—Un penique por tus pensamientos —pronunció una voz ronca tras de él.
Jago se volvió. Las patas de gallo que bordeaban sus ojos negros se arrugaron.
—Sólo admiraba la vista.
—Yo también —le respondió la voz. El comentario vino seguido de una risa gutural.
—Eres una descarada, Connie Fletcher —dijo Jago soltando una carcajada—. ¿No te da vergüenza?
La mujer yacía recostada sobre un lado en la cama. También ella estaba desnuda. Tenía la cabeza apoyada en la mano derecha. Un par de cálidos ojos azules, enmarcados por una alborotada melena de pelo rubio, contemplaban a Jago con una mezcla de humor y afecto.
—¿Vergüenza? Mira quien fue a hablar, de pie junto a la ventana con el culo al aire —ella bajó la mirada—. Claro que es un culo bastante bonito, no demasiado caído. De hecho, no está mal para un viejo.
—Cuidado a quien llamas viejo —le espetó Jago fingiéndose ofendido—. Para tu información, me han dicho que aparento tener el cuerpo de un veinteañero.
—¿Ah, sí? Vaya, pues ya hace tiempo que se lo devolviste. Anda, ¿por qué no vienes y le das a Connie un achuchón?
—Siempre puedes empezar sin mí —contestó Jago lanzando una mirada sugestiva.
—Cierto, pero no es tan divertido.
Jago levantó los ojos hacia el techo e hizo una mueca de resignación.
—Lo que uno tiene que hacer por Inglaterra.
Connie Fletcher tiró del borde del edredón y sonrió radiante.
—¡Dios salve al rey!
Jago volvió a la cama y Connie se corrió para dejarle sitio, tirando hacia ella el extremo de la colcha.
—¿Ya estás?
—Estoy —contestó Jago.
Connie echó el edredón sobre ambos y recostando la cabeza sobre el pecho de Jago se acurrucó a su lado.
—Qué a gustito… —comentó ella.
Yacían envueltos en un agradable silencio. La respiración de Connie acariciaba suavemente la piel de Jago. Sin embargo, transcurridos uno o dos minutos, él la sintió moverse. Ella alzó la cabeza.
—No hablaba en serio cuando dije que eras viejo —le explicó—. No lo eres.
—Tampoco es que esté en la flor de la vida.
—¿Y quién lo está? —Connie se incorporó ligeramente—. Tengo medias más viejas que algunas de las chicas que trabajan aquí para mí.
Jago la contempló.
—Eres una mujer bonita, Connie Fletcher. Y no dejes que nadie te diga lo contrario.
Connie le dio una palmada en el estómago.
—Y tú eres un zalamero con mucha labia, Nathaniel Jago —exclamó—. Pero te lo agradezco, de todas formas.
—No lo diría si no lo pensara. Además tienes cerebro, y tampoco le digo eso a mucha gente.
—Bueno, me agrada saber que no sólo me aprecian por éstas —Connie bajó la vista y se agarró el pecho izquierdo con la mano—. Y no es que no me haya ganado bien el sustento con ellas, a ver si me entiendes.
Con la cabeza de Connie sobre su regazo y la pierna de ésta sobre su muslo, Jago se sentía satisfecho y relajado. Lo cual no significaba que hubiera bajado la guardia por completo. Ese era otro legado de sus días en el ejército: la capacidad de descansar y reservar energías mientras mantenía un ojo abierto, por si acaso.
Se oyeron unas carcajadas femeninas desde fuera de la habitación.
—Esa debe de ser Esther —rió Connie entre dientes—. Está con ese caballero suyo. No sé cómo se las apaña a su edad. Hay que reconocer que es todo un viejo verde. Esther dice que le gusta perseguirla alrededor de la cama. Según él, es el único ejercicio que practica ahora que ya no caza. ¿Me perseguirás alrededor de la cama cuando estés viejo y canoso?
—Ya estoy viejo y canoso. Pero si quieres darle vueltas a la cama, adelante, no te cortes.
—Y luego dicen que ya no hay romanticismo —murmuró Connie.
La risa procedente del descansillo se fue apagando poco a poco.
La habitación quedó en silencio. Del otro lado de la ventana llegaba el tenue sonido de la calle.
—Necesito un favor, Nathaniel —dijo Connie dubitativa.
—Me preguntaba cuánto tardarías.
Ella se volvió y le miró.
—¿Qué quieres decir?
—Llevas cinco minutos intranquila. Venga, suéltalo.
Connie se sentó. Sus pechos se balancearon de manera tentadora.
—Es Chloe. Una amiga suya ha desaparecido.
Chloe era una de las chicas de Connie, una muchacha menuda y pelirroja con piel de alabastro.
—¿Por qué te interesa?
—Porque Chloe está preocupada y ha acudido a mí a pedirme consejo.
Era razón suficiente, reconoció Jago. Connie era como una madre para sus polluelas. Les daba trabajo; les enseñaba a vestirse y comportarse ante personas dignas; también velaba por su bienestar organizando revisiones médicas con un doctor local que realizaba visitas periódicas a la casa. Para Connie, una casa limpia era una casa en orden y una casa en orden generaba negocio. Y con el negocio llegaban los beneficios.
