La mayoría de los especímenes parecían ser órganos internos, o al menos eso ponía en las etiquetas: corazones, hígados, tripas, riñones… la lista era interminable. Algunos de los contenidos eran fácilmente identificables, como los intestinos, que guardaban una curiosa semejanza con una piel de salchicha hueca. En cuanto a los otros, sólo podía hacer conjeturas. La capa de polvo sobre los tarros y la tinta semiborrada de las etiquetas indicaban que llevaban un tiempo en las estanterías. El sellado de algunos de los tarros se había podrido permitiendo que pasara el aire y se evaporara el líquido del interior. Hubiera lo que hubiera en el interior de los deteriorados tarros se había desintegrado hacía mucho, por lo que ya no guardaba ningún parecido con su forma originaria. Debajo de las estanterías había aproximadamente una docena de tarros rotos cuyo contenido se había derramado por todo el suelo. Resultaba difícil distinguir los vestigios de sus desecados contenidos de las cagaditas calcificadas de los roedores esparcidas por las tablas del suelo.
—¿Qué demonios son estas cosas? —susurró Jago.
—Preparaciones —contestó Hawkwood recorriendo la habitación con la mirada.
Dada la oscuridad reinante, no se había percatado de lo amplio que era el cuarto. Pensó que, probablemente, habían quitado uno de los tabiques con objeto de agrandar el espacio, al igual que en la planta baja. Había más estanterías en la pared de enfrente con otra colección de tarros. Una mesa rectangular ocupaba el centro de la habitación. Se acercó hacia ella y advirtió que sobre la misma había lo que parecía una tabla de carnicero y una serie de recipientes de mayor y menor profundidad. Sobre la tabla había algunos utensilios que le resultaban familiares: herramientas de mano. No obstante, no eran como los aparejos de carnicero encontrados en la bodega del Perro; éstos eran mucho más refinados. En cualquier caso, ya los había visto antes, en las manos del cirujano Quill. Eran instrumentos médicos.
Sus ojos barrieron la superficie de la mesa. Tardó un rato en percatarse de la diferencia entre la mesa y los especímenes de las estanterías a sus espaldas: no había polvo.
Algo salido de la nada le tocó el brazo. Molly dio un respingo.
—Se le está pasando el efecto —dijo una voz—. Está despertándose.
Al oír estas palabras y darse cuenta de que había dos personas con ella en la habitación, le asaltó el recuerdo de su suplicio a manos de los Ragg, y con él le sobrevino el pánico. Volvió a ver las lascivas caras de los Ragg, a sentir su fuerza bruta, oler sus sucios cuerpos pestilentes, ácidos como el vómito, mientras se turnaban con ella. Recordó igualmente su vergüenza por no resistirse a tal degradación con la vana esperanza de no sufrir mayores tormentos, consciente en todo momento de que eran hombres sin piedad, hombres que obtenían placer de la humillación infligida a los demás. En ese instante, al sentir las manos sobre su piel, Molly supo que estaba a punto de padecer más de lo mismo, pero esta vez no iba a entregarse sin dar guerra.
Cuando se disponía a dar golpes a diestro y siniestro, sus brazos y piernas se negaron a obedecer; era como si no le pertenecieran. Sintió cómo retiraban la sábana de su cuerpo. Miró hacia abajo y de inmediato comprendió por qué tenía tanto frío: estaba desnuda.
En ese preciso momento le invadió un auténtico pavor. Intentó chillar, pero una vez más sólo consiguió emitir un débil carraspeo.
Unas fuertes manos la agarraron por los hombros, presionándola hacia abajo.
—Sujétala —ordenó la voz.
Molly notó cómo le inmovilizaban las piernas; luego los brazos. Estaban amarrándole las muñecas y los tobillos con algún tipo de atadura. Giró rápidamente la cabeza a un lado y reparó en las gruesas correas de piel y en la fuerza con que las estaban ajustando.
Molly se dio cuenta de que no la estaban atando a una cama, sino a una mesa. Siguió resistiéndose, pero cuanto más luchaba, más le ceñían las correas. Quedó sujeta en un abrir y cerrar de ojos, paralizada; entonces, vio por primera vez el resto de la habitación percatándose aterrada de que no se trataba ni de una iglesia ni de una capilla.
