Jamás puso un pie en el edificio; no tenía razones para hacerlo. Su labor se limitaba al traslado de los heridos. Esa era su única responsabilidad. Hasta el día en que la curiosidad le pudo.
El calor era sofocante y el agua salobre de su cantimplora no había conseguido aliviar la sequedad de su reseca garganta. Estrujándose el cerebro para dar con una forma de calmar su sed, se le ocurrió que tenía la solución ante las narices: la bodega.
Era lógico que allí, en alguna parte, hubiera algo con que remojar el gaznate, ya fuera vino o brandy. Probablemente los sótanos estarían repletos de bebidas, con barriles recubriendo los muros a la espera de ser vaciados. Seguro que lo oficiales, los muy cabrones, habían estado sirviéndose libremente, con todo, esos hijos de puta no podían habérselo bebido todo. ¡Demonios!, había pensado Swaney, hasta los posos del fondo de los barriles estarían más pasables que el brebaje de su cantimplora. Así que se bajó del carro para explorar.
Evitando la entrada principal, se acercó a la parte trasera del edificio donde encontró lo que parecía una entrada en desuso desde hacía ya tiempo. En la base del muro adyacente, había una serie de trampillas de madera incrustadas en la piedra que le recordaron a las que los pubs de su país tenían fuera para recibir las entregas de cerveza y licores. Ajadas, desvaídas por el sol y medio ocultas por las malas hierbas que colgaban desde arriba, las trampillas no arrojaban un aspecto muy halagüeño —de hecho, el propio edificio parecía llevar siglos abandonado—; así y todo, Swaney, taimado, ansioso y atraído por la posible inminencia de un tesoro oculto, no cejó en su empeño. Cuando dio con la escalera de piedra, el corazón se le salía del pecho.
Encontró por casualidad el cabo de una vela, cuya luz le insufló confianza. Tras un largo rato y numerosos trompicones, Swaney confirmó finalmente sus sospechas: en efecto, el lugar tenía sótanos, aunque el cúmulo de meandros, pasadizos sin salida y escaleras recordaban más a un dédalo subterráneo que a una bodega.
Finalmente, más por puro azar que por planificación, llegó al sótano principal, después de parecerle haber estado horas deambulado en la oscuridad. Tras recorrer un pasadizo lateral atraído por una luz parpadeante, emergió de la penumbra creyendo haber descubierto una mina de oro; no obstante, el lugar no custodiaba toneles ni corchos. De hecho, no había ni un barril a la vista, sólo camas improvisadas. Y todas ellas estaban ocupadas.
Swaney se había hecho inmune a la muerte, los cadáveres y los heridos. O al menos eso pensaba. Ciertamente se había habituado a las escenas frente a las tiendas de los cirujanos, donde ver una fila de hombres esperando durante días para recibir tratamiento estaba a la orden del día. La imagen siempre era la misma: uniformes salpicados de sangre, rostros abatidos, ojos hundidos y extremidades hinchadas; todo ello aderezado por el empalagoso y repugnante olor a gangrena que infestaba el fétido aire que les envolvía. Recordaba a los cirujanos, vestidos únicamente con camisa y calzón, sus manos y ropa embadurnadas de sangre mientras trabajaban con los cuerpos tendidos sobre mesas que no eran más que puertas de madera dispuestas sobre toneles de vino.
También recordaba sonidos: los continuos chirridos de las ruedas del carro, el gimoteo de los hombres al ser trasladados por terrenos que hubieran desafiado la agilidad de una cabra, y el incesante zumbido de enjambres de moscas negras como el carbón dándose un festín con las úlceras abiertas.
Esta vez era distinto. En aquella sala subterránea, no fue el ver a los ocupantes de las camas, la sangre o la naturaleza de sus heridas lo que le intimidó, ni siquiera oír los exangües lamentos de malestar. No al principio, al menos. Fue el grito.
No había sido emitido por un hombre. No existía garganta humana que pudiera producir tal sonido o algo que se le pareciese. Se acercaba más al alarido de un animal, a un zorro atrapado por un cepo o a alguna clase de simio. Swaney había visto simios y monos en sus viajes. Había oído chillar y cridar a dichos animales, por lo general durante trifulcas por comida; el clamor de la bodega guardaba un asombroso parecido con aquellos sonidos. Sin embargo, aunque su mente intentaba convencerse de esa remota posibilidad, en su fuero interno sabía que se estaba engañado y que ni el simio más escandaloso hubiera podido producir aquel aterrador chillido.
No pudo llegar a distinguir el rostro de la persona que sostenía el cuchillo. Lo único que alcanzó a atisbar fue su silueta, la curvatura de su hombro; no obstante, la imagen y el grito desgarrador, unidos a lo que había visto, o creía haber visto en los camastros al fondo de la bodega, le habían bastado para dar media vuelta y salir escapado de allí como si los mismísimos perros del averno le pisaran los talones. Swaney nunca refirió el incidente, ni siquiera a Butler. Jamás volvió a aquel hospital. Le asignaron la misión de transportar equipamiento en el largo viaje a Badajoz. Sólo después de que Hyde le hubiera revelado su verdadera identidad la noche anterior, Swaney tomó conciencia de quién debía haber sido el hombre de la bodega y por qué le había asaltado aquel recuerdo cuando Hyde se presentó como Dodd. Lo único era que en el sueño se había revelado el rostro de la silueta; mientras que ahora la había visto en carne y hueso. La vida de Swaney retornaba al punto de partida.
