Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Margo sintió que se le helaba la sangre.
—¿Greg Kawakita? —repitió con voz entrecortada.
—Sí, Gregory S. Kawakita. No hay duda. Casualmente también era, según la ficha, doctor en biología evolutiva. ¿Lo conocía, quizá?
Incapaz de hablar, Margo colgó el auricular. Primero el doctor Brambell y ahora… Miró a Frock y se alarmó al advertir la lividez de su rostro. Recostado a un lado de la silla, tenía una mano en el pecho y respiraba con dificultad.
—¿Gregory Kawakita? —murmuró—. ¿Ése es Gregory? ¡Santo Dios!
Volviendo a respirar con normalidad, Frock cerró los ojos e inclinó lentamente la cabeza. Margo se dio media vuelta y corrió hacia la ventana, ahogando sus sollozos.
Su mente, por propia iniciativa, rememoró la horrible semana vivida dieciocho meses atrás, cuando empezaron a producirse asesinatos en el museo, luego la inauguración de la exposición «Supersticiones», la matanza y, por último, la muerte de Mbwun. Por entonces Greg Kawakita era ayudante de conservador en el museo, discípulo de Frock y colega de Margo. La colaboración de Greg, más que la de ningún otro, había sido esencial para identificar y detener al monstruo. Su programa de extrapolación genética proporcionó la clave, reveló qué era Mbwun y cómo podía aniquilarse. Pero el terror de aquellos días los afectó a todos, y de manera especial a Greg. Poco después renunció a su puesto en el museo, abandonando una brillante carrera. Desde entonces nadie había vuelto a tener noticias suyas.
Nadie excepto Margo. Greg había intentado ponerse en contacto con ella hacía varios meses, dejándole un mensaje en el contestador automático, diciéndole que necesitaba algo, que necesitaba ayuda. Margo no se había molestado en devolverle la llamada.
Y de pronto descubría el motivo por el que Greg debía de haberse marchado del museo: padecía una espantosa enfermedad que le deformaba los huesos, que lo convertía gradualmente en el retorcido esqueleto que yacía en la mesa de reconocimiento. Sin duda se sentía avergonzado, probablemente asustado. Quizá había buscado algún tratamiento. Acaso en sus últimos días no tenía ni un techo bajo el que vivir. Y después el insulto final a una vida en otro tiempo tan prometedora: el asesinato, la decapitación, los huesos roídos frenéticamente en la oscuridad.
Se asomó a la ventana, estremeciéndose bajo el cálido sol. Aunque Margo no conocía con exactitud las circunstancias de su final, sin duda había sido horroroso. Quizá ella, de haber sabido el estado en que se hallaba, podría haberlo ayudado. Pero no pensaba más que en olvidar, tratando de evadirse con su trabajo y el ejercicio físico. Y no había hecho nada.
—¿Doctor Frock? —dijo.
Oyó acercarse la silla de ruedas.
—Doctor Frock… —susurró, pero se interrumpió, incapaz de continuar.
Notó un contacto suave en el codo. A Frock le temblaba la mano a causa de la emoción.
—Déjeme pensar un momento —musitó Frock—. Sólo un momento, por favor. ¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Pensar que ese lastimoso montón de huesos… que hemos examinado, manipulado, desmembrado… fue Gregory… —Se le quebró la voz. Un rayo de sol iluminó su mano cuando se desprendió del codo de Margo.
Ella permaneció inmóvil y cerró los ojos para evitar la luz, notando cómo entraba y salía el oxígeno a bocanadas de sus pulmones. Por fin recobró el ánimo lo suficiente para apartarse de la ventana. Pero no para aproximarse a la mesa de reconocimiento. Se preguntaba si sería capaz de hacer frente de nuevo a los restos esparcidos sobre la mesa. Se volvió hacia Frock, que estaba detrás de ella, paralizado, con la mirada perdida.
—Será mejor que avisemos a D'Agosta —sugirió Margo.
Frock siguió en silencio. Tras un largo rato asintió con la cabeza.
Cui ci sono
dei mostri
Por razones obvias, no existe un censo fiable de la población que habita en los subterráneos de Manhattan. No obstante, el estudio Rushing-Bunten de 1994 revela que viven 2.750 personas en la pequeña zona limitada en el suroeste por la Penn Station y en el noreste por la Grand Central Terminal, población que asciende a 4.500 personas en los meses de invierno. Basándome en mi propia experiencia, considero que tal estimación es bastante moderada.
Análogamente, no se dispone de un registro de los nacimientos y defunciones que se producen en las comunidades establecidas bajo Nueva York. Sin embargo, dada la desproporcionada cantidad de drogadictos, delincuentes, ex reclusos, disminuidos psíquicos y desequilibrados mentales que tienden a instalarse bajo la superficie, es evidente que las condiciones de vida de ese mundo son en extremo difíciles y peligrosas. La gente expone muy diversas razones para apartarse de la sociedad y recluirse en los túneles de ferrocarril y otros espacios subterráneos: mayor intimidad, seguridad, profunda marginación social. Se ha calculado que la esperanza de vida de una persona, una vez que ha descendido bajo tierra, es de aproximadamente veintidós meses.
