Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—Entendido, doctor.
—Bien. Por lo que hemos averiguado, la señora Muñoz es de un pueblo pequeño del centro de México. Trabaja como niñera para una familia del Upper East Side. Sabemos que habla inglés. Aparte de eso, apenas nada más.
La señora Muñoz yacía en la cama del hospital exactamente en la misma posición que en la camilla en que la habían sacado del lugar de los hechos: las manos cruzadas y la mirada perdida. La habitación olía a jabón de glicerina y alcohol desnaturalizado. Hayward se apostó ante la puerta por si Waxie aparecía antes de tiempo. D'Agosta y el médico se sentaron a ambos lados de la cama y permanecieron inmóviles por un momento. Finalmente, sin hablar, Wasserman cogió la mano a su paciente.
D'Agosta sacó la cartera, extrajo una fotografía de uno de los compartimientos, y la sostuvo frente al rostro de la mujer.
—Ésta es mi hija, Isabella —dijo D'Agosta—. Tiene dos años. Preciosa, ¿verdad?
Mantuvo la foto en alto pacientemente hasta que la mujer dirigió hacia ella la mirada. El médico frunció el entrecejo.
—¿Usted tiene hijos? —preguntó D'Agosta, guardándose la foto.
La señora Muñoz lo miró en silencio.
—Señora Muñoz —continuó D'Agosta—. Sé que está en este país ilegalmente.
La mujer desvió la vista de inmediato. El médico lanzó una mirada de advertencia a D'Agosta.
—También sé que mucha gente le ha hecho promesas que no ha cumplido. Pero yo voy a hacerle una promesa que sí cumpliré; se lo juro sobre la foto de mi hija. Si me ayuda, me ocuparé personalmente de que le concedan el permiso de residencia.
La mujer no respondió. D'Agosta sacó otra foto y la sostuvo ante ella.
—¿Señora Muñoz?
Durante un largo momento la mujer no se movió. Por fin su mirada se posó en la fotografía. D'Agosta se sintió algo más relajado.
—Ésta es Pamela Wisher a la edad de dos años.
La señora Muñoz cogió la fotografía.
—Un ángel —susurró.
—La mataron los mismos que han atacado el tren en que usted viajaba. —D'Agosta hablaba con delicadeza pero apresuradamente—. Por favor, señora Muñoz, ayúdeme a encontrar a esos asesinos brutales. No quiero que maten a nadie más.
Una lágrima cayó por la mejilla de la señora Muñoz. Sus labios temblaron.
—Ojos…
—dijo la mujer en español.
—¿Cómo dice? —preguntó D'Agosta.
—Ojos… —tradujo la señora Muñoz. Por unos instantes sus labios se movieron sin articular palabra. Por fin, añadió—: Vinieron sin hacer ruido… ojos de lagarto, ojos de diablo. —Sollozó.
D'Agosta abrió la boca dispuesto a hablar, pero la mirada de Wasserman lo disuadió.
—Ojos… caras de diablo… —continuó la señora Muñoz. En español, añadió—:
Cuchillos de pedernal…
—¿Cómo?
—Viejos,
caras de viejo…
Se tapó el rostro con las manos y rompió a llorar.
Wasserman se puso en pie.
—Ya basta—ordenó a D'Agosta, gesticulando—. Fuera.
—Pero ¿qué ha…?
—Salga inmediatamente —apremió el médico.
En el pasillo, D'Agosta sacó el bloc y se apresuró a anotar las palabras en español lo mejor que pudo.
—¿Qué es eso? —preguntó Hayward, mirando con curiosidad por encima del brazo de D'Agosta.
—Unas palabras en español.
Hayward arrugó la frente.
—Eso no se parece en nada al español que yo conozco.
D'Agosta le lanzó una mirada severa.
—¿No irá a decirme que además habla español?
Hayward enarcó una ceja.
