El Resucitador (20 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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—¿De veras? —Dodd pareció estar verdaderamente sorprendido—. Una fuente fidedigna me había dicho que usted
era
el hombre por el que debía preguntar.

Sin esperar una invitación y haciendo caso omiso de la fulminante mirada de Sawney en reacción a su temeridad, el recién llegado se acomodó en el banco de enfrente, apoyando el mango del bastón en su rodilla.

—¿Ah, sí? —Sawney entrecerró los ojos desconfiado—. ¿Y se puede saber quién ha sido?

—Thomas Butler.

Sawney hizo un esfuerzo por mantener el semblante impasible.

Sabía que no lo había conseguido, a juzgar por la media sonrisa que se dibujó en los labios del hombre sentado frente a él, el cual prosiguió:

—Un caballero que actualmente trabaja como camillero jefe de las salas de disección del hospital Saint Thomas —la sonrisa se disipó—. Pero eso ya lo sabe usted, porque después de todo, Butler es su intermediario, ¿no es cierto?

Sawney se puso rígido. Sentía como si los oscuros ojos le penetraran el alma. En el banco situado junto al fuego del hogar dos prostitutas habían empezado a desperezarse, despertando el interés de los muchachos de Smithfield de la mesa de al lado, que se daban codazos unos a otros ante la perspectiva de un poco de ejercicio matutino. Los rostros de las mujeres aparecían sonrosados por el calor de la leña ardiendo.

La voz de Dodd interrumpió los pensamientos de Sawney.

—Veo que mis palabras le han puesto nervioso. Discúlpeme. Aunque si yo estuviera en su pellejo, sospecho que sería igual de circunspecto. De hecho, su amigo Butler supuso que ésta sería su reacción. Fue sugerencia suya que le proporcionara cierta información que sólo ustedes dos conocen, para probar que soy merecedor de su confianza. ¿Puedo suponer que tal gesto servirá para acreditar mi autenticidad?

Sawney no dijo nada. Levantó su jarra de Porter. Le mantenía las manos ocupadas, y lo que era más importante, le daba unos segundos vitales para pensar.

El recién llegado no parecía intimidado en lo más mínimo por Sawney ni por la naturaleza del entorno. De hecho era Sawney el que estaba tenso. En cierta forma, era el tal Dodd, como se hacía llamar, el que parecía llevar la voz cantante. Y como para acentuar el sutil traspaso de autoridad, el hombre se inclinó hacia delante. Sawney se sintió atrapado por su tenebrosa mirada.

—Me dijo que habría pagado otras cinco guineas por el chino.

Sawney tomó un sorbo de Porter y depositó lentamente la jarra en la mesa.

—También sugirió que, en caso de que siguiera teniendo dudas, le llamara… —Dodd hizo una pausa y bajó la voz—
…soldado
Sawney.

Los dedos de Sawney agarraron con fuerza el asa de la jarra. Se hizo un silencio que se prolongó durante lo que parecían ser minutos. La súbita carcajada de las dos prostitutas rompió finalmente la tensión.

—Nadie me llama así —exhaló Sawney en un susurro—. Ahora no, ya no.

Dodd le sostuvo la mirada durante algunos segundos antes de arrellanarse en su asiento y asentir con enérgica aquiescencia.

—De acuerdo, de acuerdo. La vida de un hombre es asunto suyo. No es menester insistir en el pasado de nadie. No hablemos ni una palabra más del asunto —apoyó las manos con las palmas hacia abajo sobre la mesa—. Bien, y ahora que las molestas presentaciones han concluido, ¿da por bueno el bautismo de fuego?

El pulso de Sawney empezó a aminorarse. Frunció el ceño; no por la pregunta ni por el persistente tono condescendiente, sino por la interesante elección de palabras.
¿Bautismo de fuego?
No era un término que se escuchaba habitualmente fuera de la plaza de armas. ¿Se estaba burlando Dodd de él? Miró fijamente al hombre que tenía al otro lado de la mesa, pero si tras aquellos oscuros ojos se ocultaba algún otro mensaje más profundo, seguía obstinado en no manifestarse. Sawney creyó detectar un leve movimiento en la comisura de los finos labios de Dodd, quizá el esbozo de un amago de sonrisa, pero se disipó inmediatamente. Bajó la mirada hacia las manos del hombre cuyos largos y afilados dedos se correspondían a la estatura de su dueño. Recorriéndolas con la vista, Sawney no pudo evitar notar las muñecas del hombre que, aun siendo finas, quedaban unidas al resto por unos marcados tendones.

—Está bien —cedió Sawney—, ha probado que fue Butler quien lo envió ¿Qué quiere de mí?

Dodd vaciló, como si quisiera preparar su respuesta. Finalmente respondió.

—Deseo que me consiga cierto artículo.

Se produjo una pausa expectante.

—¿Quiere decir material? — preguntó Sawney.

—¿Material? —Dodd frunció el ceño ante el término, y después asintió en señal de haber comprendido—. Ah, sí, claro, así es como los llamáis, ¿no? Qué original. Supongo que es una forma de distanciaros de la naturaleza de la mercancía. Sí, quiero que me consiga
material.

