Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—¿Y éste quién es? —preguntó.
—Cigarro. Mi principal mensajero.
Mephisto observó por un largo momento a D'Agosta. Por fin se volvió hacia Pendergast y dijo con manifiesta desconfianza:
—Es la primera vez que oigo hablar de esa comunidad.
—Hay una gran red de túneles de servicio bajo la Universidad de Columbia y los edificios anexos —repuso Pendergast—. Somos pocos y nos ocupamos de nuestros asuntos. Los estudiantes son gente generosa.
Mephisto asintió con la cabeza. La expresión de recelo se desvaneció lentamente, dando paso a algo que era una mueca maliciosa o una sonrisa.
—Muy bien. Siempre es un placer conocer a un aliado en esta época oscura. Tomemos algo para darle un rango oficial a la reunión. Ya hablaremos después. —Batió palmas—. ¡Sillas para nuestros invitados! ¡Y avivad ese fuego! Artillero, tráenos un poco de carne.
Un hombre delgado de corta estatura cuya presencia D'Agosta no había advertido surgió de las sombras y salió del furgón. Otro que estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas se levantó con dificultad y, moviéndose con extrema lentitud, apiló varios trozos de madera sobre las brasas y atizó el fuego.
Por si no hacía ya bastante calor aquí dentro, pensó D'Agosta, notando que le corría el sudor bajo la mugrienta camisa.
Entró un hombre enorme y muy musculoso con dos cajones de embalaje que colocó frente a la silla de Mephisto.
—Por favor, caballeros —dijo Mephisto, señalando los cajones con fingida solemnidad.
D'Agosta se sentó con cuidado a la vez que volvía el hombre llamado Artillero con algo húmedo y chorreante envuelto en papel de periódico. Lo depositó junto al fuego, y D'Agosta, al ver el contenido, notó que se le agarrotaba el estómago: era una rata de tamaño considerable con la cabeza aplastada y las patas sacudiéndose aún rítmicamente.
—¡Excelente! —exclamó Mephisto—. Recién cazada, como veis. —Dirigió su intensa mirada a Pendergast—. Coméis conejo de túnel, ¿verdad?
—Por supuesto —contestó Pendergast.
D'Agosta advirtió que el individuo musculoso se hallaba justo detrás de ellos. Empezaba a intuir que iban a someterlos a una prueba que les convenía superar.
Alargando los brazos, Mephisto cogió la rata muerta con una mano y un espetón con la otra. Sujetando la rata por debajo de las patas delanteras, la empaló diestramente por el ano y la colocó sobre el fuego. D'Agosta observó con horrorizada fascinación cómo se prendía y crepitaba de inmediato el pelo, y la rata se agitaba en un último espasmo. Al cabo de un momento todo el animal llameaba, despidiendo una acre columna de humo hacia el techo del furgón. Las llamas perdieron intensidad, quedando el rabo de la rata reducido a un tirabuzón chamuscado.
Mephisto contempló por un momento la rata. A continuación la retiró del fuego, extrajo un cuchillo de la chaqueta y raspó la piel para acabar de limpiarla de pelo. Tras perforar el vientre para liberar los gases de la cocción, volvió a ponerla sobre la fogata, esta vez a mayor altura.
—Requiere cierta habilidad preparar
le grand souris en brochette
—comentó.
D'Agosta aguardó, consciente de que todas las miradas confluían en Pendergast y él. No quería pensar siquiera qué ocurriría si dejaba entrever el menor indicio de repugnancia.
Pasaron los minutos sin más sonido que el crepitar de la rata. Mephisto hizo girar el espetón y después miró a Pendergast.
—¿Tú, Whitey, cómo la prefieres? —preguntó—. A mí me gusta poco hecha.
—A mí también —respondió Pendergast con la misma tranquilidad que si le ofreciesen un acompañamiento de tostadas en el Tavern on the Green.
«Es sólo un animal —pensó D'Agosta desesperado—. Comérmelo no va a matarme, que es más de lo que puede decirse de estos tipos.»
Mephisto dejó escapar un suspiro con mal disimulada impaciencia.
—¿Estará ya a punto? —preguntó.
—Vamos allá —contestó Pendergast, frotándose las manos.
D'Agosta permaneció en silencio.
—Aquí falta un poco de alcohol —dijo Mephisto a voz en grito.
Casi de inmediato apareció una botella medio vacía de Night Train. Mephisto la miró con expresión de enojo.
—¡Tenemos invitados! —prorrumpió, apartando la botella de un manotazo—. Trae algo más apropiado para la ocasión.
No tardaron en llegar una botella verde de Cold Duck y tres vasos de plástico. Mephisto retiró el espetón del fuego, desensartó la rata y la dejó sobre el papel de periódico.
—Haz los honores —propuso, pasándosela a Pendergast.
D'Agosta intentó reprimir una repentina sensación de pánico. ¿Qué debía hacer Pendergast a continuación? Observó con una mezcla de terror y alivio mientras Pendergast, sin vacilar, levantaba la rata y aplicaba los labios al corte del costado. Se oyó una profunda succión cuando absorbió las vísceras del roedor. D'Agosta contuvo una arcada.