L. HAYWARD
Casta y sociedad bajo Manhattan
(de próxima aparición)
La calle 63 Oeste se extendía hacia el río Hudson, y las dos hileras de magníficos edificios de apartamentos daban lugar gradualmente a cuidadas casas de piedra rojiza. D'Agosta caminaba con determinación, la vista baja, y una intensa sensación de ser el blanco de todas las miradas. La figura andrajosa y maloliente de Pendergast caminaba arrastrando los pies justo delante de él.
—¡Vaya un pasatiempo para mi tarde libre! —masculló D'Agosta.
Aunque le picaba en los lugares más recónditos del cuerpo, decidió no rascarse. Rascarse implicaba tocar la vieja y mugrienta gabardina que llevaba, o la roñosa camisa escocesa de poliéster, o el pantalón raído y lustroso. Se preguntaba de dónde habría sacado Pendergast todo aquello.
Para colmo, la suciedad y la grasa con que había tenido que embadurnarse la cara eran auténticas, y no simple maquillaje. Incluso los zapatos le repugnaban. Pero al mostrarse reacio a vestirse con aquella indumentaria, Pendergast se había limitado a decir: «Vincent, su vida depende de ello.»
Ni siquiera le había permitido llevar el arma o la placa, aduciendo: «Ni se imagina lo que harían con usted si le encontrasen una placa encima.» En realidad, pensaba D'Agosta con pesar, toda la expedición en sí era una clara violación del reglamento.
Alzó la vista por un instante y vio que se acercaba una mujer con un impecable vestido veraniego y zapatos de tacón paseando a un chihuahua. La mujer se detuvo en seco y desvió la mirada con cara de asco. Cuando Pendergast pasó junto a ella, el perro saltó hacia adelante y empezó a lanzar agudos y estridentes ladridos. Pendergast se apartó, y el perro, tirando de la correa, redobló sus histéricos esfuerzos.
Pese a lo violento que se sentía, o quizá por eso mismo, D'Agosta fue incapaz de reprimir un creciente enojo por la expresión de desprecio de la mujer. «¿Quién le da derecho a juzgarnos?», pensó. Al pasar por su lado, paró y se volvió hacia ella.
—¡Que le vaya bien! —gruñó, echando el mentón hacia adelante.
La mujer retrocedió.
—Es usted un tipejo asqueroso —prorrumpió—. ¡
Petit
Chou,
no te acerques a él!
Pendergast agarró a D'Agosta de un brazo y lo arrastró hasta la esquina de Columbus Avenue.
—¿Está loco? —reprochó en voz baja.
Mientras se alejaban a toda prisa, D'Agosta oyó gritar a la mujer:
—¡Ayuda! ¡Esos hombres me han amenazado!
Pendergast apretó el paso en dirección sur, y D'Agosta tuvo que correr tras él para no rezagarse. Adentrándose en la penumbra de un ancho pasaje situado en medio de la manzana, Pendergast se arrodilló rápidamente sobre las planchas de acero de una salida de emergencia del metro. Valiéndose de una pequeña herramienta con forma de gancho, levantó las planchas e indicó a D'Agosta que descendiese por la escalera metálica. Entró detrás de D'Agosta en el oscuro hueco y volvió a cerrar las planchas. Al pie de la escalera había dos vías de tren escasamente iluminadas. Cruzaron las vías y llegaron a un arco que daba acceso a otra escalera descendente, cuyos peldaños bajaron de dos en dos.
Pendergast se detuvo en el último escalón. D'Agosta, jadeante, paró junto a él en la total oscuridad. Al cabo de unos segundos Pendergast encendió una linterna de bolsillo.
—«¡Que le vaya bien!» —dijo, remedando a D'Agosta, y chasqueó la lengua—. ¿A quién se le ocurre, Vincent?
—Sólo pretendía ser amable —repuso D'Agosta con tono acre.
—Podría haber hecho fracasar esta pequeña expedición aun antes de salir de puerto. Recuérdelo bien: ha venido conmigo sólo para completar mi disfraz. Únicamente presentándome como jefe de otra comunidad conseguiré entrevistarme con Mephisto. Y nunca viajaría sin mi ayuda de campo. —Señaló un estrecho túnel secundario con la linterna—. Por ahí se va hacia el este, hacia su territorio.
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Recuerde mis instrucciones. Hablaré yo. Es imprescindible que olvide momentáneamente que es policía. Ocurra lo que ocurra, no intervenga. —Sacó dos blandos gorros de lana de un bolsillo de su mugrienta gabardina. Entregándole uno a D'Agosta, dijo—: Póngase esto.
—¿Por qué?
—Cubrirse sirve para ocultar el verdadero contorno de la cabeza. Además, si nos vemos obligados a una huida precipitada, sólo con quitarnos los gorros ofreceremos un perfil distinto. Recuerde que no estamos acostumbrados a la oscuridad. Ellos nos llevan ventaja.
