Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Hayward, sorprendida, lo miró con los ojos entornados. Bajo la gabardina, el agente del FBI llevaba un uniforme de faena militar con un irregular estampado negro y gris. Las cremalleras y hebillas eran de plástico negro con acabado mate.
Pendergast sonrió.
—Un insólito uniforme de camuflaje, ¿no le parece? —dijo—. Fíjese en que tiene color gris en lugar del habitual caqui. Está diseñado para situaciones de oscuridad absoluta.
Se arrodilló junto a la bolsa y la abrió. Extrajo de un compartimiento un tubo de maquillaje negro de uso militar y comenzó a extendérselo por las manos y la cara. A continuación sacó una tira de fieltro enrollada. Mientras Pendergast la examinaba, Hayward advirtió que llevaba varios bolsillos cosidos en el borde interior.
—Un pequeño y completo equipo para improvisar un disfraz: maquinilla de afeitar, toallitas, espejo, goma de postizos —explicó Pendergast—. Esta vez pretendo evitar la detección. No deseo reunirme con nadie ni con nada. Pero me llevaré esto por si acaso.
Metió el tubo de maquillaje negro en uno de los bolsillos de la tira de fieltro, volvió a enrollarla y se la guardó bajo la camisa. Después extrajo de la bolsa una pistola de cañón corto cuyo acabado mate parecía más propio del plástico que del metal.
—¿Qué es eso? —preguntó Hayward con curiosidad.
Pendergast dio vueltas al arma entre sus manos.
—Es una pistola experimental de 9 milímetros creada por Anschluss GMBH. Dispara una bala mixta de cerámica y teflón con punta redondeada.
—¿Piensa ir de caza?
—Posiblemente ya ha oído hablar de mi encuentro con la Bestia del Museo —respondió Pendergast—. Aquella experiencia me enseñó que uno siempre debe ir preparado. Con esta pequeña pistola podría atravesar a un elefante de parte a parte.
—Un arma ofensiva —comentó Hayward—. En más de un sentido.
—Interpretaré eso como una señal de aprobación —dijo Pendergast—. Naturalmente, el aspecto defensivo será cuando menos tan importante como el ofensivo. Llevo mi propia armadura.
Se bajó los hombros del uniforme, revelando un chaleco antibalas. Metió de nuevo la mano en la bolsa y sacó un gorro elástico de goma que se ciñó a la cabeza. Luego extrajo un equipo portátil de depuración de agua y varios objetos más y se los distribuyó por los diversos bolsillos. Por último cogió del interior dos bolsas cuidadosamente precintadas que contenían tiras de algo negro parecido al cuero de zapato.
—Pemmican —anunció.
—¿Cómo?
—Solomillo cortado en tiras, curado y triturado después con bayas, fruta y frutos secos. Posee todas las vitaminas, minerales y proteínas que un hombre necesita. Y sorprendentemente no sabe mal. Lo usaban los indios americanos, y nadie ha inventado aún un alimento mejor para llevar en una expedición. Lewis y Clark se nutrieron de esto durante meses.
—Bueno, parece que va bien aprovisionado —dijo Hayward, moviendo la cabeza con admiración—. Siempre y cuando no se pierda.
Pendergast se bajó la cremallera del uniforme y le mostró el forro.
—Quizá ésta sea mi posesión más imprescindible: los mapas. Como los aviadores de la Segunda Guerra Mundial, los he reproducido en mi cazadora, por así decirlo. —Señaló con el mentón la intrincada red de conductos, túneles y niveles que había dibujado con trazo preciso en el forro de color crema.
Se subió la cremallera del uniforme de camuflaje y después, como si acabase de recordar algo, se metió la mano en un bolsillo y le entregó a Hayward un juego de llaves.
—Había pensado envolverlas con cinta adhesiva para evitar el tintineo, pero es mejor que se las quede usted. —De otro bolsillo extrajo su cartera e identificación del FBI, que tendió también a la sargento—. Hágame el favor de entregarle esto al teniente D'Agosta. Ahí abajo no voy a necesitarlo.
Se palpó el uniforme con las manos como para comprobar que no olvidaba nada. Después se volvió hacia la trampilla y entró con cuidado en el conducto.
—Le agradeceré que cuide de eso por mí —dijo Pendergast, señalando la bolsa.
—No se preocupe —respondió Hayward—. Envíeme una postal.
La trampilla se cerró sobre el conducto húmedo y oscuro, y Hayward corrió el pasador con un rápido giro de muñeca.
Margo permanecía atenta a la valoración, casi sin pestañear. Con cada nueva gota que veía temblar en el extremo de la bureta y caer en la solución, aguardaba expectante un cambio de color. La tranquila respiración de Frock a sus espaldas —ya que también él estaba pendiente del proceso— le recordaba que ella contenía el aliento inconscientemente.
De pronto la solución adoptó un vivo color amarillo. Margo cerró la llave de paso de la bureta y marcó el nivel en el tubo graduado.
