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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (10 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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—Por babor —le indicó Jack a Bonden.

En el momento en que la falúa se abordó con la fragata, Jack subió rápidamente por el costado, miró hacia la proa y la popa para asegurarse de que todo estaba en orden y dijo:

—Señor Mowett, ice las banderas de señales para enviar al buque insignia el mensaje «Permiso para abandonar la escuadra».

CAPÍTULO 3

De no haber sido porque tenían la posibilidad de encontrarse con una corbeta o una fragata norteamericana o con un barco corsario, la última etapa de su viaje habría resultado muy triste: era el último viaje de la
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porque iba a ser llevada definitivamente al desguace. Sus oficiales y sus marineros, que formaban una tripulación muy unida, podrían decir sin faltar a la verdad que era todavía una de las embarcaciones de su clase más rápidas de la Armada si estaba bien gobernada, que sus cuadernas estaban en excelente estado, que navegaba bien de bolina, que era saludable y que en ella reinaba la armonía. No obstante eso, también era cierto que la habían construido aproximadamente en 1780 y que desde entonces las fragatas se construían mucho más grandes y se les ponían cañones mucho más pesados. La
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se había quedado anticuada y no podía luchar contra una moderna embarcación norteamericana ni contra un barco de línea. Todavía podía combatir en igualdad de condiciones contra algunos barcos franceses, pero éstos rara vez salían de los puertos, y con las únicas embarcaciones de las armadas de otros países que podía luchar era con las corbetas. Pero capturar una corbeta no daba prestigio, aunque no conseguirlo traía la deshonra. Todos en la
Surprise
tenían cifradas sus esperanzas en apresar los barcos corsarios que perjudicaban el comercio de Gran Bretaña e incluso de los países neutrales del Viejo y el Nuevo Mundo, sobre todo el tristemente célebre
Spartan
. Por supuesto, apresar un barco corsario, por muy potente que fuera, no significaba alcanzar la gloria, pero era algo digno de elogio, realmente digno de elogio. Si no encontraban otro oponente mejor, eso serviría para terminar su misión con dignidad. Por otro lado, ningún barco de guerra público o privado podía compararse con un pingüe mercante, teniendo en cuenta solamente la vulgar y tangible ganancia, pero el
Spartan
no era nada despreciable, ya que por ser muy veloz y haber sido construido poco tiempo atrás en un excelente astillero, el Almirantazgo podría comprarlo para la Armada a condición de que no tuviera muchos daños. Además, por cada tripulante apresado daban como recompensa cinco libras, y, según decían, el
Spartan
llevaba una tripulación numerosa.

