Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Aquella zona era aún más sórdida, y sin embargo se hallaba a sólo una calle de Broadway y las concurridas panaderías, librerías y tiendas de comida preparada. Brambell pasó ante la hilera de decrépitas casas de piedra, subdivididas ahora en pequeños apartamentos. Un grupo de borrachos inofensivos mataba el tiempo en la otra esquina.
Al llegar a la mitad de la manzana, advirtió de reojo un movimiento en el oscuro hueco de la escalera que bajaba al sótano de un viejo edificio. Apretó el paso. Además, del oscuro hueco subía un nauseabundo olor, muy intenso incluso para Nueva York. Al oír que algo avanzaba rápidamente por la acera tras él, metió la mano de modo instintivo en la cartera en busca del bisturí que siempre llevaba. Al cerrarse sus dedos en torno al frío mango ergonómico del bisturí, apretó los labios. No estaba asustado; lo habían asaltado tres veces, una a punta de pistola y dos amenazándolo con un cuchillo, y sabía exactamente cómo manejar aquellas situaciones. Sacó el bisturí de la cartera y se dio media vuelta, pero no vio nada. Desconcertado, miró alrededor por un momento, hasta que un brazo le rodeó el cuello y lo arrastró a la oscuridad. Supuso —con una objetividad sorprendente en aquellas circunstancias— que era un brazo; tenía que ser un brazo, y sin embargo parecía resbaladizo y muy fuerte. Casi inmediatamente después notó una extraña sensación de presión en la garganta, justo debajo de la nuez. Sí, ciertamente era una sensación muy extraña.
Margo abrió la puerta del Laboratorio de Antropología Forense, ufanándose de encontrar la sala oscura y vacía. Aquélla era la primera vez que llegaba antes que el doctor Brambell. Casi todas las mañanas, al entrar Margo, Brambell se hallaba ya sentado en un taburete tomando un café y la saludaba enarcando sus finas cejas por encima del vaso. Después comentaba que el museo, para preparar el café, en lugar de agua debía de usar formaldehído de segunda mano cedido por el Departamento de Conservación de Animales. Otras mañanas Frock llegaba también antes que ella, y los veía a ambos inclinados sobre una mesa o un informe, enzarzados en una de sus comedidas disputas.
Dejó el bolso en un cajón y, poniéndose la bata, se acercó a la ventana. El sol había asomado ya sobre los edificios de la Quinta Avenida y bañaba en tonos dorados y cobrizos la majestuosa fachada del museo. Bajo la ventana, el parque ya despertaba: madres que llevaban a sus hijos al zoo; gente que trotaba por la larga pista oval que rodeaba el Reservoir. Su mirada se dirigió hacia el sur y se posó en la mole violácea del Castillo de Belvedere. Al ver la oscura parte trasera, donde Nicholas Bitterman había hallado una muerte violenta, sintió un escalofrío. Sabía que su cadáver decapitado sería trasladado al museo esa misma mañana.
Se abrió la puerta y entró el doctor Frock en su silla de ruedas, una enorme silueta en la penumbra del laboratorio. Cuando lo iluminó el sol, Margo se volvió para darle los buenos días, pero al ver su expresión, se quedó inmóvil.
—Doctor Frock, ¿se encuentra bien? —preguntó.
Frock se aproximó lentamente a ella. Por lo general rubicundo, en ese momento estaba pálido y demacrado.
—Tengo que darle una trágica noticia —susurró—. Esta mañana muy temprano he recibido una noticia. Simon Brambell fue asesinado anoche cuando regresaba a casa después de salir del museo.
Margo arrugó el entrecejo y contuvo la respiración.
—¿Simon Brambell? —repitió atónita al cabo de un instante.
Frock se acercó más a ella y le cogió la mano.
—Siento tener que ser yo quien la informe, querida. Ha sido todo tan repentino…
—Pero ¿cómo murió? —preguntó Margo.
—Según parece, lo agredieron en la calle Ochenta y uno —explicó Frock—. Lo degollaron. Aparte de eso… —Extendió las manos, y Margo notó que le temblaban de la emoción.
Era increíble, como un extraño sueño. Margo no podía aceptar que el hombre que había visto frente a la enorme pantalla de proyección la tarde anterior, manejando el puntero electrónico como una espada de samurai, estuviese muerto.
Frock suspiró.
—Aunque quizá no lo sepa, Margo —añadió—, Simon y yo no siempre estábamos de acuerdo. Teníamos nuestras discrepancias profesionales. Pero me inspiraba un profundo respeto. Es una gran pérdida para el Instituto Forense. Y también para nuestro trabajo en este crucial momento.
—Nuestro trabajo —repitió Margo mecánicamente. Tras un silencio, agregó—: Pero ¿quién lo mató?
—No hubo testigos.