Pendergast volvió a meterse la mano en el bolsillo y extrajo un pequeño objeto que se colocó en la boca.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó D'Agosta a la vez que se calaba el gorro.
—Un paladar postizo para cambiar la posición de la lengua y modificar así las resonancias armónicas de la garganta. Vamos a codearnos con delincuentes, ¿recuerda? El año pasado estuve mucho tiempo en el complejo penitenciario de Rikers's Island, elaborando un estudio caracterológico de los asesinos para la base naval de Quantico. Es posible que aquí vuelva a encontrarme con algunos de ellos. Si eso sucede, no conviene que me reconozcan por mi aspecto ni por mi voz. —Se señaló a sí mismo—. Por supuesto, el disfraz sólo no basta. Debo adaptar mis posturas, mi andar e incluso mis gestos. Su trabajo es más sencillo: guarde silencio y sígame la corriente. No destaque en modo alguno. ¿Conforme?
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Con un poco de suerte, ese tal Mephisto nos llevará en la dirección correcta. Quizá regresemos con las pruebas de los crímenes que describió al
Post.
Eso nos proporcionaría nuevo material forense que necesitamos con urgencia. —Hizo una pausa. Después, empezando a caminar con la linterna encendida, preguntó—: ¿Se ha descubierto algo en relación con el asesinato de Brambell?
—No —contestó D'Agosta—. Waxie y los jefes consideran que es un hecho fortuito, como tantas otras muertes. Yo, en cambio, me pregunto si no tendrá algo que ver con su trabajo.
Pendergast movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Una hipótesis interesante.
—Tengo la impresión de que estas muertes, o al menos parte de ellas, no han ocurrido al azar. Brambell, por ejemplo, estaba a punto de averiguar la identidad del segundo esqueleto. Tal vez alguien prefería que ese dato no saliese a la luz.
Pendergast volvió a asentir.
—He de admitir, teniente, que me quedé atónito al enterarme de que el segundo esqueleto pertenecía a Kawakita. Eso nos deja ante un panorama… mucho más desagradable y complejo. Y hace pensar que el doctor Frock, la doctora Green y los otros que trabajan en el caso deberían ser protegidos.
—Esta mañana he ido al despacho de Horlocker con eso en mente —dijo D'Agosta, frunciendo el entrecejo—. Se ha negado a ofrecer protección a Green y Frock. Según él, Kawakita debía de mantener algún tipo de relación con Pamela Wisher, y tuvieron la desgracia de aparecer los dos juntos en el lugar y momento menos oportunos. Otro hecho fortuito, como el asesinato de Brambell. Lo único que le preocupa es que nada de esto se filtre a la prensa, por lo menos hasta que la familia de Kawakita sea localizada y puesta sobre aviso… si es que hay algún pariente a quien localizar. Creo que alguna vez oí decir que Kawakita era huérfano. Waxie estaba también allí, pavoneándose por el despacho como un gallo sobrealimentado. Me ha recomendado que me esmere más en mantenerlo en secreto, para que no ocurra lo mismo que con el asunto de Pamela Wisher.
—¿Y?
—Le he sugerido que se la machaque un rato. Con educación, eso sí. Había pensado que era mejor no alarmar a Frock y Green. Pero después de la reunión he cambiado de idea y he ido a darles unos consejos. Me han prometido que andarán con cuidado, al menos hasta que terminen su parte del trabajo.
—¿Han descubierto qué causó las deformaciones óseas de Kawakita?
—Todavía no —contestó D'Agosta distraídamente.
Pendergast se volvió hacia él y preguntó:
—¿Qué le pasa?
D'Agosta vaciló.
—Supongo que estoy un poco preocupado por cómo vaya a tomarse esto la doctora Green. Al fin y al cabo, fue idea mía meterlos a ella y a Frock en este asunto, y ahora no sé si hice bien. Frock parece el mismo viejo cascarrabias de siempre, pero Margo… —Guardó silencio por un instante—. Ya sabe cómo reaccionó después de los asesinatos del museo: poniéndose en forma, corriendo a diario, llevando una pistola en el bolso.
—Es una reacción postraumática muy corriente —explicó Pendergast, asintiendo con la cabeza—. A menudo la gente que vive situaciones aterradoras busca maneras de recobrar el control, de atenuar su sensación de vulnerabilidad. De hecho, es una respuesta bastante saludable a las tensiones extremas. —Esbozó una triste sonrisa—. Y conozco pocas experiencias más tensas que la que ella y yo vivimos en aquel pasillo oscuro del museo.
—Sí, pero él lo ha exagerado. Y ahora, con toda esta mierda… En fin, quizá me equivoqué al solicitar su colaboración.
—Tomó usted la decisión correcta. Necesitamos sus conocimientos, y más ahora que Kawakita ha muerto. Investigará sus últimos meses de vida, supongo.
D'Agosta movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Debería pensar en pedirle a la doctora Green que le eche una mano con eso —sugirió Pendergast, y reanudó su reconocimiento del oscuro túnel—. En fin, ¿está listo, Vincent?