Eran razones suficientes para buscarlo con más empeño de lo acostumbrado, a pesar de que muchos pensaban que la suerte había abandonado a la fragata o, lo que es lo mismo, a su capitán. Así opinaban principalmente los marineros que habían sido pescadores o balleneros, pues muchas veces habían visto que de dos capitanes con la misma experiencia y la misma habilidad, que pescaban en las mismas aguas y con los mismos pertrechos, uno regresaba al puerto con las bodegas llenas y el otro no. Según ellos, todo dependía de la suerte de cada hombre, que era una cualidad —o, mejor dicho, una influencia— a veces constante, tanto para bien como para mal, y otras tan variable como la marea, una marea cuyas subidas y bajadas obedecían a leyes que las personas corrientes no podían entender. Algunos hombres que habían tripulado la fragata durante más tiempo, que estaban unidos a su capitán por lazos más fuertes y que habían sido marineros de barcos de guerra desde el principio de su carrera eran de la misma opinión. Si bien los tripulantes no pensaban lo mismo de la suerte y, en algunos casos, opinaban de forma totalmente contraria, la mayoría creía que tenía poco o nada que ver con la virtud, el vicio o la amabilidad. Para ellos la buena suerte no era algo merecido sino un don, como la belleza de una mujer joven, y por tanto, independiente de la clase de persona a quien adornaba. Pensaban que del mismo modo que un cabello demasiado encrespado y otras cosas por el estilo podían hacer perder la belleza, determinados tipos de acciones, como mostrarse orgulloso, presumir de tener éxito o despreciar las tradiciones, podían traer mala suerte. Otro indicio de mal agüero era llevar pastores a bordo, y a pesar de eso allí estaba el señor Martin. El reverendo Martin, un hombre bondadoso, amable y sencillo, no consideraba humillante ayudar al doctor en la enfermería, escribir una carta formal para cualquier marinero o enseñar a leer a los guardiamarinas, pero no dejaba de ser un pastor, y eso nadie lo podía negar. Los cuchillos con mango blanco daban muy mala suerte, y los gatos también; sin embargo, el viaje había comenzado con unos y otros a bordo. Pero cosas como ésas e incluso mostrar un profundo desprecio por la tradición naval no podían compararse con llevar a un Jonás a bordo, y en Gibraltar había embarcado un Jonás en la persona del señor Hollom, un ayudante de oficial de derrota de treinta y cinco años. Aunque era lógico suponer que la muerte de Jonás acabaría con la mala suerte, eso no había ocurrido. Sobre la fragata cayó una maldición cuando Horner, el condestable, mató a Hollom y a la señora Horner en el archipiélago Juan Fernández porque eran amantes, y apareció ahorcado en su camarote varios días después cerca de la costa de Chile. Algunos pensaron que la maldición desaparecería tras haber arrojado por la borda el cadáver del condestable metido en su coy, al que habían cosido los bordes, junto con dos balas de cañón a los pies, pero otros jamás lo creyeron. Cuando alguien objetó que la
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había recuperado muchos barcos, Plaice, el más viejo y respetado de los marineros que proferían malos augurios, dijo que sí, pero que los barcos recuperados, aunque eran bienvenidos, no podían considerarse verdaderas presas. Añadió que el último lo habían atrapado en la jurisdicción del almirante Pellew, lo que inmediatamente había reducido el botín de la desafortunada fragata y su desafortunado capitán en ocho mil coronas, ocho mil condenadas coronas, una suma que apenas podía alcanzar a imaginar, y que si eso no era una maldición, a él, Joseph Plaice, que se lo explicaran. Añadió que probablemente el doctor, que nunca se había equivocado al cortar con un bisturí o una sierra o al usar un trépano —al decir esto se tocó el cráneo, donde tenía incrustada una moneda de tres chelines a la que habían dado forma abovedada con un martillo para cubrir el agujero que Stephen le había hecho en alta mar durante un viaje—, había perdido a su último paciente, el cirujano del
Irresistible
, lo que no sólo era un motivo de tristeza para él sino también una prueba irrefutable de una maldición, y agregó que para comprobarlo sólo tenían que mirar atrás. Luego preguntó que qué otra cosa que no fuera una horrible maldición podría haber llevado la deshonra del capitán hasta la mismísima Ashgrove Cottage, donde estaba la señora Aubrey y quizá también su madre, la señora Williams. La mayoría de los tripulantes hablaban de la suerte y de que la fragata la había perdido. Unos y otros intercambiaban opiniones en la cocina durante la guardia de prima o de media, después de ser relevados; en las cofas, o en el castillo, mientras cosían o remendaban su ropa tranquilamente, pero todos los marineros que participaban en esa conversación habían servido a Jack desde que había recibido el mando de un barco por primera vez y le habían acompañado cuando se había quedado en tierra en tiempo de paz o cuando no disponía de ningún barco. Cuando Jack y Stephen eran un par de acomodados solteros, habían contratado sólo a marineros para que atendieran Melbury Lodge, la casa de ambos, y después del matrimonio de Jack, Preserved Killick, su sirviente, Barret Bonden, su timonel, Joseph Plaice, el primo de Bonden, y dos o tres marineros más se habían ido a vivir con él. Esos hombres sabían exactamente cómo era Ashgrove Cottage, pues habían limpiado el suelo, habían pintado la madera y habían pulido el latón como si de un barco se tratara; y, además, como era lógico, conocían a toda la familia, desde la señora Williams, la suegra del capitán, hasta George, su hijo más pequeño. Sin embargo, lo que Ashgrove Cottage significaba ahora para ellos, y también para Jack, era Sophie Aubrey.

Todos la admiraban con devoción y, sobre todo, le tenían un respeto casi místico. Sophie era, sin duda, respetable, y también amable y bella, muy bella, pero como ellos nunca habían estado en contacto con mujeres amables y respetables, la habían elevado a un nivel posiblemente superior al que le correspondía y la consideraban digna de veneración. Además creían que se parecía (aunque era improbable) a su madre, la señora Williams, una mujer rechoncha con el pelo oscuro y la cara roja, de temperamento violento y polémica, una de esas mujeres que hacían la virtud muy poco atractiva. Cuando la señora Williams sospechaba que le robaban o consideraba que le faltaban al respeto o cuando alguno se marchaba sin permiso, elevaba tanto el tono que parecía haber llegado al límite que alcanza la voz femenina, pero no era más que una ilusión, porque cuando se enteraba de que un hombre o una mujer había cometido una infidelidad, su voz sobrepasaba cualquier límite y sus gritos perduraban como el murmullo de un lejano arroyo. Sophie, en cambio, nunca les regañaba ni les gritaba, y tampoco les había amenazado con despedirles ni les había condenado de por vida, pero se parecía a su madre en una sola cosa, sólo una: en que no toleraba en absoluto las relaciones ilícitas. Aunque tener bastardos estaba de moda, la señora Aubrey no lo aprobaría nunca.