Retrocedió un paso, consciente de que empezaba a invadirla una sensación desagradablemente familiar: una sensación de desasosiego, incluso de miedo. Quedándose inmóvil, recordó los dramáticos momentos vividos en otro laboratorio a cien metros de aquél, en el mismo pasillo, hacía un año y medio. También en aquella ocasión se hallaban ellos dos solos, pegados a la pantalla del ordenador, mientras el extrapolador genético —el programa desarrollado por Kawakita— listaba los atributos físicos de la criatura que más tarde sería conocida como Mbwun, la Bestia del Museo.
Recordaba que casi maldijo a Julian Whittlesey, el científico cuya expedición se había perdido en la selva amazónica. Whittlesey, que inadvertidamente había utilizado fibras de cierta planta acuática como material de embalaje en las cajas que había enviado al museo. Whittlesey no sabía —ninguno de ellos lo sabía— que la bestia Mbwun dependía de esa planta. Necesitaba las hormonas de la planta para sobrevivir. Y cuando su hábitat fue devastado, la bestia partió en busca de la única fuente de alimento que le quedaba: la fibras usadas como material de embalaje en las cajas. Irónicamente, las cajas se guardaron bajo llave en la zona protegida del museo, hecho que obligó a la criatura a encontrar el sucedáneo más parecido a las hormonas de la planta, el hipotálamo del cerebro humano.
Contemplando la solución de color amarillo, Margo se dio cuenta de que, además de miedo, sentía insatisfacción. En todo aquello había algo extraño, todavía sin explicar. Había experimentado esa misma sensación cuando se llevaron el cadáver de Mbwun tras la matanza ocurrida durante la inauguración de la exposición «Supersticiones». Se lo llevaron en una furgoneta blanca con matrícula del gobierno, y no volvieron a saber nada de él. Aunque siempre se había negado a admitirlo, desde el principio tuvo la impresión de que no habían llegado al fondo de la cuestión, de que no habían averiguado realmente qué era Mbwun. Inicialmente Margo confiaba en ver los resultados de la autopsia, un informe forense, algo que explicase, para empezar, cómo había sabido la bestia llegar al museo. O por qué la criatura presentaba una proporción tan alta de genes humanos. Algo, cualquier cosa, que permitiese zanjar el asunto, y quizá incluso poner fin a sus pesadillas.
De pronto Margo comprendía que la teoría de Frock —según la cual, Mbwun era una aberración evolutiva— nunca la había convencido por completo. Contra su voluntad, se obligó a pensar en los escasos momentos en que había tenido a la bestia ante sus propios ojos, corriendo por el pasillo oscuro hacia ella y Pendergast, con un brillo triunfal en la mirada salvaje. A ella le parecía más un híbrido que una aberración. Pero ¿un híbrido de qué?
Oyó que Frock cambiaba de posición en la silla de ruedas e interrumpió sus pensamientos.
—Probémoslo otra vez —dijo Frock—. Para asegurarnos.
—Yo ya estoy segura —contestó Margo.
—Querida, es usted demasiado joven para estar segura de algo —repuso Frock con una sonrisa—. Recuerde que todo resultado experimental debe poder reproducirse. No pretendo decepcionarla, pero me temo que al final habremos perdido un tiempo valioso que podríamos haber dedicado a examinar el cadáver de Bitterman.
Conteniendo su enojo, Margo preparó de nuevo las soluciones para la valoración. A ese paso, tardarían semanas en disponer de resultados sobre sus hallazgos en el laboratorio derruido de Kawakita. Frock era conocido por la minuciosidad y precisión de sus experimentos científicos, y como de costumbre no parecía darse cuenta de que en aquel caso el tiempo era vital. Pero naturalmente, como casi todos los grandes científicos, estaba abstraído, más interesado en sus propias teorías y su propio trabajo que en los ajenos. Margo recordó las conversaciones que mantenían cuando Frock supervisaba su tesis doctoral. Contaba una anécdota tras otra de sus viajes por África, Sudamérica y Australia en la época en que no estaba aún encadenado a una silla de ruedas, dedicando más tiempo a sus relatos que a la investigación de Margo.
Llevaban horas concentrados en las valoraciones y los programas de regresión lineal, intentando llegar a alguna conclusión sobre las plantas que Margo había encontrado entre los escombros del almacén. Margo observó la solución, masajeándose la parte baja de la espalda. D'Agosta tenía la convicción de que las fibras contenían alguna clase de droga psicoactiva. Pero hasta el momento no habían descubierto nada que sustentase esa hipótesis. Si se hubiese conservado parte de las fibras originales, pensó Margo, ahora podríamos realizar un estudio comparativo. Pero el Centro para el Control de Enfermedades había exigido que se destruyesen todos los restos de fibras originales. Habían insistido incluso en que incinerase su bolso, que había utilizado una vez para transportar algunas de las fibras.
Ése era otro enigma. Si se habían destruido todas las fibras, ¿cómo habían llegado algunas de ellas a poder de Greg Kawakita? ¿Cómo había logrado cultivar la planta? Y sobre todo: ¿Con qué fin la había cultivado?