—En las operaciones de desalojo, no siempre puede una entenderse en inglés con los mendigos. ¿Y a qué viene ahora ese tono?
D'Agosta le colocó el bloc en la palma de la mano.
—Limítese a descubrir qué dice aquí.
Hayward examinó con atención el breve texto, moviendo simultáneamente los labios. Al cabo de un momento se acercó al cubículo de la enfermera y descolgó un teléfono.
Wasserman salió de la habitación y cerró con cuidado la puerta.
—Teniente —dijo a continuación—, ha sido un método… en fin, poco ortodoxo por no decir otra cosa. Pero puede que acabe siendo beneficioso para ella. Gracias.
—No me lo agradezca —contestó D'Agosta—. Me basta con que consiga que se recupere. Aún tengo que hacerle muchas preguntas.
Hayward colgó el teléfono y se dirigió hacia ellos.
—Esto es lo que Jorge y yo hemos podido deducir —anunció, devolviéndole el bloc.
D'Agosta leyó la anotación y frunció el entrecejo.
—¿Cuchillos de pedernal?
—Ni siquiera estamos seguros de que haya dicho eso —respondió Hayward, encogiéndose de hombros—. Pero es lo que más se aproxima a lo que usted ha anotado.
—Gracias —dijo D'Agosta. Se guardó el bloc en el bolsillo y se encaminó rápidamente hacia la salida. Al cabo de un momento se detuvo como si acabase de recordar algo—. Doctor, probablemente el capitán Waxie vendrá por aquí dentro de una hora.
El rostro de Wasserman se ensombreció.
—Pero supongo que la señora Muñoz está demasiado agotada para recibir visitas. ¿No es así? Si el capitán le causa algún problema, dígale que hable conmigo.
Una amplia sonrisa se dibujó por primera vez en los labios de Wasserman.
Cuando Margo llegó al laboratorio del Departamento de Antropología a las diez de la mañana, era obvio que la reunión había empezado hacía ya un rato. La mesa situada en el centro estaba cubierta de vasos de café, servilletas, envoltorios de comida y cruasanes a medio comer. Margo advirtió sorprendida que, además de Frock, Waxie y D'Agosta, había asistido Horlocker, el jefe de policía. Los vistosos entorchados del cuello de su casaca y su gorra parecían fuera de lugar en medio del equipo de laboratorio. La hostilidad se palpaba en el aire como una tupida cortina.
—¿Esperas que creamos que los asesinos
viven
en esos túneles Astor? —decía Waxie a D'Agosta. Al oírla entrar, se volvió con expresión ceñuda y gruñó—: Me alegro de que haya podido venir.
Frock alzó la vista y, con cara de alivio, echó hacia atrás su silla de ruedas para dejarle hueco junto a la pequeña mesa de reuniones.
—¡Margo! —exclamó—. Por fin. Quizá usted puede aclarar las cosas. El teniente D'Agosta ha hecho ciertas afirmaciones un tanto insólitas acerca de sus descubrimientos en el laboratorio de Greg. Según él, ha realizado usted unas… esto… investigaciones adicionales en mi ausencia. Si no la conociese tan bien como la conozco, querida, pensaría que…
—¡Discúlpeme! —lo interrumpió D'Agosta en voz alta. En el repentino silencio, miró uno por uno a Horlocker, Waxie y Frock. Con un tono más sosegado, añadió—: Me gustaría que la doctora Green expusiese de nuevo sus conclusiones.
Margo tomó asiento, sorprendida al ver que Horlocker permanecía en silencio. Había ocurrido algo, y aunque Margo no sabía de qué se trataba, sin duda guardaba relación con la matanza del metro de la noche anterior. Pensó en disculparse por el retraso, aduciendo que se había quedado en el laboratorio hasta las tres de la madrugada, pero decidió no hacerlo. Posiblemente Jen, su ayudante, seguía trabajando y no se había acostado siquiera.