—Esta amiga, ¿es también del oficio?
Connie asintió.
—¿Independiente, por lo que entiendo?
Connie volvió a asentir.
—Se trabaja el Covent Garden y el Haymarket. La conocí una vez. Chloe y yo nos la encontramos de casualidad en Drury Lane. Una chica vistosa; de las que podría encajar aquí, con la formación adecuada. De hecho, había pensado decirle a Chloe que le preguntara si estaría interesada. Sadie me contó la otra mañana que espera una propuesta del joven Freddie Hamilton, el hijo de Brockmere, quien hace seis meses que la visita. Se dice que tiene unos ingresos de cinco mil libras anuales. Si de verdad se lo pide, Sadie se marchará, dejándome un puesto vacante.
Jago se contuvo de hacer comentario alguno, aunque tenía varios en la punta de la lengua. Con la lista de vástagos aristócratas que con los años se habían encaprichado con chicas del oficio y actrices se podría haber recorrido la avenida Strand ida y vuelta. Era sabido que los devaneos regulares desembocaban en una propuesta de matrimonio. No obstante, uno de los miembros con más autoridad de la familia a la que perteneciera el joven locamente enamorado solía pagar a la chica para que ésta rompiera la relación. Jago hubiera apostado de buen grado que, si efectivamente Sadie se marchaba con el chico Hamilton, todo acabaría en cuestión de meses y ella llamaría a la puerta de Connie pidiéndole que volviera a admitirla.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?
Connie dudó.
—Desde esta mañana temprano.
—Por Dios bendito, no puedes estar hablando en serio. ¿Sólo eso?
—Ya lo sé —le contestó Connie—. Pero Chloe está preocupada. Hace mucho que son amigas; son casi como hermanas, según cuenta. Cuidaban la una de la otra cuando Chloe hacía la calle. Me ha insistido una y otra vez en que quedan para verse regularmente, sin falta. Chloe está de descanso, ha salido y Molly no ha aparecido por ninguno de los lugares donde suelen encontrarse.
Jago se mostraba escéptico.
—Es verdad.
—No estoy diciendo que no lo sea. Quizás esta vez, la muchacha no quiere que la encuentren.
Connie negó con la cabeza.
—Chloe me ha dicho que eso no es probable.
Jago movió la cabeza y suspiró.
—Por lo que supongo no hay ningún hombre, ¿no?
—Lo había. Era soldado en un regimiento de infantería. Lo mataron en Portugal. No le llegaba el dinero, así que decidió hacerse del oficio.
Jago había oído la misma historia un centenar de veces. No había ciudad en el país que no albergara un número cada vez mayor de viudas de guerra empujadas a buscarse el sustento por ellas mismas mientras los cuerpos de sus hombres yacían palideciendo bajo algún sol extranjero. Para las que tenían uno o varios niños que mantener era incluso peor, en particular para las viudas de soldados rasos. Muchísimas mujeres se habían visto obligadas a hacer la calle por un mendrugo de pan y unas monedas.
—¿Así que quieres que corra la voz? —preguntó Jago dubitativo.
—Tú conoces a gente —le respondió Connie.
—¿Estás insinuando que me relaciono con sujetos nefarios?
—Bueno, seguramente no los conoces a
todos
—sugirió Connie—. Quizás sólo a algunos. Pero tengo más probabilidades de obtener ayuda pidiéndotelo a ti que a los guardias. Los dos sabemos cuál sería su respuesta si les dijera que estoy preocupada por la desaparición de una fulana: se partirían el culo de risa.
—Ya, en eso tienes razón. Muy bien, por ser tú, veré qué puedo hacer. Pero será mejor que le digas a Chloe que no se haga demasiadas ilusiones. Probablemente no averiguaré nada y, si es que lo hago, puede llevarme tiempo. Chicas así, que no tienen donde caerse muertas… ¡Diablos! Tú sabes lo que es, lo has vivido. Por eso, los agentes de la ley no te harían ni caso —Jago miró a la ventana, al desdibujado contorno de los tejados de la ciudad—. Esto no es jauja, de eso no cabe duda. ¿Cómo se llama la chica?
—Molly, Molly Finn.
—¿Qué aspecto tiene?
—Como yo, con veinte años menos.
De repente, la petición de Connie empezó a cobrar algo de sentido. Jago la observó y arqueó las cejas.
—¿Es esa otra razón para haberme pedido el favor?
—Puede. Aunque quizás sea porque no es lo único que ambas tenemos en común.
—¿Qué quieres decir?
Connie esbozó una lánguida sonrisa y agachó la cabeza hasta el pecho.
—Las dos nos enamoramos de un soldado.
Swaney, cercado por la oscuridad, descendió las escaleras. Sabía que debería haberse traído una luz, pero por alguna razón ese detalle se le fue de la mente. Iba guiándose a tientas, palpando el frío muro de piedra a medida que bajaba con la cautela propia de un ciego en una mina.