La verdadera índole de la situación en que se hallaba atravesó a Molly como una flecha directa al corazón. Miró a su alrededor horrorizada. Oyó una voz quebrada que parecía provenir de muy lejos y que reconoció vagamente como la suya susurrando: «¿Voy a morir?».
La contestación, cuando llegó, fue formulada con suavidad y una calma tranquilizadora, casi afectuosa.
—No, querida.
Tú
vivirás para siempre.
Los alaridos de Molly Finn ya resonaban en la habitación antes de que Titus Hyde situara el filo del escalpelo sobre el canal que formaban sus pálidos pechos. A continuación, con la mínima presión, deslizó la hoja a lo largo del esternón.
Hawkwood oyó maldecir a Jago entre dientes. Se giró y siguió su aterrada mirada clavada en el techo.
Huesos; demasiados para poder contarlos, suspendidos de una fila de ganchos sujetos a las vigas como murciélagos marchitos en una oscura cueva. Fémures, peronés, costillas, huesos pélvicos, huesos de los pies, del antebrazo; muchos con sus correspondientes manos y dedos, ennegrecidos por el paso del tiempo y el hollín de las velas, colgaban junto a clavículas y columnas vertebrales, algunas de las cuales aún conservaban restos de músculo y lo que tal vez eran jirones de carne seca desde hacía mucho.
Hawkwood apartó la mirada. La segunda colección de tarros más cercana tampoco parecía estar cubierta de polvo. El líquido de su interior estaba mucho más limpio que el de los recipientes al otro lado de la habitación. Recordó las palabras de McGrigor quien le aseguro que el conservante por excelencia era el espíritu de vino. Hawkwood no tenía la menor intención de dar un sorbo para comprobarlo. La transparencia del líquido permitía ver el contenido con claridad. Trató de recordar qué partes habían sido extraídas de los cadáveres de Saint Bartholomew y del cuerpo encontrado sobre el Fleet. Por el color y la consistencia de la solución, no cabía duda de que los órganos de esos tarros habían sido añadidos a la colección hacía mucho menos tiempo.
—Ya he tenido suficiente —dijo Jago blanco como la cera—. Además, no estamos más cerca de encontrar a Molly Finn ni a tus malditos matasanos.
—No, pero los hijos de perra han estado aquí.
Hawkwood se volvió y se encontró hablando solo. Dejó a sus espaldas la habitación y su horripilante atrezo, y descubrió a Jago frente a una de las dos puertas al otro extremo del estrecho rellano.
A primera vista la habitación no era distinta de las otras que habían inspeccionado: pintura descascarillada, suelos sin enmoquetar, ventanas entabladas. En cambio, había un colchón; y encima un montón de ropa de cama sucia. Junto al colchón había una mesa pequeña sobre la que descansaban una palmatoria y algunas cerillas de azufre. Apoyada en la pared se encontraba una mesa más grande con una palangana desconchada y un jarro. Al fondo de la palangana brillaron algunas diminutas gotas de humedad bajo la luz de la linterna. Echó un vistazo a la chimenea. El hogar estaba lleno de ceniza.
Hawkwood se inclinó sobre la pila de ropa de cama. Se enderezó con unas enaguas en la mano.
Un grito de mujer desgarró la noche.
—¡Virgen Santa! —exclamó Jago girando sobre sus talones.
El alarido parecía provenir de debajo de ellos. A éste le siguió un segundo de igual intensidad, y otro a continuación, ambos en un lapso muy corto. Para entonces, Hawkwood ya había soltado las enaguas y corría hacia las escaleras pisándole los talones a Jago.
Habían recorrido la mitad de los escalones cuando los gritos cesaron bruscamente. Hawkwood no sabía qué era más inquietante, si los alaridos o el extraño silencio que le sucedió.
Jago se volvió hacia él como loco.
—¿De dónde demonios viene? ¡Maldita sea, hemos mirado por todas partes! ¡Aquí no hay nadie!
