Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—Sargento Hayward. Estupendo. Pase.
Incluso en la oscuridad, Hayward habría reconocido aquella voz meliflua, aquel acento. Pero la puerta del fondo acababa de abrirse, y el agente Pendergast se hallaba en el vano, perfilándose su esbelta e inconfundible silueta contra el tenue resplandor del interior del apartamento.
Hayward entró, y Pendergast cerró la puerta. Aunque la habitación no era demasiado espaciosa, el alto techo daba una sensación de suntuosidad. Hayward miró alrededor con curiosidad. Tres de las paredes estaban pintadas de un color rosa intenso, bordeadas tanto arriba como abajo por molduras negras. La luz procedía de detrás de lo que parecían finísimos trozos de ágata enmarcados en apliques de bronce con forma de concha situados a unos dos metros de altura. La cuarta pared estaba recubierta de mármol negro. Por la superficie del mármol corría de arriba abajo una delicada cortina de agua, semejante a una cascada de cristal, desapareciendo con un ligero borboteo por la rejilla del suelo. Había pequeños sofás de piel en distintos puntos de la sala, sus bases hundidas en el tupido pelo de la alfombra. Los únicos elementos decorativos eran unos cuantos cuadros y varias plantas de tallo retorcido dispuestas sobre mesas lacadas. Todo estaba obsesivamente limpio, sin una mancha ni una mota de polvo. Aunque debía de haber otras puertas que conducían al resto de las habitaciones, sus contornos estaban tan bien disimulados que Hayward era incapaz de distinguirlos.
—Siéntese donde guste, señorita Hayward —dijo Pendergast—. ¿Quiere tomar algo?
—No, gracias —respondió Hayward. Eligió el sofá más cercano a la puerta y se dejó envolver voluptuosamente por la suave piel negra. Contempló el cuadro que colgaba de la pared más próxima, un paisaje impresionista con almiares y un sol rosado que por alguna razón le resultaba familiar—. Un sitio agradable, aunque el edificio es un tanto extraño.
—Los vecinos preferimos calificarlo de excéntrico —repuso Pendergast—. Pero a lo largo de los años muchos habrán coincidido con usted, supongo. El Dakota, así llamado porque cuando se construyó en 1884, esta parte de la ciudad parecía tan lejana como el territorio indio. Sin embargo posee una solidez, una especie de permanencia, que me gusta. Levantado sobre un lecho de roca, con paredes de ochenta centímetros de grosor en la planta baja. Pero no ha venido usted a escuchar una conferencia sobre arquitectura. En realidad, me alegro de que se haya dignado venir.
—¿Bromea? —dijo Hayward—. ¿Cómo iba a perderme una visita turística a la choza del agente Pendergast? En la policía, es usted una especie de leyenda, como seguramente ya sabe.
—Muy alentador —comentó Pendergast, acomodándose en un sillón—. Pero lamentablemente la visita turística se reduce a esta habitación. Rara vez recibo a gente aquí. No obstante, me parecía el mejor lugar para nuestra conversación.
—Y eso ¿por qué? —preguntó Hayward mientras seguía inspeccionando la sala. De pronto su vista se posó en la mesa lacada más cercana y, señalándola, exclamó—: ¡Eh, pero si es un bonsái, un árbol en miniatura! Mi
sensei
en el
dojo
de kárate tiene un par.
—Es un
Gingko biloba
—explicó Pendergast—; «cabello de doncella» en nuestro idioma. Es el único miembro que queda de una familia de árboles muy común en la prehistoria. Y a su derecha verá una agrupación de arces tridentes enanos. Me siento particularmente orgulloso de su aspecto natural. Todos los árboles de esa agrupación cambian de color en distintos momentos del otoño. Plantarlos del primero al último me llevó nueve años. Su
sensei
podrá explicarle que el secreto de las agrupaciones de árboles es añadir bonsais gradualmente, y siempre en cantidades impares, hasta que contar el número de troncos exija concentración. Llegados a ese punto, el trabajo ha concluido.
—¿Nueve años? —repitió Hayward—. Debe de tener mucho tiempo libre.
—La verdad es que no. Soy un apasionado de los bonsais. Es un arte que uno nunca domina por completo. Y me fascina esa mezcla de estética natural y artificial. —Cruzó las piernas, su traje negro casi invisible contra la piel negra del sillón, y dio por finalizada su disertación con un ademán—. Pero no me incite a hablar de ello porque no acabaría nunca. Hace un momento me ha preguntado por qué considero éste el mejor sitio para conversar. La razón es muy simple: deseo conocer mejor a la gente sin hogar.
Hayward permaneció en silencio.
—Usted ha trabajado con ellos —prosiguió Pendergast—, los ha
estudiado.
Es una experta en la materia.
—Los otros no opinan lo mismo.
—Si se parasen a pensar, cambiarían de idea. En todo caso, comprendo su susceptibilidad al respecto. Y por eso mismo he creído que podía sentirse más cómoda hablando del tema fuera de las horas de servicio, lejos de la jefatura y la comisaría de distrito.