Por si la falta de iluminación fuera poco, se había ido percatando de un raro olor cada vez más fuerte. No estaba seguro de qué se trataba. No podía ser humedad —los muros estaban bastante secos—, pero fuera lo que fuese, el aire estaba impregnado de él, era un extraño hedor metálico, tan acre que se le pegaba al fondo de la garganta. Swaney segregó saliva y la tragó en un intento de eliminar el sabor a cobre, pero la artimaña no le sirvió de mucho; si acaso, sólo lo empeoró.
También oía ruidos; distantes y ahogados. En la oscuridad se hacía difícil determinar su procedencia. Eran una especie de maullidos apenas perceptibles, como de un animal dolorido, débiles murmullos y, de vez en cuando, un resuello, como de aire vibrando en una garganta.
De pronto, se acabaron los peldaños. Swaney sintió losas de piedra bajo sus pies. Bajó la vista. Sus ojos captaron un tenue brillo unos pasos más adelante y comprobó que se trataba de luz de velas escapándose por debajo de una puerta cerrada. Swaney avanzó con sigilo. Conforme lo hacía, le iba llegando un débil susurro desde el otro lado del muro que le erizó los pelos de la nuca. Pegó la oreja a la puerta y volvió a oírlo, aunque era imposible entender lo que decía.
Swaney vaciló. Lo último que deseaba era abrir la puerta, pero tampoco quería quedarse atrapado en la oscuridad. Se encontraba aún barajando sus opciones cuando el pestillo se liberó como por voluntad propia y la puerta se abrió.
Era un sótano profundo, de techo abovedado, que bajo una lóbrega luz parecía extenderse como un túnel en la oscuridad. Había camastros adosados a los muros, con los pies mirando hacia afuera. Cada uno de ellos se encontraba sumido en la sombra, salvo por un pálido resplandor emitido por la titilante luz de los cabos de unas velas colocadas sobre un pequeño baúl de madera junto a cada colchón. Todos los camastros, por lo que Swaney podía adivinar, estaban ocupados, aunque era difícil saber por quién. Podía atisbar formas imprecisas, algunas cubiertas en parte con una áspera manta, pero no podía distinguir rasgos individuales en la penumbra.
De una de las camas se elevó un largo gemido cargado de dolor. A Swaney se le pusieron los pelos de punta. Oyó los susurros de nuevo, tan indefinidos como la vez anterior. Trató de localizar su procedencia, pero fue inútil. Era como escuchar las hojas de los árboles susurrando por el viento.
Swaney se vio dirigiéndose con cuidado hacia la cama más próxima. La respiración apagada crecía en intensidad a medida que se aproximaba al lecho. Se paró a los pies del camastro. Podía columbrar el vago perfil de un rostro, pero la forma bajo la manta parecía anormal y atrofiada, como si no estuviera plenamente desarrollada. Entonces se percató de que a la persona que yacía en el camastro le faltaban las piernas. Se acercó a la cabecera y vio que el paciente tenía los ojos muy abiertos y miraba al techo. Había un aire familiar en el rostro de aquel hombre que despertaba en Swaney una extraña inquietud. Al principio, no estaba seguro de por qué se sentía así; de pronto, cayó en la cuenta. Apenas Swaney sintió el azote de la evidencia, el paciente volvió la cabeza; abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. Cuando Swaney se percató del por qué, retrocedió, ahogando un grito.
Se volvió con celeridad, pasando al camastro contiguo. En este caso, al paciente le habían amputado el brazo a la altura del hombro. El vendaje que cubría el muñón estaba negro por la sangre, al igual que la manta, el borde del colchón y el suelo de debajo. Swaney dirigió la vista al rostro del paciente. Cuando éste le devolvió la mirada, a Swaney se le hizo de nuevo un nudo en la garganta reculando presa del terror.
Temblando, Swaney se acercó a la siguiente cama. En ésta, al paciente le habían arrancado la parte baja de las mejillas y la mandíbula. Durante un espeluznante momento, Swaney pensó que el hombre le estaba sonriendo. Pero al parpadeo de la luz de la vela, comprobó que al paciente sólo le quedaba la fila superior de los dientes, los cuales sobresalían de las encías como amarillentas estacas astilladas.
Swaney se giró sobre sus talones alejándose, invadido por un creciente sentimiento de pánico. Miró a su alrededor. Por lo que veía, en todos los camastros había lo mismo: hombres heridos, desfigurados; las bajas de una terrible batalla. Algunos aún llevaban puestos los vestigios de un uniforme: una chaqueta cubierta de sangre o un par de sucios y andrajosos calzones. Las heridas eran horripilantes. A muchos de ellos les faltaban miembros; otros tenían terribles heridas abiertas en el pecho. Eran éstos últimos los que emitían los resuellos que Swaney había oído antes. Su respiración reproducía jadeos sincopados, como los de un fuelle, al luchar por aspirar el aire hasta sus maltrechos pulmones. Había hombres a quienes les habían volado de un tiro la mitad de la cara, otros con profundos tajos en el cráneo, causados por un sable o un tiro; era imposible saberlo en la oscuridad.