El retorno de los Dragones (20 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El retorno de los Dragones
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—¡Espera! —Tanis se puso en pie —. ¿Cómo llegaremos...?

El pegaso comenzó a volar, trazó dos círculos sobre el grupo y después ascendió velozmente hacia el oeste.

—¿A qué calamidad se habrá referido?

Suspiró y miró a su alrededor, sus compañeros dormían a pierna suelta estirados sobre el suelo. Examinó el horizonte, intentando orientarse, y se dio cuenta de que estaba casi amaneciendo, la luz del sol comenzaba a iluminar el este. No hacía frío, aunque las hojas de las plantas aparecían salpicadas de rocío. Se hallaban en una pradera llana en la que no podía verse ningún árbol; todo lo que podía divisar eran ondulados campos de hierba muy crecida.

Reflexionando sobre lo que había dicho el pegaso acerca de que en el este estaba sucediendo algo extraño, Tanis se sentó para contemplar el amanecer y esperar a que sus amigos despertasen. No le preocupaba demasiado saber dónde estaban, pues suponía que Riverwind conocería esas tierras hasta la última brizna de hierba. Por tanto se estiró sobre el suelo sintiéndose, tras aquel extraño sueño, más relajado de lo que se había sentido en noches anteriores.

De pronto se incorporó, su sensación de calma desapareció y sintió como si una mano invisible le oprimiese la garganta. A lo lejos, serpenteando hacia el cielo en busca del brillante sol matutino, se veían tres espesas y retorcidas columnas de humo negro. Poniéndose en pie, Tanis corrió hacia Riverwind y le sacudió ligeramente, intentando despertarlo sin alertar a Goldmoon.

—Shhh —susurró el semielfo, llevándose el dedo a los labios y señalando con la cabeza a la mujer dormida. Riverwind parpadeó, y al ver la expresión preocupada de Tanis se despertó al instante. Poniéndose en pie cuidadosamente, se apartó unos metros; Tanis lo siguió.

—¿Qué ha sucedido? —susurró —. Estamos en las Llanuras de Abanasinia, a medio día de viaje de las montañas de la Muralla del Este. Mi poblado queda en esa dirección...

Se quedó callado mientras Tanis señalaba en silencio. Al ver el humo ondulante que subía hacia el cielo, Riverwind dio un grito bajo y desgarrado. Goldmoon se despertó bruscamente e, incorporándose, miró al bárbaro medio dormida. Dándose cuenta de que algo ocurría, miró hacia donde él miraba.

—No —gimió—. ¡No! —gritó de nuevo. Levantándose rápidamente, comenzó a reunir sus fardos. Los otros, al oír su grito, despertaron.

—¿Qué sucede? —Caramon se puso en pie de un brinco.

—Su poblado —dijo Tanis en voz baja señalando con la mano—. Está ardiendo. Por lo que se ve, los ejércitos se están moviendo más rápido de lo que pensábamos.

—No lo creo —dijo Raistlin—. Recuerda, los draconianos mencionaron que habían seguido la pista de la Vara hasta un poblado de las Llanuras.

—Mis gentes —murmuro Goldmoon sintiéndose desfallecer y lanzándose a los brazos de Riverwind sin dejar de mirar fijamente el humo —. Mi padre...

—Será mejor que nos movamos —Caramon miró inquieto a su alrededor.

—Sí —añadió Tanis —. Definitivamente tenemos que salir de aquí. ¿Pero adónde vamos a ir? —le preguntó a Riverwind.

—A Que-shu —el tono de Goldmoon no admitía réplica—. Nos queda de camino, las montañas de la Muralla del Este están justo detrás —dijo mientras echaba a andar.

Tanis miró a Riverwind.

—¡Marulina!
—le gritó el bárbaro. Corrió hacia ella y la sujetó por el brazo—.
¡Nikh pat-takh merilar!
—le dijo severamente.

Ella le miró con sus ojos azules, que ahora relucían tan fríos como el cielo matutino.