Swaney se llevó la jarra a los labios y tomó un sorbo que le supo a pólvora en la boca. Lanzó una mirada a su alrededor. Maggett y los Ragg andaban por allí en alguna parte; al igual que Sal, ejerciendo su oficio, suponía él. Al pensar en los Ragg, Swaney apretó la jarra con fuerza.
Les había encargado una faena sencilla: lo único que tenían que hacer era retirar el cadáver de la mujer de las caballerizas subterráneas de Hyde y deshacerse de él. Después de salirle el tiro por la culata la última vez, a Swaney no se le había pasado por la cabeza vendérselo a ninguno de sus clientes habituales; así pues, había dado a los hermanos instrucciones expresas de hacer desaparecer el fiambre sin falta, para siempre, y no muy cerca de su cuartel general. Los Ragg le aseguraron haber cumplido con su tarea y Swaney, como un idiota, les creyó. Más tarde, llegó a sus oídos la noticia de que se había hallado el cadáver desnudo de una mujer, relativamente seco, en lo alto de una viga del río Fleet a tiro de piedra de allí; lo que significaba que habían cargado con el despojo por medio Londres para ir a soltarlo prácticamente delante de su puerta. Swaney explotó: les llamó cabrones inútiles y les soltó que no eran más que unos malditos chanchulleros de tres al cuarto, con lo que Swaney se quedó bebiendo sin más compañía que la suya propia y sus secuaces se desperdigaron por el pub con el rabo entre las piernas. Swaney sabía que el mosqueo no duraría mucho, nunca lo hacía. No cuando su lucrativo sustento dependía de que permanecieran unidos. Los cinco formaban un buen equipo, pero eso no quería decir que no hubiera veces en que les habría dado gustoso una somanta de palos.
Swaney desvió la mirada a la pareja sentada en la mesa de al lado. El hombre tenía la mano sobre la rodilla de la mujer. Swaney observó cómo la mano desaparecía bajo las faldas sin suscitar quejas de protesta, tan sólo unas risitas cuando la mujer le devolvió el favor deslizando su mano hasta la entrepierna del calzón. Swaney se sentía nervioso. Buscó a Sal y la localizó en la otra punta del pub hablando con uno de los chicos de Hanratty. Seguro que los muy cabrones estaban deseando meterle mano por debajo de la blusa, pensó. Pues se iban a joder, si alguien iba a meter mano a Sal por debajo de la blusa esa noche, ése iba a ser él. Vacío la jarra de un trago y se levantó; en ese mismo instante su mirada se cruzó con la de Sal. Cuando Swaney hizo un gesto con la cabeza señalando la puerta al fondo del local, Sal le guiñó un ojo presionando la lengua contra el interior de la mejilla hacia fuera. Swaney sabía que eso significaba que ella también estaba de humor y sintió cómo se le ponía dura; nada como una puta con inventiva para animarse.
Se encontraron en la puerta.
—¿Quieres que traiga a alguna de las otras chicas? —le preguntó Sal—. ¿Te hace un trío? Rosie se siente juguetona esta noche.
Swaney negó con la cabeza.
—Hoy no. Con una tendré suficiente.
Sal lo miró dirigiéndole una amplia sonrisa.
—Más que suficiente —le contestó, y cogiéndole de la mano atravesaron la puerta y subieron las escaleras.
—¡Por Dios bendito! —gruñó Lomax—. Cuando dijiste que iríamos a pie, no era esto precisamente lo que me imaginé.
—¡Silencio ahí atrás! ¡Basta de charla en las filas!
A la orden le siguió una bronca risita entre dientes que se propagó de manera turbadora por la penumbra.
—Apuesto a que se lo está pasando en grande, sargento.
El ojo izquierdo de Lomax chispeaba demoníaco a la luz de la lámpara de Jago que se proyectaba sobre su cara desfigurada.
—Venga ya, comandante. Un poco de agua no le viene mal a nadie.
—¡Un poco de agua, los cojones! —exclamó Lomax.
Jago sonrió.
Estaban literalmente andando entre mierda, a más de seis metros de profundidad bajo las calles.
Se hacía extraño lo natural que había sonado aquel breve diálogo, pensó Hawkwood al oír a Jago y Lomax llamarse por sus rangos. Había resultado curioso, y no menos entretenido, presenciar el primer encuentro de los dos hombres y observar la forma en que se miraban, como si cada uno intentara averiguar de qué madera estaba hecho el otro. Desde el primer intercambio de palabras, quedó claro que ambos habían reconocido en su interlocutor a alguien a quien, sin lugar a dudas, a uno le gustaría tener de su parte. Hawkwood recordó el comentario de Hyde en el callejón:
Un soldado siempre será un soldado…
—¿Crees que el joven Hopkins estará bien? —preguntó Lomax.
