Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—¡Quiero ver al teniente! —gritó el mendigo con voz aflautada—. Tengo una información. Exijo…
—Amigo —lo interrumpió un agente con expresión de asco, agarrándolo por la mugrienta chaqueta—, si tiene algo que decir, dígamelo a mí, ¿entendido? El teniente está ocupado.
—¡Ahí lo tiene! —El hombre señaló a D'Agosta con un dedo tembloroso—. ¿Lo ve? No está ocupado. Usted, quíteme las manos de encima o presentaré una queja, ¿me oye? Llamaré a mi abogado.
D'Agosta se retiró a su despacho, cerró la puerta y siguió estudiando el plano. El griterío continuó, los penetrantes aullidos del mendigo especialmente molestos, interrumpidos de cuando en cuando por la voz cada vez más airada de Hayward. Aquél se resistía a marcharse.
De pronto la puerta del despacho se abrió de par en par, y el mendigo entró a trompicones, seguido de cerca por Hayward, ya furiosa. El hombre se resguardó en un rincón, aferrándose a la bolsa de basura en actitud protectora.
—¡Tiene que escucharme, teniente! —gritó.
—Es escurridizo, el hijo de puta —dijo Hayward con respiración entrecortada, limpiándose las manos en los delgados muslos—. Escurridizo, literalmente.
D'Agosta lanzó un suspiro de hastío.
—No se preocupe, sargento —respondió D'Agosta. Volviéndose hacia el mendigo, dijo—: De acuerdo. Le concedo cinco minutos. —Señaló la bolsa de basura, cuyo pestilente olor le llegaba ya al olfato—. Pero deje eso afuera.
—Me lo robarán —adujo el hombre con voz ronca.
—Esto es la jefatura de policía —replicó D'Agosta—. Nadie va a robarle esa mierda.
—No es mierda —protestó el mendigo, pero accedió a entregar la grasienta bolsa a Hayward, que rápidamente la sacó del despacho, volvió a entrar y cerró la puerta para librarse del hedor.
De repente el comportamiento del mendigo cambió radicalmente. Se acercó con toda tranquilidad al escritorio y se sentó en una de las butacas, cruzando las piernas y actuando como si estuviese en su despacho. El mal olor era aún más intenso. Recordó a D'Agosta, vaga e inquietantemente, el tufo del túnel del ferrocarril.
—Espero que esté cómodo —dijo D'Agosta, situando el cigarro estratégicamente ante su nariz—. Ya sólo le quedan cuatro minutos.
—Pues la verdad, Vincent —respondió el mendigo—, es que estoy todo lo cómodo que puede estarse en mi actual estado.
D'Agosta, atónito, bajó lentamente hasta el escritorio la mano que sostenía el cigarro.
—Lamento comprobar que todavía fuma. —El mendigo observó el cigarro—. Veo, no obstante, que su gusto en materia de tabaco ha mejorado. Antes, si no recuerdo mal, fumaba cigarros con relleno de la República Dominicana y hoja de Connecticut como envoltura. Si es inevitable que fume, ese churchill que tiene en la mano es un notable avance respecto a aquel esparto que antes consumía.
D'Agosta seguía mudo. Conocía aquella voz, aquel cadencioso dejo sureño. Simplemente no lo relacionaba con el vagabundo mugriento y apestoso que tenía sentado enfrente.
—¿Pendergast? —susurró por fin.
El mendigo asintió con la cabeza.
—¿Qué…?
—Espero que perdone mi histriónica aparición —lo interrumpió Pendergast—. Sólo quería probar si el disfraz resultaba convincente.
—Ah —dijo D'Agosta.
Hayward se acercó y observó a D'Agosta. Por primera vez parecía desconcertada.
—¿Teniente…?
D'Agosta respiró hondo y, señalando la andrajosa figura sentada en la butaca con las manos sobre el regazo y las piernas cuidadosamente cruzadas, dijo:
—Sargento, le presento a Pendergast, agente especial del FBI.
