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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (40 page)

BOOK: El relicario
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«Ojalá yo tuviese un vicio que me proporcionase la mitad del placer que ése», pensó Margo, observando despreocupadamente a D'Agosta.

—He considerado la posibilidad de una fuente alternativa de suministro —proseguía Pendergast—. Durante mi expedición permanecí atento a cualquier indicio de un jardín subterráneo. Pero no lo encontré. Una plantación así requiere agua quieta y aire libre. No se me ocurre dónde podrían ocultarla bajo tierra.

Acodándose en el alféizar de la ventana, D'Agosta lanzó otra bocanada de humo azul.

—Fíjense qué caos —comentó, señalando hacia el sur con el mentón—. A Horlocker va a darle una ataque cuando vea eso.

Margo se aproximó a la ventana y recorrió con la mirada el exuberante manto verde del Central Park, umbrío y misterioso bajo los rayos rosados del sol poniente. A su derecha, en Central Park South, oyó el sonido lejano de innumerables bocinas. Una gran muchedumbre de manifestantes llegaba en esos momentos a Grand Army Plaza, moviéndose con el lento fluir de la melaza.

—Eso sí es una manifestación —dijo.

—¡Que si lo es! —repuso D'Agosta—. Y además esa gente vota.

—Espero que el coche que llevaba al doctor Frock no se haya quedado atrapado en el atasco —susurró Margo—. No soporta las multitudes.

Dejó vagar la mirada en dirección norte, más allá de la Sheep Meadow y la fuente de Bethesda, y contempló el plácido óvalo formado por el Reservoir. A media noche, aquella tranquila masa de agua vertería medio millón de metros cúbicos de muerte en los niveles más profundos de Manhattan. De pronto la asaltaron los remordimientos al pensar en los rugosos que serían arrastrados por la crecida. Pero de inmediato volvieron a su memoria las jaulas de ratones ensangrentadas, la súbita ferocidad de los
B. meresgerii.
Aquélla era una droga siniestra, una droga que multiplicaba por mil la agresividad natural con que la evolución había dotado a casi todos los seres vivos. Y Kawakita, él mismo infectado, creía que el proceso era irreversible…

—Me alegro de no estar ahí abajo —masculló D'Agosta, fumando pensativamente.

Margo movió la cabeza en un gesto de asentimiento. De reojo veía a Pendergast pasearse por el despacho, cogiendo objetos y dejándolos de nuevo en su sitio.

Cuando mañana vuelva a salir el sol, pensó Margo, el volumen del Reservoir se habrá reducido en medio millón de metros cúbicos. Su mirada se posó en la superficie del agua, donde se reflejaban los últimos rayos de sol en tonos anaranjados, rojizos y verdes. Era una bella vista, su callada calma en contraste con el alboroto de los manifestantes y los bocinazos de los desesperados conductores a veinte manzanas de allí.

De pronto Margo frunció el entrecejo. Nunca había visto reflejos verdes a la puesta del sol.

Estirándose hacia adelante, observó con atención la superficie del agua, que la sombra empezaba a cubrir rápidamente. En el menguante resplandor, vio con claridad opacas manchas verdes en el agua. Una sospecha extraña y horrible cobró forma en su mente de manera espontánea. «Agua quieta y aire libre», había dicho Pendergast.

Es imposible, pensó Margo. Alguien se habría dado cuenta. ¿O quizá no?

Se dio media vuelta y miró a Pendergast. El agente del FBI advirtió su expresión y se detuvo al instante.

—¿Margo? —preguntó, enarcando una ceja.

Margo, en silencio, se volvió de nuevo hacia la ventana. Pendergast siguió su mirada, contempló por un momento el Reservoir, y su cuerpo se tensó. Cuando miró de nuevo a Margo, ella notó en sus ojos la misma sospecha.

—Mejor será que echemos un vistazo —susurró Pendergast.

El Reservoir del Central Park estaba separado de la pista para footing que lo rodeaba por una alta valla de tela metálica. D'Agosta agarró la base de la valla y dio un violento tirón hacia arriba, dejando un hueco para pasar. Seguida de cerca por Pendergast y D'Agosta, Margo corrió por el camino de grava hasta la orilla. Allí se metió en el agua y vadeó hasta un grupo de extrañas plantas acuáticas, aterrorizada por una sensación de familiaridad. Arrancó la más cercana y la levantó, observando sus raíces carnosas y chorreantes.


Liliceae mbwunensis
—dijo—. Están cultivándola en el Reservoir. Así planeaba Kawakita resolver el problema del suministro. Los acuarios eran limitados. De manera que no sólo manipuló genéticamente la droga, sino que además híbrido la planta para adaptarla a un clima templado.

—He ahí su fuente alternativa —comentó D'Agosta, todavía con el cigarro en la boca.