—No, voy a ir a nuestro pueblo. Si algo ha ocurrido, la culpa es nuestra. No me importa que pueda haber miles de monstruos esperándonos, moriré con nuestra gente como es mi deber.

La voz le falló. Tanis la observó y sintió que el corazón se le partía de tristeza.

Riverwind la rodeó con el brazo y juntos comenzaron a caminar hacia el sol naciente.

Caramon carraspeó aclarándose la garganta.

—Yo sí espero encontrar a miles de esos seres —murmuró mientras recogía sus fardos y los de su hermano—. ¡Eh! —dijo sorprendido mirando el interior del paquete que llevaba—.¡Están llenos! Hay provisiones para varias jornadas. ¡Y mi espada vuelve a estar en su vaina!

—Por lo menos no tendremos que preocupamos por ello —dijo Tanis con seriedad—.¿Estás bien, Sturm?

—Sí, me siento mucho mejor después de haber dormido.

—Bien, entonces partamos. Flint, ¿dónde está Tas? —Al volverse, Tanis casi cayó sobre el kender, que estaba justo detrás suyo.

—Pobre Goldmoon —dijo Tasslehoff en voz baja.

Tanis le dio unos golpecillos en el hombro.

—Quizás no sea tan terrible como imaginamos. Tal vez los guerreros acabaron con ellos y esos fuegos sean de victoria.

Tasslehoff suspiró y miró al semielfo con sus ojos castaños abiertos de par en par.

—Eres un gran embustero, Tanis.

Tenía el presentimiento de que el día iba a resultar muy largo.

Y así fue, la suave temperatura les permitió caminar incansablemente toda la jornada, concediéndose tan sólo un breve descanso para comer algo de las exquisitas provisiones que les habían proporcionado los pegasos.

Por fin llegaron a Que-Shu... El crepúsculo se aproximaba con una apagada puesta de sol. En el oeste, saetas ocres y amarillas listaban el cielo, disolviéndose en la oscura noche. Los compañeros se hallaban acurrucados alrededor de un fuego que no calentaba, ya que en todo Krynn, no había llama capaz de fundir el hielo de sus almas. Estaban en silencio, mirando fijamente el fuego, intentando encontrarle algún sentido a lo que habían visto, ya que todo parecía estar rodeado del absurdo más absoluto.

A lo largo de toda su vida, Tanis, había pasado por muchos momentos terribles pero, en el futuro, recordaría siempre a la ciudad asolada de Que-shu como símbolo de los horrores de la guerra.

Sólo podía recordar imágenes fugaces, pues su mente se negaba a evocar la terrorífica imagen total. Aunque parezca extraño, recordaba las piedras fundidas de Que-shu, las recordaba nítidamente, pero sólo en sueños recordaba los cadáveres, atezados y retorcidos, tendidos sobre las humeantes piedras.

Las grandes murallas, los inmensos templos, los espaciosos edificios de piedra con patios y estatuas de roca, el amplio estadio..., todo se había derretido como lo haría la manteca en un caluroso día de verano. La roca aún humeaba, a pesar de que el pueblo parecía haber sido atacado, como mínimo, el día anterior. Era como si una llamarada blanca, seca y ardiente hubiese devorado todo el pueblo. ¿Pero qué tipo de fuego existía en Krynn, capaz de fundir las piedras?

Recordaba un sonido chirriante, recordaba haberlo oído y haberse quedado atónito, preguntándose de qué podía tratarse, hasta que localizar el origen del único sonido de aquella ciudad agonizante se convirtió en una obsesión. Había recorrido toda la ciudad saqueada hasta encontrarlo. Recordaba que había gritado para que los demás se acercasen. Todos se habían quedado mirando fijamente el estadio deshecho.