—Micah le guarda las espaldas —contestó Jago—. No le pasará nada.
—¿No habla mucho, no? —continuó interesándose Lomax.
—¿Quién?
—Micah.
—No le hace falta —le respondió Jago.
Y ése fue el fin de la
conversación.
Más adelante, a unos veinte pasos, oscilaba la luz de otra linterna arrojando un inquietante reflejo que se fundía con los muros y el techo del túnel.
—¿Cómo vamos, Billy? —preguntó Jago en voz baja.
Le respondió una voz con un marcado acento irlandés del Ulster.
—Acercándonos. Estamos a menos de quinientos metros.
—¡Por Dios! —profirió Lomax. Contempló con repugnancia el lento vaivén del caudal de inmundicia que corría a sus pies y maldijo de nuevo cuando volvió a introducir su bota en la blanda y viscosa ciénaga.
Accedieron al túnel por la bodega de la licorería de Newton. Esta idea se le había ocurrido a Jago al preguntarle Hawkwood si existía algún modo de acercarse al Perro sin ser vistos.
Existía un modo, le había contestado el sargento, pero no sería precisamente un camino de rosas.
En eso Jago había acertado de lleno, pensó Hawkwood. El olor que emanaba del río ya era bastante desagradable en la superficie. Debajo de ella, empero, superaba lo nauseabundo; era indescriptible, casi inefable.
Al igual que Lomax, todos se habían anudado un pañuelo alrededor de nariz y boca, aunque dicha protección era mínima, por no decir nula, contra el fétido hedor. Además, como pronto descubrieron, el olor no era la única sorpresa desagradable que les aguardaba. El cuerpo descubierto hacía unas horas y que ahora estaba en manos del cirujano Quill ya había demostrado sobradamente que el Fleet se tenía bien merecida su fama de estercolero comunitario. No obstante, en los oscuros, fríos y húmedos túneles la prueba era aún más explícita.
Las pegajosas manchas que se extendían por ambos flancos del túnel superaban con creces la altura de las caderas. Era un indicio del nivel al que podía elevarse el agua tras una densa lluvia o cuando el cauce se bloqueaba río abajo obstaculizando el curso del río. A su alrededor, las paredes de ladrillo estaban negras por la porquería que la corriente había dejado a su paso al bajar el caudal. La mugre se adhería a la pared formando grumos tan espesos como la brea, que al deslizarse imprimían su rastro cual babosas.
En el camino, limitado a poco más que una angosta cornisa, se arremolinaba el agua desbordada. Todos y cada uno de ellos se habían resbalado al menos una vez; sólo la pronta reacción de alguno de sus compañeros, que había conseguido tender una mano firme, había podido evitar que cayeran al tóxico caldo.
Jago les había contado que río arriba los canales subterráneos eran mucho mas estrechos y que en época de inundaciones los túneles de los liamos más altos se llenaban casi hasta el techo. El otrora sargento había dicho riendo burlonamente: «Será como intentar trepar por el culo de una vaca».
Una comparación muy gráfica; no les había resultado difícil imaginarse la representación del símil.
—¡Por Dios! —profirió Lomax de nuevo—. Hace apenas dos meses estuve por el norte de Londres, en Saint Paneras, y había muchachos bañándose en el río. ¡Coño! nadie diría que se trataba del mismo río —se detuvo de repente y escudriño el camino delante de él—. ¡Jesús bendito!, ¿es eso lo que creo que es?
Hawkwood alzó su linterna y siguió la mirada de Lomax. El túnel se había ensanchado, al igual que la cornisa por la que caminaban. Esparcidos por el lodo y la mierda, había bloques de dura piedra circulares y manifiestamente muy antiguos; con toda seguridad serían las ruinas de una columna. Tendido junto a uno de ellos, medio cubierto por una morrena de negro fango, yacía lo que parecía formar parte de una caja torácica y un esqueleto humano parcialmente sumergido.
—Es una forma de librarse del personal —comentó Jago sin hacer alto—. Un castañazo en la cabeza cuando está borracho, se abre la trampilla y ¡listo! Seguro que no es el primer pobre desgraciado al que lanzan por el pozo. A saber lo que habrán tirado aquí a lo largo de los años.
Hawkwood recordó a los dos hombres que le habían abordado en el puente de Holborn, la mano de araña intentando asir algún agarre y el cieno cerrándose implacablemente en torno al macilento rostro de su atacante. El cuerpo andaría por allí en alguna parte, incluso podría estar cerca de donde caminaban. Cabía la posibilidad, especuló Hawkwood, de que finalmente encontrara la salida al Támesis, aunque lo dudaba. Lo más probable es que se quedara atrapado en algún obstáculo y permaneciera allí hasta ser despojado de su carne y reducido a estacas de hueso, sepultadas en la oscuridad hasta el fin de los días.