Vadeando hasta Margo, Pendergast hundió las manos en el agua, arrancó varias plantas y las examinó en la escasa luz del crepúsculo. Varias personas que trotaban en torno al Reservoir interrumpieron su robótica carrera y contemplaron boquiabiertos la inusitada escena: una joven con bata de laboratorio, un hombre corpulento con un cigarro en los labios que resplandecía como una tea y un hombre alto de clarísimo cabello rubio con un traje negro a medida metidos hasta el pecho en el depósito de suministro de agua de Manhattan.

Pendergast alzó una de las plantas y vio que de su tallo pendía una gran vaina pardusca. La vaina estaba enroscada y abierta.

—Están granando —murmuró—. Desaguando el Reservoir, simplemente se verterá la planta y su mortífero contenido en el río Hudson… y en el mar.

Se produjo un silencio, roto sólo por los lejanos bocinazos.

—Pero esta planta no crece en agua salada —prosiguió Pendergast—. ¿Verdad, doctora Green?

—No, claro que no. La salinidad… —Una espantosa idea se abrió paso hasta la conciencia de Margo—. ¡Dios santo, qué estúpida he sido!

Pendergast se volvió hacia ella con las cejas enarcadas.

—La salinidad —repitió Margo.

—No la entiendo —dijo Pendergast.

—El único organismo unicelular afectado por el virus fue el
B. meresgerii
—continuó Margo lentamente—. Existe una diferencia entre el
B. meresgerii
y los otros organismos en que probamos la droga. En las cápsulas de Petri que contenían el
B. meresgerii
empleamos un medio de cultivo salino. El
B. meresgerii
es un organismo marino. Vive en un entorno salino.

—¿Y? —preguntó D'Agosta.

—Es un método habitual para activar un virus. Basta con añadir al medio de cultivo una pequeña cantidad de solución salina. En el agua fría y dulce del Reservoir, la planta permanece aletargada, pero cuando esas semillas lleguen al mar, el agua salina activará el virus. Y propagará la droga por el ecosistema.

—En el Hudson, la corriente de marea llega más arriba de Manhattan —añadió Pendergast.

Margo soltó la planta y retrocedió.

—Ya hemos visto el efecto que tenía la droga en un solo organismo microscópico. Si se propaga por el mar, sabe Dios cuál será el resultado final. La ecología marina podría alterarse radicalmente. Y la cadena alimentaria depende de los mares.

—Un momento —intervino D'Agosta—. El mar es muy grande.

—El mar distribuye las semillas de muchas plantas de agua dulce y plantas terrestres —dijo Margo—. ¿Quién sabe qué plantas y animales colonizará el virus? Y en realidad poco importará si la planta se propaga por el mar, o si las semillas consiguen llegar a los estuarios y las marismas.

Pendergast salió del agua y se echó al hombro la planta, manchándose la espalda con las nudosas raíces.

—Nos quedan tres horas —anunció.

TERCERA PARTE

La cabaña de cráneos

Puede resultar ilustrativo contemplar los diversos estratos de la sociedad subterránea de Nueva York del mismo modo que contemplaríamos una sección transversal geológica, o una cadena alimentaria que muestra el desarrollo desde el depredador hasta la presa. Ocupan el lugar más alto de la cadena quienes habitan en el nebuloso mundo situado entre los subterráneos y la superficie, individuos que de día acuden a los comedores de beneficencia, las oficinas de protección social, o incluso a sus puestos de trabajo, y de noche regresan a los túneles a beber o dormir. Luego están las personas que carecen de hogar de manera permanente, habitual o patológica, quienes simplemente prefieren la inmundicia cálida y oscura de los subterráneos a la inmundicia claramente visible y a menudo fría de las calles. Debajo de ellos —con frecuencia literalmente debajo— se encuentran los delincuentes y adictos a diversas sustancias, quienes utilizan los túneles del metro y el ferrocarril como refugio o escondite. En el punto más bajo de esta sección transversal están aquellos espíritus disfuncionales para quienes la vida normal de la superficie resulta demasiado compleja o dolorosa; rehúyen los albergues de beneficencia y escapan a lugares oscuros que les pertenecen sólo a ellos. Y por supuesto existen otros grupos más difíciles de clasificar que viven al margen de estos estratos básicos de la sociedad subterránea: depredadores, asesinos empedernidos, visionarios, locos. Esta última categoría comprende una proporción creciente de personas sin hogar, debido principalmente al cierre por orden judicial de muchas instituciones psiquiátricas estatales en los últimos años.

Todos los seres humanos tienden a organizarse en comunidades, buscando así protección, defensa e interacción social. La gente sin hogar—inclusive los «topos» más alienados de los niveles más profundos— no es una excepción. Aquellos que han elegido vivir bajo tierra en perpetua oscuridad forman también sus sociedades y comunidades. Naturalmente, el término «sociedad» en sí mismo se presta a confusión cuando lo aplicamos a la población subterránea. La sociedad implica regularidad y orden; la vida subterránea es, por definición, desordenada y entrópica. Alianzas, grupos y comunidades se constituyen y disuelven con la fluidez del mercurio. En un lugar donde la vida es corta, a menudo brutal y siempre carente de luz natural, las ceremonias y sutilezas de la sociedad civilizada pueden desvanecerse como cenizas barridas por la menor ráfaga de viento.