Relamiéndose, Pendergast depositó el periódico y su carga frente al anfitrión.
—Excelente —se limitó a decir el agente del FBI.
Mephisto movió la cabeza en un gesto de aprobación.
—Una técnica interesante —comentó.
—Nada del otro mundo —repuso Pendergast, encogiéndose de hombros—. En los túneles de servicio de los alrededores de Columbia echan mucho raticida. Probando el hígado, uno siempre sabe si hay riesgo de envenenarse o no.
Una sonrisa amplia y sincera se extendió por el rostro de Mephisto.
—Lo recordaré —dijo.
Acto seguido, cogió el cuchillo, cortó varias tiras de carne de un anca y se las entregó a D'Agosta.
Había llegado la hora de la verdad. Con el rabillo del ojo D'Agosta vio que la voluminosa figura plantada a sus espaldas se tensaba. Cerrando los ojos, atacó la carne con fingido entusiasmo. Se la metió toda en la boca, masticó con vehemencia y se la tragó casi sin saborearla. Disimuló su suplicio con una sonrisa, esforzándose por sofocar las náuseas que le sacudían el estómago.
—¡Bravo! —exclamó Mephisto, observándolo—. ¡Un auténtico gourmet!
El nivel de tensión decreció sensiblemente. Cuando D'Agosta se reacomodó en el cajón de embalaje, llevándose una mano protectora al vientre, el silencio dio paso a susurros y comedidas risas.
—Disculpad mis recelos —dijo Mephisto—. Antes aquí abajo podíamos permitirnos ser más abiertos y confiados. Si sois quienes decís, ya debéis saberlo. Pero corren tiempos difíciles.
Mephisto llenó los vasos y levantó el suyo en un brindis. Cortó varios trozos más de carne y se los pasó a Pendergast. Luego dio buena cuenta del resto de la rata él mismo.
—Permitidme que os presente a mis lugartenientes —prosiguió Mephisto. Señaló al gigante que se hallaba detrás de ellos—. Ése es Little Harry. Se enganchó al caballo muy joven. Incurrió en pequeños robos para pagarse el hábito. Una cosa llevó a la otra, y acabó preso en Attica. Allí aprendió mucho. Al salir, no encontró trabajo. Afortunadamente bajó a los subterráneos y se unió a nuestra comunidad antes de volver a las malas costumbres. —Mephisto señaló a continuación al hombre de movimientos lentos sentado junto al fuego—. Ése es Boy Alice. Daba clases de literatura en un colegio privado de Connecticut. La vida se le complicó. Perdió el empleo, se divorció, se quedó sin dinero y le dio por empinar el codo. Empezó a frecuentar los refugios y comedores de la beneficencia, y allí oyó hablar de nosotros. En cuanto al Artillero, estuvo en Vietnam, y al volver se encontró con que el país que había defendido no quería saber nada de él. —Se limpió la boca con el papel de periódico. Luego añadió—: Os he dicho más de lo que hacía falta. Hemos dejado atrás el pasado, como vosotros seguramente. Así que habéis venido a hablar de los asesinatos.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Tres de los nuestros han desaparecido en esta última semana —explicó—, y los demás empiezan a preocuparse. Nos enteramos de tu llamamiento a la unidad contra los rugosos, los asesinos sin cabeza.
—Ha corrido la voz. Hace dos días tuve noticias del Filósofo. ¿Lo conoces?
Pendergast vaciló apenas un segundo.
—No —contestó.
—Me extraña —dijo Mephisto, entornando los párpados—. Es mi homólogo en las comunidades que viven bajo la Grand Central.
—Quizá algún día nos conozcamos —respondió Pendergast—. Ahora lo que me interesa es llevar noticias tranquilizadoras a mi gente. ¿Qué puedes decirme de los asesinatos y los asesinos?
—Empezaron hace casi un año —contestó Mephisto con un suave siseo—. El primero fue Joe Atcitty. Encontramos su cadáver cerca del Blocao; faltaba la cabeza. Después desapareció Annie la Morena. Luego el Sargento Mayor. Y así uno tras otro. Encontramos a algunos; a la mayoría no. Más tarde supimos gracias a los mandras que se había detectado movimiento en las profundidades.
—¿Los mandras? —repitió Pendergast, frunciendo el entrecejo.
Mephisto volvió a lanzarle una mirada recelosa.
—¿No has oído hablar de los mandras? —Soltó una carcajada de burla—. Deberías salir a estirar las piernas un poco más, alcalde Whitey, darte algún que otro paseo por estos barrios. Los mandras viven debajo de nosotros. Nunca suben; no utilizan ninguna clase de luces. Como las salamandras.
Versteht?
Nos dijeron que había indicios de actividad
debajo
de ellos. —Redujo el volumen de voz a un susurro—. Nos dijeron que la Buhardilla del Diablo había sido colonizada.
D'Agosta dirigió una mirada inquisitiva a Pendergast. Pero el agente del FBI se limitó a asentir y, como para sí, dijo:
—El nivel más bajo de la ciudad.