Se quedaron los dos quietos por un momento, la mano de Margo entre las de Frock, cálidas y reconfortantes. Luego él se apartó lentamente y dijo:
—Desconozco quién será el sustituto de Simon, si es que envían a alguien. Pero no me cabe duda que él desearía que continuásemos con el mismo espíritu que nos ha impulsado desde el principio. —Rodó hasta la pared del fondo y encendió los focos, inundando de luz el centro del laboratorio—. Siempre he pensado que el trabajo es el mejor antídoto contra el dolor. —Guardó silencio por unos segundos, y luego volvió a suspirar, como si se obligase a seguir—. ¿Le importaría sacar el cadáver A de la cámara frigorífica? Tengo una hipótesis acerca de la posible anomalía genética que causó tales deformidades. A menos que prefiera tomarse el día libre, claro está. —Miró a Margo con expresión interrogante.
—No —contestó ella, reafirmándose en su respuesta con un enérgico gesto de negación.
Frock tenía razón. Brambell habría deseado que continuasen con la investigación. Margo cruzó despacio la sala, se agachó, abrió la puerta de la cámara y tiró de la larga bandeja metálica. El cadáver no identificado había quedado reducido a una serie de bultos irregulares bajo la sábana azul. Lo colocó sobre una mesa móvil y lo situó bajo los focos.
Frock retiró la sábana con cuidado y acometió la ardua tarea de medir los huesos del carpo del esqueleto deforme con un calibrador. Sumida en una extraña sensación de irrealidad, Margo examinó otro juego de resonancias magnéticas. El laboratorio quedó durante largo rato en silencio.
—¿Sabe a qué nueva pista se refería ayer Simon? —dijo Frock por fin.
—¿Cómo? —preguntó Margo, alzando la vista—. ¡Ah, no! No me comentó nada. Me sorprendió tanto como a usted.
—Es una lástima. Que yo sepa, no dejó ninguna nota al respecto. —Frock hizo una pausa. Finalmente añadió en voz baja—: Esto es un grave contratiempo, Margo. Puede que nunca averigüemos qué descubrió.
—Nadie hace sus planes pensando que va a morir al día siguiente.
Frock negó con la cabeza.
—Simon era como la mayoría de los forenses que he conocido. Los casos apasionantes y con amplia repercusión pública como éste son poco frecuentes, y cuando se tropiezan con uno… en fin, no siempre son capaces de resistirse a la teatralidad. —De pronto consultó su reloj—. ¡Vaya! Me olvidaba de que me esperan en Osteología. Margo, ¿le importaría dejar eso y sustituirme aquí un rato? No sé si se debe a la trágica noticia, o si llevo ya demasiado tiempo con la vista fija en estos huesos; pero quizá sería conveniente que otro par de ojos siguiesen con el trabajo.
—No, en absoluto —respondió Margo—. ¿Qué busca exactamente?
—Ojalá lo supiera. Estoy casi seguro de que esta persona tenía una enfermedad congénita. Quiero cuantificar los cambios morfológicos para ver si ha existido una alteración genética. Por desgracia, eso exige medir casi todos los huesos del cuerpo. He pensado en empezar por la muñeca y los dedos, ya que, como sabe, son las zonas más sensibles a las alteraciones genéticas.
Margo observó los restos extendidos sobre la mesa de reconocimiento.
—Pero eso podría representar días —dijo.
Frock hizo un gesto de exasperación.
—De sobra lo sé, querida.
Agarró los aros de la silla de ruedas y se impulsó con fuerza hacia la puerta.
Margo, hastiada, empezó a medir cada hueso con el calibrador electrónico e introducir las medidas en el ordenador. Incluso los huesos más pequeños requerían una docena de mediciones, y pronto la larga columna de cifras comenzó a desaparecer en la parte superior de la pantalla a medida que tecleaba nuevos datos. Procuró no impacientarse con aquel tedioso trabajo y el sepulcral silencio del laboratorio. Si Frock estaba en lo cierto y la deformación era congénita, la búsqueda para identificar el cadáver se restringiría notablemente. Y a esas alturas cualquier pista era útil, pues los esqueletos del Laboratorio de Antropología Física no habían aportado indicio alguno. Mientras trabajaba, se preguntó qué habría opinado Brambell de aquello. Pero el recuerdo de Brambell la inquietaba demasiado. Pensar que lo habían atacado y asesinado… Movió la cabeza en un gesto de negación, obligándose a concentrarse en otras cosas.
El súbito sonido del teléfono la sobresaltó, impidiéndole completar una medición especialmente complicada. Volvió a sonar —dos zumbidos cortos—, y se dio cuenta de que era una llamada exterior. Probablemente era D'Agosta, por algo relacionado con el doctor Brambell.
Descolgó.
—Antropología Forense.
—¿Puedo hablar con el doctor Brambell? —preguntó una voz apresurada y juvenil.
—¿El doctor Brambell? —repitió Margo. Su mente se aceleró. ¿Y si era un pariente? ¿Qué podía decirle?
—¿Me oye? —dijo la voz.
—Sí, sí —contestó Margo—. El doctor Brambell no está. ¿Puedo ayudarle en algo?
—No estoy seguro. Se trata de un asunto confidencial. ¿Con quién hablo?
—Soy la doctora Green. Colaboro con él.
—¡Ah! En ese caso, no hay problema. Soy el doctor Cavalieri, del St. Luke's Hospital Center de Baltimore. He identificado al paciente que buscaba el doctor Brambell.