Quizá había sido el tono de sarcasmo, Sawney no estaba del todo seguro, pero la actitud de complicidad que mostraba Dodd empezaba a irritarle.

—Este tipo de trabajo no sale barato.

—No imaginé lo contrario —en el extremo de la boca de Dodd se produjo un ligero tic—. Razón por la que estoy dispuesto a ofrecerle una generosa remuneración.

Sawney frunció el ceño.

—Repita eso.

—Se le pagará bien.

«Joder, pues faltaría más», pensó Sawney.

—Y para entendernos mejor —prosiguió Dodd—, puede llamarme
doctor…
—Las palabras, pronunciadas una vez más en baja voz, sonaron casi como una advertencia—. También debería informarle de que, de realizar este primer cometido de una forma que yo estime satisfactoria, es probable que tenga más trabajo para usted.

Sawney aguzó el oído.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Le pediré que me suministre varios… especímenes… materiales.

Sawney no respondió. Por el tono del doctor adivinaba que aún había más.

—Tengo únicamente tres condiciones… —Dodd hizo una pausa y después añadió—: tienen que ser recientes, mujeres y jóvenes.

—¿Jóvenes? —preguntó Sawney.

—No maduras. Preferiblemente menores de veinticinco años.

Sawney meditó la información. No tenía reparo alguno en conseguir el pedido. El doctor no pedía nada fuera de lo normal. En los meses que llevaba en el negocio, había recibido peticiones mucho más extravagantes. Si bien, no podía dejar que el cliente se enterara de eso.

—El robo por encargo le costará caro —advirtió Sawney.

Dodd no se inmutó.

—Sería también bajo la condición de que nuestro acuerdo sea de mutua exclusividad.

—¿Eh?

—Que va a trabajar exclusivamente para mí.

Sawney enarcó las cejas y negó con la cabeza.

—Lo siento, señor… eh, doctor. Eso no es posible. Tengo otros compromisos.

—Sería por periodo de tiempo limitado.

—Eso no cambia nada —replicó Sawney—. Tengo mis clientes habituales.

Dodd asintió gravemente como si comprendiera el dilema de Sawney.

—La lealtad hacia la propia clientela es una cualidad admirable, y le alabo por ello. Pero ¿tal vez pueda persuadirle para que lo reconsidere…?

Se metió la mano en el bolsillo. Cuando la abrió y depositó la cruz sobre la mesa delante de los dos, Sawney se quedó mirándola fijamente.

El doctor extendió las manos en ademán de pedir disculpas.

—Me temo que no me es posible acceder a mis cuentas principales por ahora. Pero confío en que esto le baste, al menos por el momento —Dodd extendió las manos bien abiertas, como si estuviera haciendo una ofrenda—. No carece de valor sentimental para mí. Aunque estoy convencido de que un hombre de su talento será capaz de percibir su valor monetario de una forma u otra. Quizá me permita ofrecérsela como una prueba de… ¿cómo lo diría?… mi buena
fe.

Sawney levantó la vista súbitamente, buscando en el rostro de Dodd algún indicio de humor que, a pesar del evidente juego de palabras, no se hizo patente.

La cruz no era muy grande, no medía más de tres o cuatro pulgadas, pero la marca de autenticidad de la plata era bien visible. Sawney la cogió y pasó la sucia yema de su dedo gordo por las diminutas hendiduras. Pese a su tamaño, probablemente equivalía a cuatro o cinco cuerpos. Un beneficio nada desdeñable por unos cuantos días de trabajo. Aunque acceder a trabajar en términos de exclusividad no significaba que tuviera que ser así. Seguro que se presentaban oportunidades de ganar algún dinero extra por otros frentes; no cabía duda.

Entonces le asaltó otro pensamiento: la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro. Volvió a depositar la cruz en la mesa y le dirigió al doctor una mirada especuladora.

—En el supuesto de que accediera, ¿cuántos… materiales… querría?

Dodd se encogió de hombros.

—En estos momentos no estoy seguro. Dos o tres, posiblemente más. Dependería de la calidad.

Sawney se mordió los carrillos como si estuviera meditando seriamente la proposición. Finalmente, tras lo que le pareció un intervalo adecuado, asintió.

—Está bien, doctor. No veo por qué no. Y es que resulta que puede estar usted de suerte. Tengo un par de artículos en existencias en estos momentos que serían ideales para usted… es decir, en vista de sus requisitos concretos. Ya envueltos, además.

En los ojos del doctor se reflejó un destello de interés.

—¿De veras? ¿Y qué serían?

Sawney se lo dijo.

—Ya veo, ¿y cómo son de recientes?

—Un día y medio —respondió Sawney.

No estaba seguro de la exactitud de su afirmación, pero se le acercaba bastante. Sabía que sus edades eran más o menos las correctas. Cumplían uno de los dos requisitos, así que valía la pena intentarlo.

—¿Puede traerlos esta noche?

—Trato hecho —respondió Sawney—. Basta con que me indique el lugar y la hora.

Dodd volvió a rebuscar en su abrigo. Esta vez extrajo la mano con un pequeño cuaderno de notas y el cabo de un lápiz.