—Un momento —intervino Waxie—. Decía que…
Horlocker se volvió hacia él y dijo:
—Cállese, Waxie. Doctora Green, creo que será mejor que nos explique qué ha estado investigando exactamente y qué ha descubierto.
Margo respiró hondo.
—No sé qué les ha contado ya el teniente D'Agosta —empezó—, así que seré breve. Estarán ya al corriente de que el esqueleto deformado que encontramos pertenece a Gregory Kawakita, en otro tiempo conservador de este museo. Durante el doctorado, él y yo estuvimos aquí como ayudantes. Cuando dejó el museo, Greg organizó por lo visto una serie de laboratorios clandestinos, hallándose el último en los apartaderos del West Side. Al examinar los escombros de ese último laboratorio, encontré pruebas de que, antes de morir, Greg se dedicó a producir una versión de
Liliceae mbwunensis
manipulada genéticamente.
—¿Y ésa es la planta que la Bestia del Museo necesitaba para vivir? —preguntó Horlocker.
Margo intentó detectar un tono de sarcasmo en su voz, pero no lo había.
—Sí —contestó—. Pero ahora sé que esa planta no era sólo una fuente de alimentación para la bestia. Si estoy en lo cierto, la planta contiene un retrovirus que provoca cambios morfológicos en la criatura que la ingiere.
—¿Cómo dice? —preguntó Waxie.
—Provoca grandes alteraciones físicas. Whittlesey, el jefe de la expedición que envió las plantas al museo, debió de ingerirla, quizá inadvertidamente, quizá contra su voluntad. Nunca conoceremos los detalles. Sin embargo, está claro que la Bestia del Museo era, de hecho, Julian Whittlesey.
Frock tomó aire ruidosamente. Los demás permanecieron en silencio.
—Sé que es difícil de creer —continuó Margo—. Desde luego no coincide con las conclusiones a que llegamos cuando se consiguió eliminar a la bestia. Entonces pensamos que la criatura era simplemente una aberración evolutiva que necesitaba la planta para vivir. Supusimos que, al verse privada de su hábitat natural, siguió el rastro de las únicas plantas que quedaban hasta el museo. Habían sido utilizadas como material de embalaje en las cajas de reliquias enviadas a Nueva York. Después la bestia, al no poder acceder a las plantas, empezó a alimentarse del sucedáneo más aproximado a su disposición: el hipotálamo humano, que contiene muchas de las hormonas presentes en esa planta.
»Pero ahora pienso que estábamos equivocados. La bestia era Whittlesey, tras haber sufrido grandes deformaciones. Creo también que Kawakita descubrió la verdad. Debió de encontrar algún espécimen de la planta y lo modificó genéticamente. Sospecho que consideraba posible eliminar los efectos negativos de la planta.
—Hábleles de la droga —instó D'Agosta.
—Kawakita producía la planta en grandes cantidades —explicó Margo—. Aunque no estoy segura, creo que de ella se deriva una rara droga de diseño. ¿Cómo la llamó usted? ¿«Esmalte»? Probablemente, además de su carga viral, posee propiedades narcóticas o alucinógenas. Kawakita debía de venderla a un escogido grupo de consumidores, posiblemente con vistas a reunir dinero para costear su investigación. Pero a la vez probaba así la eficacia de su descubrimiento. Obviamente, en algún punto también él ingirió la planta. Eso explica las anómalas malformaciones de su esqueleto.
—Pero si esa droga, planta o lo que sea tiene efectos secundarios tan catastróficos, ¿por qué la tomó Kawakita? —preguntó Horlocker.
—No lo sé —respondió Margo, arrugando la frente—. Debió de seguir perfeccionando la cepa del virus. Supongo que pensó que había suprimido los elementos negativos de la droga. Y seguramente vio algún aspecto beneficioso. He iniciado una serie de experimentos con las plantas que encontré en su laboratorio. Hemos suministrado las fibras a diversos animales, incluidos unos ratones blancos y distintos protozoos. Mi ayudante, Jennifer Lake, está en estos momentos observando los resultados.