L. HAYWARD

Casta y sociedad bajo Manhattan

(de próxima aparición)

46

Hayward mantenía la vista fija al frente, atenta a los reflejos de las lámparas en el techo bajo y las húmedas paredes del túnel abandonado, semejantes a los destellos de luces de emergencia. El aparatoso escudo antidisturbios de plexiglás le pesaba en el hombro. A su derecha percibía la presencia alerta y serena de Carlin en la oscuridad. Al parecer, conocía bien su trabajo. Sabía que bajo tierra no había peor actitud que la fanfarronería. A los topos no les gustaba que se entrometieran en sus vidas, y si algo los encolerizaba más que la visión de un policía, era la visión de muchos policías en tareas de desalojo.

Al frente, donde estaba Miller, se oían continuas risas y bravatas. La patrulla cinco ya había desalojado a dos grupos de mendigos de los niveles superiores, topos periféricos que habían huido aterrorizados hacia la superficie ante la falange de treinta policías. Aquello había servido para enfervorizar más aún a la patrulla. Hayward movió la cabeza en un gesto de disgusto. Aún no habían encontrado a los topos más radicales. Y era raro. Deberían haber visto ya más mendigos en los túneles del metro situados bajo Columbus Circle. Hayward había advertido restos de fogatas aún humeantes. Eso quería decir que los topos se habían escondido. Lo cual no era de extrañar, considerando el alboroto que estaban organizando.

La patrulla siguió adelante, deteniéndose de vez en cuando para que pequeños destacamentos explorasen nichos y pasadizos laterales. Hayward veía regresar a los agentes con las manos vacías, pavoneándose, dando puntapiés a la basura, los escudos antidisturbios a un lado. En el aire flotaban vapores de amoníaco. Pese a que habían descendido ya a una profundidad donde normalmente no llegaban las partidas de desalojo, el ambiente de excursión aún no había desaparecido y nadie se quejaba. Espera a que empiecen a respirar hondo, pensó Hayward.

El túnel se cortó de pronto, y la patrulla, en fila de a uno, descendió por una escalera metálica al siguiente nivel. Por lo visto, nadie sabía dónde estaba el tal Mephisto ni cuántos mendigos formaban la comunidad Ruta 666, el principal objetivo de la patrulla. Pero a nadie parecía preocuparle. «Ya saldrá de su madriguera —había dicho Miller—. Si no lo encontramos nosotros, lo encontrará el gas.»

Mientras bajaba tras el bullicioso grupo, Hayward tenía la sensación de estar hundiéndose en agua fétida y caliente. La escalera salía a un túnel inacabado. En lo alto de las paredes toscamente labradas corrían tuberías de agua viejas y húmedas. Delante de ellos, las risas dieron paso a cuchicheos y gruñidos.

—Cuidado dónde pisa —advirtió Hayward, enfocando el suelo del túnel, salpicado de estrechos orificios de taladro.

—No me gustaría meter el pie en uno de esos —comentó Carlin, su enorme cabeza mayor aún por el casco que llevaba puesto. Empujó un guijarro con el pie hasta el agujero más cercano y escuchó con atención. Al cabo de unos segundos se oyó el eco de un golpeteo lejano—. Debe de haber caído más de treinta metros. Y por el sonido, parece que abajo también está hueco.

—Fíjese —susurró Hayward, dirigiendo el haz de la lámpara a las tuberías de madera podrida.

—Tienen cien años por lo menos —dijo Carlin—. Creo…

Hayward le apoyó una mano en el brazo para hacerlo callar. En la total oscuridad del túnel se oía un tenue tamborileo.

Un apagado rumor de voces llegó de la cabeza de la patrulla. Aguzando el oído, Hayward notó que el tamborileo se aceleraba e instantes después volvía a perder ritmo, siguiendo una cadencia secreta.

—¿Quién va ahí? —preguntó Miller a voz en grito.

Al suave sonido se unió otro tamborileo, éste más grave, y luego otro, hasta que una infernal sinfonía de ruido pareció inundar el túnel.

—¿Qué demonios es eso? —dijo Miller. Sacó su arma y apuntó en la dirección que enfocaba su lámpara—. ¡Policía! ¡Salgan inmediatamente!

En respuesta, como burlándose de él, resonó el tamborileo entre las paredes del túnel, pero nadie se dejó ver.

—Jones y McMahon, adelántense unos cien metros con su grupo —ordenó Miller—. Stanislaw y Fredericks, vayan a inspeccionar la retaguardia.

Hayward esperó mientras los pequeños destacamentos desaparecían en la oscuridad y volvían con las manos vacías minutos después.

—¿No irán a decirme que no han visto nada? —bramó Miller ante los gestos de desconcierto de sus hombres—. Ese ruido lo hace alguien.

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