Hayward apartó la vista de D'Agosta y contempló al mendigo.
—Gilipolleces —se limitó a decir.
Pendergast rió con ganas. Se acodó en los brazos de la butaca, formó un triángulo con las manos, apoyó el mentón en las yemas de los dedos y miró a Hayward.
—Encantado de conocerla, sargento —saludó—. Le daría la mano, pero…
—No se moleste —se apresuró a contestar Hayward, todavía con un asomo de recelo en el rostro.
De pronto D'Agosta se acercó a su visita y le estrechó las manos finas y sucias.
—¡Santo cielo, Pendergast, me alegro de verlo! Me preguntaba dónde demonios se habría metido. Oí decir que había rechazado el puesto de director de la oficina de Nueva York, pero no lo veía desde…
—Desde los asesinatos del museo, como suele llamárselos —apuntó Pendergast, moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento—. Según parece, vuelven a ser noticia de primera plana.
D'Agosta volvió a sentarse y asintió con expresión ceñuda.
Pendergast echó un vistazo al plano.
—Tiene un grave problema entre manos, Vincent. Una serie de brutales asesinatos en la superficie y bajo tierra, la élite de la ciudad aterrorizada, y ahora rumores del retorno de Mbwun.
—No se hace usted idea, Pendergast.
—Perdone que lo contradiga, pero me hago una clarísima idea. De hecho, he venido por si desea ayuda.
El rostro de D'Agosta se iluminó, pero de inmediato el optimismo dio paso a la cautela.
—¿En misión oficial? —preguntó.
Pendergast sonrió.
—Semioficial. Lamentablemente no he conseguido más que eso. Ahora, más o menos, puedo permitirme elegir mis asignaciones temporales. En este último año he trabajado en proyectos técnicos que podemos dejar para otro momento. Y digamos que he recibido autorización para colaborar en este caso con el Departamento de Policía de Nueva York. Lógicamente, debo mantener lo que con tanta delicadeza llamamos «anonimato». Por ahora no hay pruebas de que se haya cometido un delito federal. —Hizo un ademán de resignación—. Mi problema es, sencillamente, que no puedo quedarme al margen de un caso interesante. Un hábito molesto, pero difícil de abandonar.
D'Agosta lo observó con curiosidad.
—¿Por qué, pues, no nos hemos visto en casi dos años? Nueva York, diría yo, ofrece muchos casos interesantes.
—No para mí —contestó Pendergast, inclinando la cabeza.
—Ésta —dijo D'Agosta, volviéndose hacia Hayward— es la primera buena noticia que tenemos desde que empezó la investigación.
Pendergast miró a Hayward y después nuevamente a D'Agosta, sus claros ojos azules en marcado contraste con su piel sucia.
—Me halaga usted, Vincent. Pero pongámonos manos a la obra. Dado que, por lo visto, mi disfraz los ha convencido a los dos, deseo ponerlo a prueba bajo tierra cuanto antes. Si me ponen al corriente de todo, claro está.
—Así pues, ¿coincide con nosotros en que el asesinato de Pamela Wisher y los asesinatos de mendigos están relacionados? —preguntó Hayward, todavía un poco recelosa.
—Coincido plenamente, sargento… ¿Hayward, se llama? —dijo Pendergast. De inmediato irguió notablemente la espalda—. No será Laura Hayward, ¿verdad?
—¿Por qué lo dice? —repuso Hayward con repentina cautela.
Pendergast volvió a relajarse en la butaca.
—Excelente —murmuró—. Permítame felicitarla por su artículo en el último número del
Journal of Abnormal Sociology.
Ofrece una reveladora visión de la jerarquía entre la gente sin hogar que habita en los subterráneos.
Por primera vez desde que D'Agosta la conocía, Hayward mostró manifiesto malestar. Poco acostumbrada a los cumplidos, se sonrojó y desvió la mirada.
—¿Sargento? —dijo D'Agosta, instándola a explicarse.