—El más bajo —remarcó Mephisto.
—¿Has estado allí? —preguntó Pendergast como de pasada.
Mephisto lo miró como dando a entender que ni siquiera él estaba tan loco.
—Pero ¿crees que esa gente es la responsable de los asesinatos?
—No lo creo. Lo
sé.
Están debajo de nosotros en este mismo momento. —Mephisto esbozó una fatalista sonrisa—. Pero dudo que la palabra «gente» sea muy exacta.
—¿Qué quieres decir? —dijo Pendergast, ya sin disimular su interés.
—Rumores —susurró Mephisto—. Dicen que los llaman «rugosos» por una razón.
—¿Qué razón?
Mephisto no contestó.
Pendergast se echó hacia atrás.
—¿Y qué podemos hacer?
—¿Qué podemos hacer? —La sonrisa desapareció del rostro de Mephisto—. Podemos despertar a esta ciudad, eso es lo que podemos hacer. Demostrarles que no sólo los topos, la gente invisible, morirán.
—Y si lo conseguimos, ¿qué puede hacer la ciudad respecto a los rugosos?
Mephisto pensó por un momento.
—Lo que haría con cualquier plaga. Erradicarlos.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo.
Mephisto posó en el agente del FBI su mirada dura y brillante.
—¿Tienes una idea mejor, Whitey?
Pendergast guardó silencio por un instante.
—Todavía no —respondió por fin.
Robert Willson, bibliotecario de la Sociedad de Historia de Nueva York, miró irritado al otro ocupante de la sala de cartografía. Era un individuo extraño: lúgubre traje negro, ojos claros de gato, cabello rubio casi blanco austeramente peinado hacia atrás. Y molesto. Molesto como pocos. Llevaba allí toda la tarde, pidiendo y desechando mapas sin cesar. Cada vez que Willson se sentaba ante su ordenador para seguir trabajando en su proyecto favorito —la monografía definitiva sobre los fetiches de los indios zuñi—, aquel hombre se levantaba a preguntar algo.
Como si le hubiese leído el pensamiento, el hombre se puso en pie y se encaminó hacia él con ruidosos pasos.
—Disculpe —dijo con su educado pero apremiante acento sureño.
Willson apartó la vista del monitor y lo miró.
—¿Sí?
—Siento importunarlo de nuevo, pero tengo entendido que los planos del proyecto de Vaux y Olmstead para el Central Park planteaban la necesidad de construir canales para drenar los pantanos. Querría saber si puedo consultar esos planos.
Willson apretó los labios.
—Esos planos fueron rechazados por la Comisión de Parques —respondió—. Se perdieron. Una tragedia.
Se volvió hacia la pantalla, esperando que aquel individuo captase la indirecta. La verdadera tragedia sería que no pudiese reanudar de una vez su monografía.
—Entiendo —dijo el visitante, sin captar la indirecta en absoluto—. Dígame, pues, cómo se drenaron los pantanos.
Willson, exasperado, se reclinó contra el respaldo de la silla.
—Pensaba que lo sabía todo el mundo. Se usó el acueducto de la calle Ochenta y seis.
—¿Y existen planos de la obra?
—Sí —contestó Willson.
—¿Podría verlos?
Lanzando un suspiro, Willson se levantó y cruzó una vez más la maciza puerta que conducía a las librerías. La sala estaba tan desordenada como de costumbre. Por alguna razón era a la vez enorme y claustrofóbica, con estanterías que se alzaban en la oscuridad a una altura de dos pisos, llenas de planos enrollados y cianotipos enmohecidos. Willson casi notaba posarse el polvo en su calva mientras inspeccionaba las arcanas listas de signaturas. Empezó a picarle la nariz. Localizó el estante, extrajo los antiguos planos y los llevó a la pequeña sala de lectura. «¿Por qué la gente pedirá siempre los planos más pesados?», se preguntó.
—Aquí los tiene —dijo Willson, dejándolos sobre el mostrador de caoba.
Observó al hombre mientras se los llevaba a su pupitre y comenzaba a consultarlos, tomando notas y dibujando en una pequeña libreta encuadernada en piel. «Tiene dinero —pensó Willson con acritud—. Ningún profesor podría permitirse un traje como ése.»
La sala quedó sumida en un celestial silencio. Por fin podía reanudar su trabajo. Llevó a su mesa unas cuantas fotografías amarillentas y empezó a introducir modificaciones en el capítulo sobre la imaginería de los distintos clanes.
Al cabo de unos minutos advirtió que el visitante se hallaba de nuevo detrás de él. Willson alzó la vista en silencio.
El hombre señaló con el mentón una de las fotografías de Willson. Mostraba una representación abstracta de animal tallada en piedra, con una punta de sílex sujeta al lomo mediante un trozo de tendón.
—En mi opinión —dijo el hombre—, ese fetiche en particular, que según veo ha descrito como puma, es en realidad un oso pardo.
Willson observó su cara pálida y sonriente, preguntándose si hablaba en broma.