El estadio tenía forma de cuenco, y de uno de sus lados habían caído unos inmensos bloques de piedra, formando unas grietas de roca fundida en la parte baja. En el centro —sobre la hierba oscurecida y carbonizada— se alzaba un tosco patíbulo. Sobre el suelo calcinado, una fuerza inefable había arrastrado y colocado dos recios postes cuyas bases se habían astillado al ser introducidos en la tierra. A diez pies del suelo había un madero travesaño que iba de poste a poste. Algunas aves rapaces se habían posado sobre el madero chamuscado y cubierto de ampollas. Tres cadenas, hechas de algo parecido al hierro —aunque era difícil de precisar, pues también se habían fundido y aleado—, colgaban balanceándose. Este era el origen del chirrido. De cada cadena pendía un cadáver, aparentemente colgado por los pies. No eran cadáveres humanos, eran de goblins. Sobre la horripilante estructura, incrustados en el travesaño, había una hoja rota de una espada y un escudo sobre el que se habían garabateado torpemente algunas palabras en el idioma común:
«Esto es lo que les sucede a aquellos que toman prisioneros contra mis órdenes.
Matar o morir.» Firmado, Verminaard.

¿Verminaard? A Tanis ese nombre no le decía nada.

Más imágenes. Recordaba a Goldmoon en pie, en medio de la destruida casa de su padre, intentando recomponer los pedazos de una vasija roja. Recordaba a un perro —el único ser vivo que encontraron en todo el pueblo —, enroscado alrededor del cuerpo de un niño muerto. Caramon se detuvo a acariciarlo y el animal tembló y le lamió la mano lamiendo luego, a su vez, el frío rostro del niño y mirando al guerrero esperanzado; esperanzado en que ese humano arreglara la situación, que hiciera que su pequeño compañero de juegos volviera a reír y a correr.

Recordaba a Caramon acariciando el suave pelo del animal con sus gigantescas manos.

Recordaba a Riverwind, agarrando una roca del suelo y sosteniéndola sin motivo alguno mientras observaba el poblado, calcinado y destruido.

Recordaba a Sturm, en pie ante el patíbulo, transfigurado, leyendo el mensaje y moviendo los labios como si estuviese rezando o quizás haciendo un juramento en silencio.

Recordaba el desolado rostro del enano —quien había visto muchas tragedias en su larga vida— mientras miraba a su alrededor desde el centro del poblado, dándole unos suaves golpecillos a Tasslehoff en la espalda tras encontrarlo sollozando en una esquina.

Recordaba a Goldmoon buscando frenéticamente sobrevivientes, arrastrándose por las chamuscadas ruinas, gritando nombres y esperando escuchar débiles respuestas a sus llamadas, hasta que se quedó ronca y Riverwind la convenció finalmente de la inutilidad de la búsqueda. Si había sobrevivientes, seguramente se habrían marchado.

Se recordaba a sí mismo, solo, en medio de tanto horror, observando las montañas de polvo que reconoció como cuerpos de draconianos. Sabía que, al morir, los draconianos se convertían en piedra para, poco después, quedar reducidos a polvo.

Recordaba una mano fría que le había rozado el brazo y la voz susurrante del mago.

—Tanis, debemos irnos, aquí no podemos hacer nada más y debemos llegar a Xak Tsaroth. Allí llegará nuestra venganza.

Dejaron Que-shu y cubrieron, de noche, una larga distancia; ninguno de ellos quería detenerse, ni siquiera para comer, todos querían agotarse hasta tal punto que, cuando finalmente se tendieran a dormir, no tuvieran fuerzas ni para soñar.

13

Un amanecer escalofriante.

Puentes de enredaderas.

Agua oscura.

Tanis sintió que unas garras le oprimían la garganta. Cuando forcejeaba para defenderse, despertó y se dio cuenta de que era Riverwind que lo estaba sacudiendo con brusquedad.

—¿Pero qué pasa...? —Tanis se incorporó.

—Estabas soñando. Tenía que despertarte, gritabas tanto que me extraña que no nos hayan localizado.

—¡Ah, sí, gracias! Lo siento —dijo incorporándose aún más e intentando olvidar la pesadilla.

—¿Qué hora es?

