann—. El Reservoir desagua directamente en el sistema de colectores y las cloacas.
—¿Es factible? —preguntó Horlocker.
Hausmann permaneció pensativo por un instante.
—Tendré que consultar a Duffy para asegurarme —respondió por fin—. Pero a juzgar por la superficie y la profundidad del Reservoir, el volumen de agua debe de rondar los dos millones y medio de metros cúbicos. Si una parte de ese agua, el treinta por ciento, pongamos, se liberase de golpe en el alcantarillado, lo saturaría por completo. Y por lo que se ve, el agua sobrante inundaría los túneles Astor y acabaría en el Hudson.
—¡Exacto! —dijo Waxie, asintiendo triunfalmente.
—A mí me parece una medida un tanto drástica —declaró D'Agosta.
—¿Drástica? —repitió Horlocker—. Perdone, teniente, pero anoche murieron asesinados prácticamente todos los pasajeros de un tren. Esas criaturas están rabiosas, y la situación empeora por momentos. Quizá usted prefiera bajar a entregarles una citación o algo así. Pero eso no serviría de mucho. Las autoridades del estado me persiguen a todas horas exigiéndome acción. De este modo —añadió, señalando hacia la ventana y el Reservoir— podemos acabar con ellos en su propio terreno.
—Pero ¿cómo sabemos adónde va a ir a parar exactamente toda esa agua? —preguntó D'Agosta.
—Nos hacemos una idea bastante aproximada —contestó Hausmann, volviéndose hacia D'Agosta—. Tal como actúa el Cuello de Botella, la inundación quedará restringida al nivel más profundo del cuadrante del Central Park. Los conductos de desagüe conducirán el agua directamente a través del Cuello de Botella hasta los colectores situados a mayor profundidad, que a su vez la verterán en los colectores del West Side y éstos por último la derivarán hacia el Hudson.
—Pendergast dijo que, al norte y el sur del parque, esos túneles están tapiados desde hace años —adujo D'Agosta, hablando casi para sí.
Horlocker miró alrededor, sus facciones contraídas por una sonrisa. A Margo se le antojó una mueca horrible, como si Horlocker no utilizase a menudo esos músculos en particular.
—Quedarán atrapados bajo ese Cuello de Botella, el agua los arrastrará, y se ahogarán —dijo Horlocker—. ¿Alguna objeción?
—Tendrían que asegurarse de que todas las criaturas están ahí abajo cuando se desagüe el Reservoir —advirtió Margo.
La sonrisa desapareció del rostro de Horlocker.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Y cómo vamos a saberlo?
—Uno de los aspectos comunes que revelaron las correlaciones es que ningún asesinato se ha producido con luna llena —comentó D'Agosta, encogiéndose de hombros.
—Eso tiene una explicación —dijo Margo—. Si esas criaturas son como Mbwun, no soportan la luz. Probablemente no salen a la superficie cuando hay luna llena.
—¿Y los mendigos que viven en los túneles, bajo el parque? —preguntó D'Agosta.
Horlocker resopló.
—¿Es que no ha oído a Hausmann, teniente? El agua irá directamente a los niveles más profundos. Según sabemos, los mendigos eluden esa zona. Además, los rugosos habrían matado a cualquiera que rondase a esas profundidades.
Hausmann movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Planearemos una operación controlada que inunde sólo los túneles Astor.
—¿Y si hay topos acampados en el tramo inicial del camino que recorrerá el agua al descender? —insistió D'Agosta.
Horlocker dejó escapar un suspiro.
—¡Joder! Para estar seguros, mejor será que organicemos una batida de desalojo en el cuadrante del Central Park y los llevemos provisionalmente a los refugios. —Horlocker se irguió en la silla—. En realidad, podríamos matar dos pájaros de un tiro, y quizá sacudirnos de encima de una vez a esa Wisher. —Se volvió hacia Waxie—. Esto es lo que yo llamo un plan. Bien hecho.
Waxie se sonrojó y asintió con la cabeza.
—Ahí abajo hay muchos kilómetros de túneles —dijo D'Agosta—, y los mendigos no van a salir voluntariamente.
—D'Agosta —bramó Horlocker—, no quiero oír más objeciones. Por Dios, ¿cuántos mendigos puede haber bajo el Central Park? ¿Cien?