Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—¿Salones de té? No lo entiendo.
—Al principio tampoco yo lo entendía. Pero cuanto más pienso en ello, más clara veo la intención de Kawakita. El
roji,
una serie de piedras planas dispuestas de manera irregular ante la cabaña, la escasa ornamentación, el santuario sencillo e inacabado; todos esos son elementos de la ceremonia del té.
—Debía de preparar la planta en infusión, como el té —comentó Margo—. Pero por qué se tomaba tantas molestias… —Hizo una pausa—. A menos que el ritual en sí mismo…
—Eso mismo he pensado yo —convino Pendergast—. Con el tiempo, debió de resultarle cada vez más difícil controlar a esas criaturas. En algún momento dejó de vender la droga y comprendió que simplemente tenía que proporcionarla. Kawakita también estudió antropología, ¿no es cierto? Conocía, pues, el efecto apaciguador,
amansador,
del ritual y la ceremonia.
—Así que creó un ritual de reparto —dijo Margo—. Los chamanes de las culturas primitivas recurrían a menudo a esa clase de ceremonias para imponer orden y preservar su poder.
—Y se inspiró en la ceremonia del té —continuó Pendergast—. Si fue en una actitud reverente o irreverente, nunca lo sabremos. Aunque supongo que fue una de sus cínicas aportaciones, teniendo en cuenta los otros elementos que introdujo. ¿Recuerda las anotaciones quemadas que encontró en el laboratorio de Kawakita?
—Precisamente aquí las tengo —dijo D'Agosta. Sacó su bloc, buscó la hoja y se lo entregó a Pendergast.
—Ah, sí. Nube verde, pólvora, corazón de loto. Todo eso son tés verdes no demasiado corrientes. —Pendergast señaló el bloc—. Y esto: «pie azul amante del estiércol». ¿Le suena de algo, doctora Green?
—Me suena de algo, pero no sé de qué.
Pendergast arqueó los labios en una ligera sonrisa.
—No es una sola sustancia sino dos. Lo que los miembros de la comunidad Ruta 666 sin duda llamarían «champiñones».
—¡Claro! —Margo chasqueó los dedos—.
Caerulipes
y
coprophila.
—Ahí me he perdido —admitió D'Agosta.
—El psilocybe pie azul y el psilocybe amante del estiércol —explicó Margo—. Son dos de los hongos alucinógenos más potentes.
—Y hay otra cosa, wysoccan —murmuró Pendergast—. Si la memoria no me engaña, eso es una bebida utilizada por los indios algonquinos en las ceremonias de iniciación. Contenía una cantidad considerable de escopolamina, un peligroso alucinógeno que provoca un estado de profunda narcosis.
—¿Eso, pues, viene a ser como la lista de la compra? —dijo D'Agosta.
—Quizá. Quizá Kawakita pretendía modificar el brebaje de algún modo, amansar a los consumidores de la droga.
—Si está en lo cierto, y Kawakita quería mantener bajo control a los consumidores de esmalte, ¿qué función cumplía esa cabaña de cráneos? —preguntó Margo—. Algo así, cabe pensar, tendría precisamente el efecto contrario, los incitaría más aún.
—Cierto —dijo Pendergast—. En este rompecabezas falta aún una pieza grande.
—Una cabaña, construida con cráneos —susurró Margo—. Eso lo he leído en algún sitio. Creo recordar que se mencionaba algo así en el diario de Whittlesey.
Pendergast la miró pensativamente.
—¿En serio? Interesante.
—Consultaremos el archivo. Podemos usar el terminal de mi despacho.
Los rayos del sol vespertino penetraban por la única ventana del pequeño despacho de Margo, extendiendo un manto dorado sobre los papeles y los libros. Observada por Pendergast y D'Agosta, se sentó ante su escritorio, se acercó el teclado y empezó a escribir.
—El año pasado el museo consiguió una subvención para escanear todos los cuadernos de notas de las expediciones y documentos similares e introducirlos en una base de datos —explicó—. Con un poco de suerte, encontraremos ahí el diario.
Inició una búsqueda simultánea de tres palabras: «Whittlesey», «cabaña» y «cráneos». En la pantalla apareció un único documento. Margo lo solicitó al instante e hizo avanzar el texto hasta la penúltima entrada. Mientras leía las frases, fríamente impersonales en el monitor, los recuerdos de dieciocho meses atrás acudieron inevitablemente a su memoria: ella sentada en un oscuro despacho del museo con Bill Smithback, mirando por encima del hombro del periodista en tanto él hojeaba con avidez el enmohecido cuaderno.
… Crocker, Carlos y yo seguimos adelante. Casi de inmediato nos detuvimos para reordenar el contenido de la caja. Un recipiente de muestras se había roto en el interior. Mientras me ocupaba de esa tarea, Crocker se desvió del camino y llegó a un pequeño claro donde había una cabaña medio derruida. Había sido construida completamente con cráneos humanos, sujetos mediante huesos humanos clavados al suelo como en un jacal. En su parte superior, los cráneos presentaban orificios dentados. Una mesa de ofrendas, hecha de huesos atados con tendones, ocupaba el centro de la cabaña. Sobre la mesa encontramos una estatuilla y extrañas tallas de madera.