Jago tenía razón.
Habían
mirado.
Y entonces, justo al poner el pie en la planta baja, Hawkwood lo vio.
—¡Allí!
Jago lanzó imprecaciones. Había otra puerta inmersa en las sombras bajo las escaleras, casi oculta a la vista. Tanto a uno como a otro se les pasó por alto en el primer reconocimiento.
Conducía a otra habitación, reducida y sin ventilación, pero con señales de haber sido recientemente habitada: sobre una mesa reposaba una botella vacía de Madeira y algunas tazas, así como varias hojas de periódicos desperdigadas. Detrás de la mesa había una abertura que comunicaba con la parte de atrás de la propiedad. Hawkwood empezaba a darse cuenta de que la casa era como una madriguera de conejo. Se deslizaron por el hueco agachados y de nuevo se encontraron en otra habitación estrecha. Una fila de perchas jalonaba una de las paredes. El único elemento reseñable del mobiliario era un antiguo escritorio de madera.
Ambos lo vieron al mismo tiempo: una débil franja de luz filtrándose por debajo de una de las paredes del fondo.
Tras recibir un silencioso asentimiento de Jago, Hawkwood tiró de la puerta con fuerza.
Era de proporciones más reducidas que la sala de operaciones del Guy, sin embargo, la distribución era prácticamente idéntica: filas de banquillos en forma de gradas semicirculares que ascendían hacia el techo. En el centro del anfiteatro, rodeados por la luz de cientos de velas, había dos hombres en mangas de camisa y con delantales manchados de sangre inclinados sobre una mesa oval. Entre ambos yacía el cuerpo desnudo de una joven.
Al oír el sonido de pasos, los dos hombres se giraron con los rostros petrificados de asombro.
—Se acabó, coronel —sentenció Hawkwood—. Suelte el cuchillo y apártese.
Titus Hyde permaneció completamente inmóvil.
Hawkwood lanzó una mirada al compañero de Hyde.
—Eso también va por usted, cirujano Carslow —Hawkwood levantó la pistola—. Es una orden, no un ruego.
Los dos hombres se retiraron lentamente. A Jago se le cortó la respiración cuando el cuerpo sobre la mesa quedó a la vista.
La mitad inferior del torso de la mujer estaba cubierto por una sábana. Si lo habían puesto con la intención de preservar la honestidad de la víctima, el gesto llegaba demasiado tarde. En una escena casi calcada a las autopsias del cirujano Quill en el depósito de cadáveres, Hawkwood advirtió que habían abierto de un tajo el pecho de la muchacha. Estaban a punto de levantar la carne a ambos lados de la incisión. Si por los gritos aún no se había percatado, ahora Hawkwood no necesitaba confirmación alguna: ya no se podía hacer nada por Molly Finn. Sin vida, el joven rostro de la chica, ribeteado por una melena de cabellos rubios, parecía increíblemente sereno. Sin duda, su expresión contrastaba por completo con el miedo y el terror que debió de haber sentido momentos antes de que el escalpelo de Hyde la seccionara. Sin decir palabra, Hawkwood cubrió el resto de su cuerpo con la sábana.
Su atención se centró en la segunda mesa y en el objeto que descansaba encima, igualmente tapado por una sábana. Hawkwood la retiró con cuidado y se encontró mirando el interior de una especie de artesa de metal de poca profundidad llena de un líquido meloso. Inmerso en el líquido había otro cuerpo.
—Hermosa, ¿no le parece? —dijo Hyde.
Su voz dejaba traslucir cierto orgullo.
Puede que fuera bello otrora, imaginó Hawkwood; quizás en plena flor de la vida. Conservaba los brazos, piernas y pechos, y se trataba indudablemente de una mujer; sin embargo, «hermosa» no era la palabra que hubiera usado para describir lo que tenía ante sus ojos. La carne tenía aspecto de cera derretida. Los retazos unidos con puntadas, claramente visibles a lo largo de los brazos, muslos, caderas y frente, indicaban las zonas donde habían trasplantado los fragmentos de piel extirpados a los cadáveres de Saint Bartholomew. Habían hecho una incisión y doblado la piel a la altura del esternón, siguiendo el mismo procedimiento que precisamente Hyde estaba utilizando con Molly Finn cuando lo interrumpieron. En cambio, mientras que el rostro de Molly Finn aún reflejaba el color y la frescura de la juventud, el de aquel cuerpo parecía tener mil años. A Hawkwood le hizo pensar en la cabeza de mono que había visto en uno de los tarros de la planta de arriba.