—¿Por qué no se me informó…? —empezó a decir Waxie.
D'Agosta se puso en pie de inmediato y se volvió hacia él.
—Cuando te molestes en revisar tu bandeja de entrada y escuchar tus mensajes, descubrirás que has sido informado de todo paso por paso.
—Ya basta —terció Horlocker, alzando una mano—. Teniente, todos sabemos que se han cometido errores. Dejaremos las recriminaciones para más tarde.
D'Agosta se sentó de nuevo. Margo nunca lo había visto tan furioso. Casi daba la impresión de que culpase a todos los presentes —él inclusive— de la tragedia del metro.
—En este momento tenemos entre manos una situación en extremo delicada —prosiguió Horlocker—. El alcalde me acosa a todas horas, exigiendo que se tomen medidas. Y ahora, tras la matanza, el gobernador se ha sumado a las quejas. —Se enjugó la frente con un pañuelo húmedo—. Muy bien. Según la doctora Green, nos encontramos ante un grupo de drogadictos, cuyo proveedor era ese científico, Kawakita. Sólo que ahora Kawakita está muerto. Quizá se les haya acabado el suministro, o quizá han enloquecido. Viven bajo tierra, en esos túneles Astor que D'Agosta ha descrito, abandonados hace mucho tiempo a causa de una inundación. Y necesitan la droga desesperadamente. Cuando carecen de ella, se ven obligados a comer cerebros humanos. Exactamente como Mbwun. De ahí los recientes asesinatos. —Miró alrededor—. ¿Qué pruebas tenemos?
—Las plantas de Mbwun encontradas en el laboratorio de Kawakita —respondió Margo.
—La mayor parte de las muertes se han producido sobre los túneles Astor o en las inmediaciones —añadió D'Agosta—. Eso lo demostró Pendergast.
—Simples hipótesis —dijo Waxie con desdén.
—¿Y el testimonio de docenas de mendigos que afirman que la Buhardilla del Diablo ha sido colonizada? —preguntó Margo.
—¿Vamos a fiarnos de una pandilla de vagabundos y drogadictos ? —repuso Waxie.
—¿Por qué iban a mentir? —dijo Margo—. ¿Y quién está en mejor posición que ellos para conocer la verdad?
—¡Muy bien! —Horlocker levantó la mano—. Ante tales pruebas, no nos queda más remedio que aceptarlo. No tenemos ninguna otra pista. Y las autoridades de esta ciudad quieren que actuemos inmediatamente. No mañana ni pasado mañana, sino ahora mismo.
Frock se aclaró la garganta. Era el primer sonido que emitía desde hacía rato.
—¿Profesor? —dijo Horlocker.
Frock se acercó lentamente a la mesa.
—Perdonen mi escepticismo, pero todo esto me parece un poco descabellado —declaró—. Tengo la impresión de que se han extrapolado los hechos. Dado que no he intervenido en las últimas pruebas, no puedo hablar con pleno conocimiento, naturalmente. —Dirigió a Margo una mirada de ligero reproche—. Pero, por lo general, la explicación más simple es la correcta.
—¿Y cuál es esa explicación si puede saberse? —lo interrumpió D'Agosta.
—¿Perdone? —dijo Frock fríamente, volviéndose hacia D'Agosta.
—Cállese, teniente —ordenó Horlocker.
—Es posible que Kawakita llevase a cabo alguna investigación con la planta de Mbwun —prosiguió Frock—. Y no tengo motivos para dudar de Margo cuando afirma que nuestras suposiciones de hace dieciocho meses fueron algo precipitadas. Pero ¿dónde están las pruebas de la existencia de una droga, o de su distribución? —Frock extendió las manos.
—Por Dios, Frock, lo visitaba una procesión de gente en su laboratorio de Long Island…