—Aún faltan unas horas para que amanezca —dijo Riverwind fatigado, regresando al lugar donde había estado sentado, recostándose contra el tronco de un árbol retorcido. Goldmoon, tendida sobre el suelo a su lado, comenzó a murmurar y a agitar la cabeza, emitiendo suaves y pequeños gemidos. Riverwind le acarició el cabello y ella se calmó.

—Deberías haberme despertado antes —dijo Tanis ya en pie, restregándose el cuello y los hombros—. Me tocaba guardia.

—¿Crees que podía dormir?

—Tienes que hacerlo. Si no, mañana estarás fatigado y harás que nos retrasemos.

—Los hombres de mi tribu son capaces de viajar durante muchos días sin dormir.

Los ojos de Riverwind relucían vidriosos y parecía mirar sin ver.

Tanis iba a responder mas, suspirando, se calló. Sabía que nunca llegaría a entender lo mucho que el bárbaro estaba sufriendo; perder a los amigos y a la familia, toda una vida completamente destrozada, debía de ser tan espantoso que el alma se le encogía sólo de imaginarlo. Tanis le dejó y caminó hacia donde estaba Flint, quien se hallaba sentado tallando un pedazo de madera.

—Tú también deberías dormir un poco. Yo haré la guardia durante un rato.

Flint asintió.

—Oí cómo gritabas mientras dormías —guardó la daga y metió el trozo de madera en uno de los fardos—. ¿Defendías Que-shu?

Tanis frunció el ceño al recordarlo. Temblando, se arropó en su capa y se puso la capucha.

—¿Tienes idea de dónde estamos? —le preguntó a Flint.

—El bárbaro dice que estamos en el camino de la Salvia del Este, un viejo camino que existe desde antes del Cataclismo.

El enano se tendió sobre el húmedo suelo, colocándose una manta sobre los hombros.

—¿Supongo que no seremos tan afortunados como para que el camino nos lleve hasta Xak Tsaroth?

—Riverwind cree que no, dice que sólo conoce un trecho, pero que podemos seguirlo para cruzar las montañas—dando un gran bostezo, se colocó la capa como almohada.

La noche era lóbrega y oscura y la humedad penetraba hasta los huesos de los compañeros, pero, a pesar de ello, necesitaban dormir e intentar olvidar momentáneamente los horrores que habían visto.

Tanis respiró profundamente, parecía tranquilo y en su precipitada y furiosa salida de Que-shu no habían encontrado ni draconianos ni goblins. Aparentemente, como había dicho Raistlin, los draconianos habían atacado Que-shu en busca de la Vara y no como parte de un plan de batalla. La habían atacado y luego se habían retirado. Tanis supuso que el límite de tiempo establecido por el Señor del Bosque aún se mantenía; debían llegar a Xak Tsaroth en dos jornadas y ya había transcurrido una.

Tiritando, el semielfo caminó de nuevo hacia Riverwind.

—¿Tienes idea de la dirección que debemos tomar y de si aún nos queda mucho camino por recorrer? —Tanis se acurrucó cerca del bárbaro.

—Sí —Riverwind asintió frotándose sus febriles ojos—. Debemos dirigimos hacia el noreste, hacia el Nuevo Mar. Dicen que la ciudad está allí, yo nunca he estado... —frunciendo las cejas movió la cabeza y repitió—: Yo nunca he estado allí.

—¿Crees que podremos llegar mañana?

—El Nuevo Mar está a dos días de distancia de Que-shu —el bárbaro suspiró—. Si Xak Tsaroth existe, deberíamos llegar en un día, aunque por lo que sé, el terreno es difícil y pantanoso.

Cerró los ojos mientras acariciaba ausentemente el cabello de Goldmoon. Tanis calló. Mientras tanto el bárbaro intentó dormir. Moviéndose en silencio, se sentó bajo un árbol y miró a su alrededor, pensando que no debía olvidarse de preguntarle a Tasslehoff si disponía de un mapa de la zona.

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