Y estaba asimismo el misterio del frasco con el rótulo 7—DIHIDROCOL… ACTIVADO. Obviamente faltaban las letras ESTEROL; lo había consultado, riéndose de su propia estupidez al descubrirlo. No era de extrañar que el nombre le hubiese resultado familiar de inmediato; se trataba de la forma más común de vitamina D
3
. En cuanto cayó en la cuenta, comprendió que el equipo de química orgánica del laboratorio de Kawakita había sido un sistema improvisado para sintetizar vitamina D. Pero ¿para qué?
La solución se volvió amarilla, y Margo marcó el nivel; como preveía, era exactamente el mismo. Frock, desplazando de un sitio a otro parte del equipo en el otro extremo del laboratorio, no prestó atención. Margo vaciló por un instante, preguntándose qué hacer a continuación. Finalmente se acercó al estereomicroscopio y separó otra pequeña fibra de la muestra, que disminuía rápidamente.
Frock se aproximó mientras Margo manipulaba el portaobjetos.
—Son las siete, Margo —dijo con delicadeza—. Disculpe, pero creo que ha trabajado demasiado. ¿Me permite aconsejarle que lo deje ya por hoy?
—Casi he terminado, doctor Frock —respondió Margo con una sonrisa—. Me gustaría comprobar una última cosa, y después daré por concluida la jornada.
—Ah. ¿Y de qué se trata?
—He pensado en someter una muestra a un análisis por congelación y fractura y obtener una imagen de diez ángstroms mediante el microscopio electrónico de exploración.
Frock arrugó la frente.
—¿Con qué finalidad?
Margo miró la muestra, un diminuto punto en el portaobjetos.
—No estoy muy segura. Cuando estudiamos esta planta por primera vez, sabíamos que era portadora de un retrovirus. Un virus cuyo código genético se correspondía con el de las proteínas humanas y animales. Quería comprobar si ese virus es el origen de la droga.
Frock dejó escapar un murmullo grave que finalmente se convirtió en risa.
—Margo, definitivamente creo que ha llegado el momento de tomarse un descanso —dijo—. Eso son especulaciones absurdas.
—Quizá —repuso Margo—. Pero yo prefiero llamarlo corazonada.
Frock la miró por un momento y luego suspiró.
—Como guste. Pero yo personalmente necesito descansar. Mañana iré al Morristown Memorial para someterme al interminable chequeo que por lo visto hay que padecer periódicamente cuando uno se jubila. Nos veremos el miércoles.
Margo se despidió y lo observó mientras salía del laboratorio. Empezaba a darse cuenta de que al famoso científico le molestaba que lo contradijesen. Cuando Margo era una simple estudiante de posgrado, tímida y dócil, Frock parecía la gentileza en persona y siempre se mostraba encantador con ella. Pero ahora que Frock era un miembro emérito del museo y ella conservadora por derecho propio, con opiniones propias, a veces se le notaba poco complacido con su segura actitud.
Trasladó la minúscula muestra a una laminilla cóncava y la llevó hasta el equipo de congelación y fractura. Dentro del aparato, encapsulada en un pequeño bloque de plástico, sería congelada a una temperatura casi de cero absoluto y cortada en dos. Luego el microscopio electrónico de exploración ofrecería una imagen de alta resolución de la superficie fracturada. Por supuesto, Frock tenía razón. En circunstancias normales, un procedimiento como aquél no aportaría nada a su investigación. Margo lo había llamado corazonada, pero en realidad era un último recurso cuando no quedaba ya nada por probar.
No tardó en encenderse una luz verde en el dispositivo criogénico. Manipulando el bloque con un brazo electrónico, Margo desplazó la muestra congelada al portaobjetos de corte. La cuchilla de diamante descendió con suavidad, se produjo un leve chasquido, y el bloque quedó separado en dos partes. Colocando una de las dos mitades en el microscopio electrónico de exploración, ajustó con cuidado el portaobjetos, los controles y el haz de electrones. Al cabo de unos minutos, apareció en la pantalla contigua una nítida imagen en blanco y negro.
Observándola, Margo notó que se le helaba la sangre en las venas.
Como era previsible, se distinguían diminutas partículas hexagonales, el retrovirus que el programa de extrapolación de Kawakita había detectado en las fibras originales de la planta dieciocho meses atrás. Pero allí aparecían en una concentración altísima: los orgánulos estaban literalmente saturados. Alrededor de las partículas se veían vacuolas de considerable tamaño llenas de alguna clase de secreción cristalizada, que sólo podía proceder del retrovirus.
Margo respiró lentamente. Aquel alto grado de concentración y la secreción cristalizada podía significar sólo una cosa: la planta, la
Liliceae mbwunensis,
era sólo una portadora. El
virus
producía la droga. Y no habían podido encontrar rastros de la droga porque se hallaba encapsulada en las vacuolas.