En el suelo de la sala de operaciones, junto a la segunda mesa, había un grupo de objetos cilíndricos, una docena en total, cada uno aproximadamente de la altura de medio hombre. Eran columnas de discos metálicos. El extremo superior de cada pila estaba conectado a la siguiente más cercana por un hilo de cobre. No hacía falta que nadie le explicara a Hawkwood lo que tenía enfrente: era una batería eléctrica.
Hawkwood tragó bilis y se giró.
—¿Realmente cree que puede hacer milagros, coronel?
Hyde alzó sus manos teñidas de sangre.
—Con éstas, sí.
—Coronel, usted no es Dios.
—No, soy cirujano.
—¿Y que le da derecho a cometer asesinato? Pensé que los médicos prestaban algún tipo de juramento.
—Es mi hija. Me la arrebataron. Tengo el poder de devolverla a la vida. Puedo reconstruirla de nuevo y volver atrás en el tiempo.
—¿Hija? Ella no es su hija, coronel, y nunca lo será. Ni siquiera estoy seguro de que pueda hablar de «ella» para referirse a esa
cosa.
A propósito, así solían llamarlos los alzamuerzos: cosas. Ahora es tan sólo piel y huesos y cualquiera que sea el fluido en el que está embalsamada. ¿Piensa que es hermosa? Qué Dios le ayude. Molly Finn era hermosa, antes de hacerle una carnicería. ¿Qué demonios pretendía, Hyde? ¿Qué le había hecho esa pobre chica? Santo cielo, ha matado a tres personas, ¿para esto? ¿Un saco de huesos en una bañera? Definitivamente, usted no está en sus cabales.
Hawkwood se giró hacia el compañero de Hyde.
—Me pregunto cuáles son sus motivos, cirujano Carslow.
—Usted no lo entiende —replicó Carslow.
—¿Ah no? Bueno, quizás pueda iluminarme. Sabía que alguien debía estar ayudándolo y tenía que ser alguien con dinero; y usted, Carslow, tiene más dinero que Dios. ¿Y así es cómo elige gastarlo?
Hawkwood se volvió de nuevo a Hyde.
—Aquí su amigo me contó que nunca le había visitado en Bethlem, pero eso no les impidió seguir manteniendo correspondencia, ¿me equivoco? ¿Qué hizo, coronel? ¿Escribir una lista de la compra? Me pregunto qué le mandaría en primer lugar, ¿el dibujo que consiguió de James Matthews? Este equipo no es ninguna baratija; tienen que habérselo hecho a medida. Y por supuesto, él le habría dicho que este lugar estaba deshabitado: su antigua escuela. Seguramente no quiso dejar escapar la oportunidad. Cuenta incluso con su propia sala de operaciones; le ha venido al pelo, ¿no es cierto? Me preguntaba cómo habría averiguado quien era
yo,
pero entonces caí en la cuenta de que debía haber sido Carslow quien le había dado mi nombre y descripción. Tiene que haber pasado un frío de narices dando vueltas por Bow Street, esperando a que yo apareciese. ¡Ah! y fue Sawney quien le delató a
usted
, coronel, en caso de que se estuviera preguntando cómo hemos llegado hasta aquí. Esta muerto, por cierto. Todos lo están. Ha sido una noche muy movidita —dijo Hawkwood sonriendo—. En cualquier caso, hay que ver el lado positivo: vamos a darle trabajo a Jack Ketch. Así podrá matar dos pájaros de un tiro. —Hawkwood se volvió hacia Edén Carslow—. ¿Qué? ¿Piensa que por mantener la boca cerrada no le van a incriminar? Ya es demasiado tarde para eso, hijo de perra.