Pero me estoy anticipando a los hechos. Llevamos hasta allí el equipo para investigar, volvimos a abrir la caja, sacamos la bolsa de herramientas, pero antes de que empezásemos a investigar una anciana nativa salió de pronto de la maleza tambaleándose —enferma o ebria, es imposible saberlo— y señaló la caja, gimiendo…
—Con esto basta —dijo Margo con involuntaria brusquedad, y salió del documento. Lo último que necesitaba en aquellos momentos era otro recordatorio del contenido de aquella siniestra caja.
—Muy curioso —comentó Pendergast—. Quizá deberíamos resumir lo que sabemos hasta ahora. Kawakita refinó la droga conocida como «esmalte», la probó con otras personas y luego consumió él mismo una versión mejorada. Los desafortunados consumidores, deformados por la droga y cada vez más sensibles a la luz, bajaron a los subterráneos. Ya en estado salvaje, empezaron a alimentarse de la gente sin hogar que vive bajo tierra. Ahora, muerto Kawakita y cortado el suministro de esmalte, se han intensificado sus cacerías.
—Y conocemos el motivo por el que Kawakita tomó la droga —añadió Margo—. Al parecer, la droga posee propiedades rejuvenecedoras, incluso alarga la vida. Esas criaturas recibieron una versión inicial de la droga. Y por lo visto Kawakita siguió perfeccionándola aun después de empezar a consumirla. Los especímenes de mi laboratorio no presentan anormalidades físicas. Pero la droga tiene efectos negativos hasta en su versión final, y prueba de ello es la conducta agresiva que ha provocado en los ratones e incluso los protozoos.
—Pero quedan aún tres dudas —dijo de pronto D'Agosta.
Pendergast y Margo se volvieron hacia él.
—Primero, ¿por qué lo mataron esas criaturas? Pues parece evidente que es eso lo que ocurrió.
—Quizá eran cada vez más incontrolables —sugirió Pendergast.
—O se volvieron contra él, considerándolo la causa de su lamentable estado —añadió Margo—. O quizá se estableció una lucha de poder entre él y una de las criaturas. Recuerde lo que escribió en su cuaderno: «Noto al otro cada día más impaciente.»
—Segundo —continuó D'Agosta—, ¿qué significa la otra nota de su cuaderno, donde menciona el herbicida, el thyoxin? Eso no encaja en ninguna parte. ¿O la vitamina D que, según usted, sintetizaba?
—Y no olvide que Kawakita también escribió en su cuaderno la palabra «irreversible» —dijo Pendergast—. Quizá al final se dio cuenta de que no podía enmendar el daño que había causado.
—Y eso podría explicar los remordimientos que se adivinan en sus notas —comentó Margo—. Según parece, concentró sus esfuerzos en evitar los cambios físicos originados por la droga, pero pasó por alto los efectos que podía tener en la mente la nueva cepa del virus.
—Tercero, y último —prosiguió D'Agosta—, ¿qué sentido tenía reconstruir esa cabaña de cráneos mencionada en el diario de Whittlesey?
Esta vez Margo y Pendergast permanecieron en silencio.
Por fin, Pendergast suspiró y dijo:
—Tiene razón, Vincent. La finalidad de eso me resulta incomprensible. Tan incomprensible como los extraños trozos de metal que encontré en la mesa de ofrendas.
Pendergast extrajo los objetos y los extendió sobre la mesa de trabajo de Margo. D'Agosta los cogió de inmediato y los examinó.
—¿No podrían ser simplemente desechos? —preguntó.
Pendergast negó con la cabeza.
—Estaban colocados con sumo esmero, casi con cariño, como reliquias en un relicario.
—¿Un qué?
—Un relicario —repitió Pendergast—, un lugar donde se exhiben objetos venerados.
—Personalmente no los encuentro muy dignos de veneración, la verdad. Parecen piezas de un tablero de mandos, o de un aparato eléctrico, quizá. —D'Agosta se volvió hacia Margo—. ¿Alguna idea?
Margo se apartó del escritorio, se levantó y se acercó a la mesa de trabajo. Cogió uno de los fragmentos de metal, lo observó por un momento y volvió a dejarlo.
—Podrían ser cualquier cosa —dijo, y cogió otro objeto, un tubo metálico con un extremo recubierto de goma gris.
—Cualquier cosa —repitió Pendergast—. Pero tengo la impresión de que cuando descubramos qué son, y por qué estaban dispuestos como objetos sagrados sobre una plataforma de piedra a una profundidad de treinta pisos bajo Nueva York, tendremos la clave del rompecabezas.
Hayward se echó al hombro el equipo antidisturbios, se ajustó la lámpara de visera que llevaba ceñida a la cabeza, y echó un vistazo a la multitud de uniformes azules que se arremolinaba en el patio central de la comisaría de la calle Cincuenta y nueve. Debía localizar la patrulla cinco, comandada por el teniente Miller; pero el amplio patio era un caos, donde todo el mundo intentaba encontrar a todo el mundo y, por consiguiente, nadie encontraba a nadie.