Pendergast había acertado de pleno, pensó Hayward. Aquella sala extraña y relajante, con su silenciosa cascada y su desnuda belleza, le parecía tan lejana a la jefatura como la luna. Recostada en la embriagadora suavidad del sofá, notó que su natural cautela se disipaba. Pensó en quitarse el voluminoso cinto de la pistola, pero se sentía demasiado a gusto para moverse.
—Yo he estado en los subterráneos dos veces —dijo Pendergast—. La primera sólo para poner a prueba el disfraz y realizar un reconocimiento preliminar, y la segunda para buscar a Mephisto, el jefe de la gente sin hogar. Y cuando lo encontré, comprendí que había subestimado un par de aspectos: la firmeza de sus convicciones y el número de seguidores.
—Nadie sabe exactamente cuántos viven bajo tierra —contestó Hayward—. Sólo una cosa es segura: son muchos más de los que cabría esperar. En cuanto a Mephisto, probablemente ahí abajo es el alcalde más famoso. Su comunidad es la mayor. En realidad, según he oído decir, se compone de varias comunidades: un núcleo de veteranos de Vietnam y reliquias de los sesenta inadaptados y otras comunidades que se unieron a ellos cuando empezaron los asesinatos. Él y los suyos tienen ocupados los túneles más profundos de la zona del Central Park.
—Lo que más me sorprendió fue la gran diversidad que advertí —continuó Pendergast—. Yo esperaba encontrar un tipo de personalidad trastornada predominante, o dos a lo sumo. En cambio, encontré un amplio espectro de seres humanos.
—No toda la gente sin hogar baja a los subterráneos —dijo Hayward—. Pero los que temen los centros de acogida, los que no soportan los comedores de beneficencia y las rejas del metro, los solitarios, los fanáticos de sectas… esos sí bajan. Primero prueban en los túneles del metro, luego en zonas más profundas. Créame, hay muchos sitios donde esconderse.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Incluso en mi primer descenso, quedé asombrado por la inmensidad de los subterráneos. Me sentía como los exploradores Lewis y Clark a punto de adentrarse en una tierra desconocida.
—Y no conoce usted ni la mitad. Existen más de tres mil kilómetros de túneles abandonados a medio excavar, y otros ocho mil kilómetros todavía en uso. Cámaras subterráneas tapiadas y olvidadas. —Hayward se encogió de hombros—. Además, se oyen historias. Por ejemplo, sobre refugios antiaéreos construidos por el Pentágono en los años cincuenta para proteger a la gente importante de Wall Street. Según dicen, algunos conservan todavía agua corriente, suministro eléctrico y alimentos enlatados. Salas de máquinas llenas de maquinaria abandonada, grandes conductos de madera usados antiguamente como cloacas. Todo un espeluznante mundo perdido.
Pendergast se echó hacia adelante en el sillón.
—Sargento Hayward —dijo—, ¿ha oído hablar de la Buhardilla del Diablo?
Hayward asintió con la cabeza.
—Sí. Algo he oído.
—¿Sabría decirme dónde está o cómo localizarla?
Hayward se quedó pensativa por un largo momento.
—No. La mencionaron un par de mendigos durante los desalojos. Pero se oyen tantas tonterías ahí abajo, que una presta poca atención a la mayor parte. Siempre he pensado que era una fantasía absurda.
—¿Conoce a alguien que pueda proporcionarme más información?
Hayward cambió ligeramente de postura.
—Puede hablar con Al Diamond —contestó, dirigiendo la mirada nuevamente al paisaje de los almiares. Era asombroso, pensó, que con unos cuantos puntos de pintura fuese posible producir una imagen tan clara—. Es un ingeniero del puerto, una auténtica autoridad sobre estructuras subterráneas. Lo llaman siempre que hay una fuga importante a gran profundidad o quieren tender un nuevo gasoducto. —Se interrumpió por un instante—. Pero hace tiempo que no sé nada de él. Quizá haya hincado el pico.
—¿Cómo?
—Que quizá haya muerto, quería decir.
Siguió un silencio, roto sólo por el suave arrullo del agua.
—Si los asesinos han colonizado algún espacio recóndito bajo tierra, el gran número de gente que habita en los túneles será en sí mismo una complicación —dijo Pendergast por fin.
Hayward desvió la mirada del cuadro y la fijó en el agente del FBI.
—Y va a más —afirmó.
—¿A qué se refiere?
—Faltan sólo unas semanas para el principio del otoño —contestó Hayward—. Es en esa época, en previsión del frío del invierno, cuando los mendigos se trasladan masivamente a los subterráneos. Si está en lo cierto sobre esos asesinos, imagine qué ocurrirá en ese momento.
—No, no lo imagino —repuso Pendergast—. Dígamelo usted.
—Temporada de caza —respondió Hayward, y volvió a mirar el paisaje.