—Estoy preparando el doctorado en la Universidad de Nueva York —contestó, mirando aún en otra dirección. De repente se volvió hacia D'Agosta con expresión severa, como si lo desafiase a burlarse de ella—. En mi tesis, estudio la estructura de castas en la sociedad subterránea.
—Estupendo —alabó D'Agosta, sorprendido de la actitud defensiva de Hayward pero a la vez notándose a sí mismo un poco a la defensiva. «¿Por qué no me lo ha dicho? —pensó—. ¿Acaso cree que soy idiota?»
—Pero ¿por qué lo publicó en una revista apenas conocida? —continuó Pendergast— La elección obvia habría sido el
Law Enforcement Bulletin,
la publicación oficial de la policía.
Ya recobrado su habitual aplomo, Hayward rió entre dientes.
—¿Está de broma? —dijo.
De pronto D'Agosta comprendió. Ser una mujer menuda y atractiva en la brigada de desalojo de mendigos, compuesta principalmente de hombretones toscos y agresivos, era de por sí bastante difícil; pero estar, además, preparando una tesis doctoral sobre la misma gente que tenía que hostigar… Movió la cabeza en un gesto de negación, imaginando las despiadadas mofas de que habría sido objeto por parte de los otros agentes.
—Ah, ya entiendo —dijo Pendergast—. Bien, en cualquier caso, es un placer conocerla. Pero pongámonos en movimiento. Necesitaré los análisis de los lugares donde se ha encontrado a los cadáveres. Cuanto más sepamos sobre el asesino no identificado, antes daremos con él. O ellos. No es un violador, ¿verdad?
—Verdad.
—Quizá sea un fetichista. Según parece, le o les gusta llevarse algún recuerdo de las víctimas. Habrá que consultar los archivos y localizar a cualquier individuo con antecedentes por asesinatos en serie o tendencias homicidas. Por otro lado, quizá podría pedirse a Proceso de Datos que establezcan correlaciones entre los datos conocidos de todas las víctimas. Y después podría hacerse lo mismo con todos los desaparecidos. Deberíamos buscar cualquier aspecto en común, por sutil que sea.
—Me ocuparé de ello —respondió Hayward.
—Excelente. —Pendergast se puso en pie y se acercó al escritorio—. Y ahora si es posible echar un vistazo a los informes…
—Siéntese, por favor —se apresuró a decir D'Agosta, arrugando la nariz—. Su disfraz es demasiado convincente. No sé si me entiende.
—Sí, claro —contestó Pendergast sin darle importancia—. Convincente en extremo. Sargento Hayward, ¿sería tan amable de acercarme esos papeles?
Margo tomó asiento en una de las butacas de la inmensa Sala Linneo, situada en el corazón mismo de la parte más antigua del Museo de Historia Natural, y miró alrededor con curiosidad. Era un elegante espacio cuya construcción databa del año 1882. Un alto techo abovedado se elevaba sobre las paredes forradas de oscura madera de roble. En la base de la cúpula, un intrincado friso representaba la evolución en toda su grandeza, empezando por animales bellamente labrados y terminando con la colosal figura del hombre.
Contempló la imagen del hombre, con levita, chistera y bastón. Era un magnífico monumento a la inicial concepción darwiniana de la evolución: el uniforme avance de lo simple a lo complejo, con el hombre como brillante culminación. Margo sabía que las modernas ideas a ese respecto eran muy distintas. Estaba demostrándose que la evolución era algo mucho más azaroso e incoherente, plagado de vías muertas y sorprendentes cambios de dirección. El doctor Frock, en el pasillo junto a Margo en su silla de ruedas, había contribuido de manera decisiva a forjar ese nuevo punto de vista con su teoría de la evolución fractal. En la actualidad, los biólogos evolucionistas no consideraban ya al hombre la apoteosis de la evolución, sino meramente el punto muerto de una rama secundaria de un subgrupo más amplio y menos evolucionado de los mamíferos. Y la propia palabra «Hombre», pensó Margo con una sonrisa, había caído en desgracia, lo cual era sin duda un paso adelante.