—¿El paciente?
—Sí, el que sufría una espondilolistesis. —Margo oyó ruido de papel al otro lado de la línea—. Las radiografías que me envió son realmente extrañas. En un primer momento pensé que era una broma o algo así. Casi se me pasó por alto.
Margo buscó alrededor un bloc y un lápiz.
—Mejor será que empiece desde el principio.
—Está bien —dijo la voz—. Soy un cirujano ortopédico de Baltimore. Sólo otros dos especialistas y yo nos dedicamos a la cirugía correctiva de la espondilolistesis. Y el doctor Brambell lo sabía, como es lógico.
—¿Espondilolistesis?
Se produjo un silencio.
—¿No es usted médica? —preguntó Cavalieri con repentino tono de desaprobación.
Margo respiró hondo.
—Doctor Cavalieri, mejor será que lo ponga al corriente. El doctor Brambell… en fin, murió anoche. Yo soy bióloga evolutiva y colaboraba con él en el análisis de los restos de varias víctimas de homicidio. Puesto que el doctor Brambell no está ya con nosotros, necesito que me informe de todo.
—¿Murió anoche? ¡Pero si ayer mismo hablé con él!
—Ha sido algo imprevisto —respondió Margo. No deseaba entrar en detalles.
—¡Es una tragedia! El doctor Brambell era muy conocido en todo el país, y ya no digamos en el Reino Unido… —La voz decayó gradualmente.
Margo, sosteniendo el auricular silencioso junto al oído, pensó de nuevo en la última vez que vio al forense, en el escenario de la Sala Linneo, sus labios enarcados en una maliciosa sonrisa, sus ojos brillando tras las gafas de concha.
Un suspiro al otro lado de la línea la arrancó de sus recuerdos.
—Una espondilolistesis es una fractura con deslizamiento de las vértebras lumbares —explicó Cavalieri—. La corregimos fijando una placa metálica a la espina dorsal mediante tornillos. Al apretar los tornillos, la presión ejercida sobre la placa devuelve las vértebras fracturadas a su posición normal.
—No acabo de ver la relación con nuestro caso —dijo Margo.
—¿Recuerda los cuatro triángulos blancos visibles en las radiografías que me envió el doctor Brambell? Eso son las sujeciones para los tornillos de la placa. Ese paciente había sido sometido a una operación de espondilolistesis. Es un procedimiento que utilizan muy pocos cirujanos, y por tanto resulta fácil seguirle el rastro.
—Entiendo.
—Me consta que esas radiografías son de uno de mis pacientes por una buena razón —prosiguió Cavalieri—. No cabe duda de que esos tornillos en particular fueron fabricados por Steel-Med Products, una empresa de Mineápolis que quebró en 1989. Realicé más de treinta operaciones con tornillos de Steel-Med. Empleaba una técnica especial que yo mismo había creado, consistente en fijar los tornillos al proceso transverso de la segunda lumbar. Daba un resultado excelente, de hecho. Si desea más información, encontrará un artículo sobre el tema en el número de otoño de 1987 del
Journal of American Orthopedics.
Sujetaba mejor el hueso y requería menos fusión ósea. Sólo aplicábamos esa técnica yo y otros dos cirujanos de este centro que trabajaban bajo mi supervisión. Naturalmente, empezó a considerarse obsoleta cuando se desarrolló el procedimiento de Steinmann. Así que, en definitiva, prácticamente sólo la empleé yo.
Margo percibía el orgullo en su voz.
—Pero ahí está el misterio —continuó el doctor Cavalieri—: ningún cirujano que yo conozca retiraría la placa correctora de esta clase de espondilolistesis. Sencillamente no se hace. Sin embargo estas radiografías demuestran con toda claridad que alguien, sabe Dios por qué, ha quitado la placa metálica y los tornillos a mi paciente, dejando sólo las sujeciones. Las sujeciones, claro está, no pueden extraerse; van incrustadas en el hueso. Pero el motivo por el que le fue retirada la placa a este individuo… —Su voz se desvaneció.
Margo tomaba nota apresuradamente.
—Siga.
—Como le he dicho, nada más ver las radiografías supe que era uno de mis pacientes. No obstante, me asombró el estado del esqueleto, ese
caos
de excrecencias óseas. Me consta que nunca he intervenido a nadie en esas condiciones.
—¿Las excrecencias, por tanto, se produjeron después?
—Sin duda. De todos modos revisé mi archivo de historiales médicos y, basándome en las radiografías, conseguí identificar al paciente. Lo operé la mañana del 2 de octubre de 1988.
—¿Y cómo se llamaba? —preguntó Margo con el lápiz a punto. De reojo vio que Frock había vuelto al laboratorio y se acercaba a ella, escuchando atentamente.
—Tengo el nombre anotado por aquí—dijo el doctor Cavalieri, y Margo oyó de nuevo ruido de papeles—. Por supuesto, le enviaré por fax todo el material correspondiente, pero supongo que necesita saber ya… Sí, aquí está. El paciente se llamaba Gregory S. Kawakita.