El mugriento tramo industrial de la avenida terminaba en una escollera junto a las turbias aguas del East River. El lugar ofrecía una vista panorámica de Roosevelt Island y el puente de la calle Cincuenta y nueve. En la otra orilla, el FDR Drive, desde allí apenas una fina cinta gris, serpenteaba entre los lujosos bloques de apartamentos de Sutton Place y el edificio de las Naciones Unidas. Una buena vista, pensó D'Agosta mientras se apeaba del coche sin distintivos policiales. Una buena vista, y un barrio espantoso.
El sol de agosto caía oblicuamente sobre la avenida, reblandeciendo los charcos de alquitrán y reflejándose trémulamente en el asfalto. Aflojándose el cuello de la camisa, D'Agosta comprobó una vez más la dirección que le había facilitado el Departamento de Personal del museo: avenida Noventa y cuatro, 11-46, Long Island City. Contempló los edificios de las inmediaciones, preguntándose si había algún error. Aquello no se parecía en nada un barrio residencial. A ambos lados de la calle se alineaban almacenes y fábricas abandonadas. Aunque era mediodía, el lugar se hallaba casi desierto; la única señal de vida era un destartalado camión que salía en ese momento de un área de carga situada al final de la manzana. Nadie como Waxie para cargarle lo que, en su opinión, era la última misión por orden de prioridad.
Los números 11-46 de la avenida se correspondían con una gruesa puerta de metal, rayada y desportillada, con diez capas de pintura negra por lo menos. Como el resto de las puertas de aquella manzana, parecía la entrada de un almacén vacío. D'Agosta pulsó el botón de un viejo portero automático. Al no recibir respuesta, aporreó la puerta con fuerza. Silencio.
Esperó unos minutos. Luego se adentró por un estrecho callejón contiguo al edificio. Abriéndose paso entre unos rollos de papel alquitranado, se acercó a una ventana de cristal reforzado con malla metálica, agrietado y casi opaco a causa del polvo. Se encaramó a uno de los rollos, limpió parte del cristal con la punta de la corbata y miró adentro.
Cuando su vista se acostumbró a la oscuridad del interior, distinguió un amplio espacio vacío. Tenues líneas de luz se dibujaban en el sucio suelo de cemento. Al fondo, una escalera ascendía a lo que en otro tiempo debió de ser el despacho del encargado. Aparte de eso, nada.
D'Agosta percibió un repentino movimiento en el callejón. Al volverse, vio correr a un hombre hacia él, y en su mano el siniestro brillo de un largo cuchillo de cocina. Instintivamente saltó al suelo y sacó la pistola. Al ver el arma, el hombre paró en seco y se dio media vuelta para huir.
—¡Alto! —bramó D'Agosta—. ¡Policía!
El hombre se volvió de nuevo hacia D'Agosta. Inexplicablemente, una sonrisa apareció en su rostro.
—¡Un policía! —exclamó con manifiesto cinismo—. ¿Quién lo iba a pensar? ¡Un policía por estos barrios!
Siguió inmóvil donde estaba, la sonrisa fija en sus labios. Tenía el aspecto más extraño que D'Agosta había visto en su vida: la cabeza rapada y pintada de verde; una rala perilla; minúsculas gafas estilo Trotski; una camisa de un material semejante a la arpillera; unas viejas zapatillas rojas de deporte.
—Suelte el cuchillo —ordenó D'Agosta.
—Tranquilo, no pasa nada —dijo el hombre—. Pensaba que era un ladrón.
—He dicho que suelte el puñetero cuchillo.
El hombre dejó de sonreír y tiró el cuchillo al suelo a un par de metros por delante de él.
D'Agosta lo apartó con el pie.
—Ahora dése la vuelta, apoye las manos en la pared y separe las piernas.
—¿Qué es esto? ¿La China comunista? —protestó el hombre.
—Haga lo que le digo.
El hombre obedeció sin dejar de rezongar, y D'Agosta lo cacheó, hallando sólo una cartera. La abrió. En el carnet de conducir constaba como dirección el edificio contiguo.
D'Agosta enfundó la pistola y devolvió al hombre la cartera.
—¿No se da cuenta, señor Kirtsema, de que podría haberle pegado un tiro? —preguntó.
—Eh, yo no sabía que era policía. Pensaba que era un ladrón. —Se apartó de la pared y se sacudió el polvo de las manos—. No sabe cuántas veces me han robado. Ustedes ya ni se molestan en responder. Usted es el primer policía que veo por aquí desde hace meses, y…
D'Agosta le indicó que callase con un gesto y dijo:
—Simplemente vaya con más cuidado. Además, no tiene la menor idea de cómo manejar un cuchillo. Si fuese un ladrón, probablemente usted estaría ya muerto.
El hombre se frotó la nariz y masculló algo ininteligible.
—¿Vive en el edificio de al lado? —preguntó D'Agosta. Le era imposible pasar por alto que el tipo llevaba la cabeza rapada y pintada de verde. Procuraba no mirar.
El hombre asintió.
—¿Cuánto hace que vive aquí?
—Unos tres años. Antes tenía un almacén en el Soho, pero me desahuciaron. Éste es el único sitio que he encontrado donde puedo trabajar tranquilamente.