—¿Conoce las letras?

—¿Me pregunta que si sé leer y escribir? Por aquí no somos todos unos bárbaros, doctor.

—Me complace y alivia saberlo. —Dodd arrancó una hoja del cuaderno y empezó a escribir—. Aquí está la dirección. ¿Entiende mi letra?

Sawney examinó detenidamente la información. Frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —preguntó Dodd mientras se guardaba el lápiz y el cuaderno en el bolsillo, sin alterar la expresión de su rostro.

Sawney sacudió la cabeza.

—Creí conocer todas las escuelas. No sabía que había una allí, eso es todo —dobló el papel y se lo metió en el bolsillo del chaleco—. De acuerdo, entonces —añadió tendiendo la mano para coger la cruz.

Sawney ni siquiera llegó a ver que el doctor alargaba la mano izquierda hacia él. Lo siguiente que notó fue la mano de Dodd sujetándole la muñeca con fuerza al tiempo que le dirigía una mirada pétrea. Cuando habló, su voz se tornó grave y quebradiza, como el sonido del cristal al agrietarse.

—Tenga en cuenta una cosa, Sawney… —los ojos del doctor se dirigieron entonces hacia la cruz de plata—. Ni se le ocurra desaparecer con su adelanto. Si se larga, le encontraré. Téngalo por seguro. Espero que se atenga a nuestro acuerdo, que ejecute mis instrucciones al pie de la letra y con la máxima discreción. ¿Queda claro?

Sawney intentó liberar su brazo, pero la fuerza con la que lo agarraba el doctor era asombrosa.

—¿Entendido? —repitió Dodd.

Sawney hizo una mueca de dolor cuando el doctor lo atenazó con más fuerza.

—Dios, ya le dije que lo haríamos, y lo haremos. ¿Por quiénes nos toma? ¿Cree que nos vamos a dedicar a ir a patearnos toda la avenida Strand pegando malditos anuncios?

—Su palabra, Sawney. ¿Puedo contar con su palabra?

Sawney se quedó paralizado. No había demasiadas cosas que le consiguieran poner nervioso, pero la frialdad de la mirada de Dodd le heló la sangre. Tragó saliva e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Magnífico —Dodd le soltó la mano bruscamente, cogió su bastón y se puso en pie. Después, mirando a Sawney fijamente a los ojos, como si nada extraño hubiera pasado, sonrió—. Quedo a la espera de nuestro próximo encuentro.

El doctor se dio la vuelta. De repente, Sawney sintió un oscuro presentimiento brotar furtivamente desde lo mas profundo de su subconsciente, como si alguien hubiera abierto la puerta de una habitación poco iluminada, permitiéndole vislumbrar una sombra pasar tras la casi extinguida llama de una vela. La sensación desapareció casi con la misma rapidez con la que había surgido, y sin embargo le produjo un sentimiento de pavor tan intenso que se le cortó la respiración.

Sólo cuando Dodd se detuvo y se dio la vuelta, Sawney se percató de cómo debía de haber sonado su exhalación. Le recorrió un escalofrío.

El doctor ladeó la cabeza mientras miraba por encima de su hombro encorvado.

—¿Qué pasa, Sawney? Tiene aspecto de haber visto un fantasma.

Bajo la tenue luz, la mirada del doctor seguía siendo tan negra como el carbón, sin una pizca de cordialidad.

Sawney bajó la mirada y comprobó que la piel de sus largos brazos aparecía cubierta de retales de carne de gallina. Tenía el vello tieso, como las cerdas de un cepillo. Hizo un rápido gesto de negación con la cabeza y señaló hacia su plato.

—Un trozo de queso que se me ha ido por el lado equivocado, eso es todo.

El doctor le sostuvo la mirada durante lo que parecieron ser minutos.

—Hay una cosa más, Sawney. Los cuerpos han de ser entregados enteros. Déjeles la dentadura.

Con las instrucciones aún flotando en el aire como un mal presagio, Dodd se giró y prosiguió su camino hacia la salida.

Sawney esperó a que el doctor hubiera salido para soltar la respiración. Se levantó, y metiéndose la cruz en el bolsillo, se encaminó con pasos vacilantes hacia el mostrador, llevándose la jarra consigo. Hanratty guardaba una botella de brandy español bajo las tablas. Sawney vació lo que quedaba en su jarra en el cubo de los desechos, extrajo el brandy de su escondite, y se sirvió una copa. Llevándose la bebida a los labios, dio un largo y profundo sorbo, y esperó a que su ritmo cardiaco se calmara.

Entonces se preguntó qué acababa de ocurrir.

No estaba seguro de lo que le había revelado su mente —el fogonazo de un recuerdo, tal vez, o un presagio de lo que se avecinaba. No lo sabía. Intentó recordar la visión que había tenido, pero su cerebro no respondió. Fuera lo que fuera, Sawney tenía la impresión de que era perverso. Si esa misma puerta volvía a entreabrirse de nuevo, no estaba seguro de querer averiguar lo que había al otro lado de la misma. Tomó otro trago de brandy.

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