Vio aparecer al jefe Horlocker, que llegaba de pasar revista a las patrullas reunidas en la calle Ochenta y uno, bajo el museo. Horlocker se colocó al fondo del patio, junto al jefe de la Unidad de Respuesta Táctica, Jack Masters, un hombre enjuto de cara avinagrada. Masters, cuyos largos brazos colgaban normalmente a los costados como los de un simio, hacía ahora aspavientos mientras hablaba a un grupo de tenientes, dando palmadas a diversos mapas y trazando en ellos líneas imaginarias. A su lado, Horlocker asentía con la cabeza y sostenía un puntero semejante a un bastón con el que de vez en cuando señalaba un mapa para hacer hincapié en algún punto de especial importancia. Mientras Hayward los observaba, Horlocker despidió a los tenientes y Masters se proveyó de un megáfono.
—¡Atención! —bramó con voz ronca—. ¿Están ya agrupadas todas las patrullas?
A Hayward todo aquello le recordaba un campamento de niños exploradores.
Un confuso rumor que podía interpretarse como un «No» recorrió el patio.
—En ese caso, patrulla uno aquí —dijo Masters, señalando al frente—. Patrulla dos, en el lado sur.
Siguió asignando secciones del patio a las patrullas. Hayward se dirigió al punto de reunión de la patrulla cinco. Cuando llegó, el teniente Miller extendía un gran plano con el área de responsabilidad de su patrulla sombreada en azul. Miller llevaba un ligero uniforme de asalto gris cuyos holgados pliegues no conseguían ocultar su abundante capa de tejido adiposo.
—No quiero actos heroicos ni enfrentamientos —decía Miller—. ¿Entendido? Básicamente se trata de una misión propia de agentes de tráfico, nada extraordinario. Ante la menor resistencia, usen su máscara y el gas lacrimógeno. No se anden con rodeos; demuestren que la cosa va en serio. No obstante, no preveo problemas. Hagan bien su trabajo, y estaremos fuera dentro de una hora.
Hayward abrió la boca para intervenir, pero se contuvo. En su opinión, emplear gas lacrimógeno bajo tierra podía resultar un tanto arriesgado. En una ocasión, años antes de que la Policía de Tráfico perdiese su autonomía y se integrase como una unidad más en el Departamento de Policía de Nueva York, algún alto jefe sugirió que se usasen gases para sofocar un disturbio. Los agentes casi se sublevaron. El gas lacrimógeno tenía malas consecuencias incluso en la superficie, pero bajo tierra podía ser mortífero. Y por lo que Hayward veía en el plano, su patrulla debía cubrir los túneles de metro y mantenimiento situados a mayor profundidad bajo la estación de Columbus Circle.
Miller miró alrededor, balanceándose las gafas de sol que llevaba colgadas del cuello.
—Recuerden que la mayoría de los topos están enganchados a una cosa u otra, y muchos debilitados quizá por abusar de la bebida —dijo—. Demuéstrenles autoridad, y obedecerán. Limítense a ponerlos en movimiento y hacerlos salir como a ganado, ¿queda claro? Una vez que estén en marcha, azúcenlos para que no paren. Diríjanlos hacia este punto central, bajo el desvío número dos. Ése es el lugar de espera para las patrullas cuatro, cinco y seis. Cuando las tres patrullas se hayan reagrupado, conduciremos a los topos hasta aquí, la salida del metro más cercana al parque.
—¿Teniente Miller? —dijo por fin Hayward, incapaz de seguir callada un solo segundo más.
El teniente se volvió hacia ella.
—Yo he participado en el desalojo de algunos de esos túneles, y conozco bien a los topos. No va a ser tan fácil moverlos como usted piensa.
Miller abrió más los ojos, como si no la hubiese visto hasta ese momento.
—¿Usted? —preguntó, incrédulo—. ¿En las misiones de desalojo?
—Sí, señor —contestó Hayward, pensando que al siguiente que le preguntase eso iba a darle una patada en los huevos.
—¡Dios santo! —dijo Miller, moviendo la cabeza.
Se produjo un silencio mientras el resto de la patrulla observaba a Hayward.
—¿Hay aquí algún otro ex policía de tráfico? —preguntó Miller, mirando al grupo.
Otro agente levantó la mano. Hayward reparó de inmediato en sus rasgos más visibles: alto, negro, la constitución de un tanque.
—¿Nombre? —bramó Miller.
—Carlin —respondió el corpulento agente con un marcado acento sureño.
—¿Alguien más? —preguntó Miller.
Nadie contestó.
—Bien.
—Nosotros los ex policías de tráfico conocemos esos túneles —comentó Carlin con tono afable—. Es una lástima que no hayan incluido a más en esta excursión. Señor.
—¿Carlin? —repuso Miller—. Lleva el gas; lleva la porra; lleva la pistola. Así que no se mee en los pantalones. Y cuando necesite su opinión, se la preguntaré. —Miller miró alrededor—. Aquí hay demasiada gente. Esta acción requeriría un reducido grupo de élite. Pero el jefe lo quiere así, y las órdenes son órdenes.