Volvió la cabeza y, alargando el cuello, echó un vistazo a la estrecha cabina de proyección instalada a gran altura en la pared del fondo. La antigua y regia sala había sido transformada en un moderno auditorio, provisto de pizarras mecánicas ocultas, pantallas de cine replegables y lo último en equipo informático multimedia.
Por enésima vez aquel día, se preguntó quién habría filtrado la noticia sobre la intervención del museo. Quienquiera que fuese obviamente no lo sabía todo —no se habían mencionado las grotescas deformidades del segundo esqueleto—, pero sí suficiente. Sin embargo el alivio de no tener que interceder por Smithback se veía empañado por lo que habían revelado los análisis de las marcas dentales encontradas en los esqueletos. Esperaba con inquietud la llegada del cadáver de Bitterman, temiendo casi lo que la autopsia tal vez corroborase.
Oyó un suave zumbido en la parte delantera y miró de nuevo al frente. El proscenio y los bastidores retrocedían a la vez que una enorme pantalla descendía hacia el suelo.
En la sala, con un aforo de dos mil localidades, había exactamente siete tensas personas.
Junto a Margo, Frock tarareaba un pasaje de una ópera de Wagner, tamborileando con sus gruesos dedos en los brazos gastados de la silla de ruedas. Pese a su rostro inexpresivo, Margo sabía que estaba furioso. Por una cuestión protocolaria Brambell, el forense jefe, expondría los resultados de la investigación, pero evidentemente Frock no estaba muy de acuerdo. Margo veía varias filas más adelante al teniente D'Agosta, sentado en compañía de dos aburridos inspectores de Homicidios y un corpulento capitán con el uniforme arrugado.
Segundos después se apagaron las luces de la sala, y Margo sólo distinguía ya la calva y el rostro estrecho y huesudo de Brambell, alumbrados desde abajo por la lámpara del atril. En una mano sujetaba una especie de extraño estoque de plástico que servía simultáneamente de mando a distancia del proyector de diapositivas y de puntero luminoso. Ciertamente ofrecía un aspecto cadavérico, pensó Margo; Boris Karloff en bata blanca.
—Empezaremos por las pruebas, si les parece —anunció Brambell, surgiendo su aguda y alegre voz atronadoramente por los numerosos altavoces dispuestos a ambos lados de la sala.
A su lado, Margo notó tensarse a Frock a causa de la indignación.
Una gran ampliación de un hueso apareció en la pantalla, bañando la sala y a sus ocupantes de una luz gris y espectral.
—Aquí tienen la fotografía de la tercera vértebra cervical de Pamela Wisher. Se ve con toda claridad la forma de la dentadura. —Mostró la segunda diapositiva—. En esta otra hemos aumentado doscientas veces la marca de uno de esos dientes. Y aquí vemos una imagen transversal. Como pueden apreciar, es sin duda el diente de un mamífero.
La siguiente serie de diapositivas presentaba los resultados de las pruebas de laboratorio realizadas con diversos huesos de los dos cadáveres, registrándose las presiones por centímetro cuadrado necesarias para obtener marcas de profundidades variables.
—Identificamos veintiuna marcas dentales claras en los huesos de las víctimas, ya fuesen incisiones o arañazos —prosiguió Brambell—. Se observan asimismo algunas marcas producidas por un objeto de punta roma, demasiado regulares para ser de dientes pero demasiado desiguales para ser de un cuchillo bien acabado. Son como las que dejaría, quizá, un hacha primitiva o un cuchillo de piedra. Se encuentran principalmente en las vértebras cervicales, lo cual indica tal vez el modo de decapitación. En todo caso, la presión necesaria para causar las marcas dentales —explicó Brambell, señalando los resultados con el puntero electrónico— oscila entre treinta y cinco y sesenta y cinco kilogramos por centímetro cuadrado; es decir, una presión bastante inferior a nuestra estimación inicial de ochenta y cinco kilogramos por centímetro cuadrado.