—Sí —dijo Bonden—, bien sabe Dios que fue una desgracia. Ella no puede haber dejado de fijarse en ese mascarón, por muy oscuro que fuera. Fue una desgracia. Uno cree que puede apartarse del camino recto de vez en cuando sin que se lo echen en cara veinte años después. Fue una desgracia. Pero eso no significa que haya caído una maldición sobre la fragata, sino que el capitán ahora no tiene suerte.

—Puedes decir lo que quieras, Barret Bonden —replicó Plaice—, pero soy mayor que tú y digo que sobre la fragata ha caído lo que llamamos un…

—Tranquilo, Joe —dijo Killick—. Los nombres atraen las cosas, ¿sabes?

—¿Qué? —preguntó Joe, que estaba medio sordo.

—Que los nombres atraen las cosas, Joe —repitió Killick, y se puso un dedo sobre los labios.

—¡Oh! —exclamó Joe pensativo—. Es cierto, compañero.

Aunque Plaice y algunos de sus compañeros estaban seguros de que había razones para tener miedo y todos sabían que el fantasma del condestable seguía la estela de la fragata, la mayoría de ellos no tenían miedo ni se sentían tristes. Reconciliaban lo irreconciliable, quizá con más facilidad que los hombres de tierra adentro, y como la fragata parecía destinada al fracaso, buscaban con empeño la siguiente víctima, el siguiente éxito.

Con empeño y también con alegría, pues a pesar de que, como había dicho Plaice, obtendrían ocho mil coronas menos porque tendrían que compartir con el almirante el último barco recuperado, recibirían parte de los otros once doceavos y, además, no les quitarían el maldito doceavo de lo que obtuvieran por los barcos anteriores. Por lo tanto, aun descontando los exorbitantes honorarios del apoderado y otros gastos derivados de los trámites legales, calculaban que cada marinero simple obtendría un botín de cincuenta y tres libras, trece chelines y ocho peniques; y cada marinero de primera —casi todos los tripulantes de la
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eran marineros de primera—, la mitad de esa cantidad, una magnífica suma. No obstante, eso no les impedía ambicionar más, mucho más. El deseo de la mayoría de ellos era llegar a tener dinero suficiente para montar una taberna, pero, en realidad, no había casi ninguno que no deseara conseguir diez coronas más jugando sobre el cabrestante para divertirse en Fayal o en cualquier otro lugar de las Azores donde hicieran escala.

Pero las Azores quedaban muy lejos y todo hacía prever que iban a permanecer en calma durante mucho tiempo, ya que pocos días después de que la
Surprise
saliera de Bridgetown, el viento había amainado. Desde que Jack comenzó la carrera naval, ésa era la primera vez que no intentaba desafiar la naturaleza, pues si bien había desplegado enormes pirámides de velas —desde las sosobres hasta las alas inferiores—, no las mojaba con la manguera ni con cubos de agua para poder recorrer unas cuantas yardas más por hora, y tampoco ordenaba que echaran los botes al agua para que remolcaran la fragata durante los períodos de calma chicha. La fragata navegaba despacio con rumbo noreste o casi noreste, según lo permitiera el viento, y el capitán caminaba despacio de una punta a otra del alcázar dando diecisiete pasos desde la barandilla de barlovento hasta el coronamiento, de modo que cuando daba cien vueltas había recorrido casi una milla. Iba de una punta a otra, pasando por delante de los gallineros situados detrás del timón y de la contemplativa cabra Aspasia, que había permanecido en la cubierta soportando un terrible frío y furiosos vientos, pero que ahora disfrutaba de la luz del sol con los ojos cerrados y moviendo su barba de arriba abajo. A veces recorría mentalmente la distancia entre Portsmouth y Ashgrove Cottage y aunque veía el blanco camino, los campos y los bosques, pensaba con angustia mucho más a menudo en sus complicados asuntos, tanto en los legales como en los financieros, y en la previsible actitud de Sophie después de haber conocido a Sam. Con respecto a los asuntos legales, no tenía sentido que se esforzara por resolverlos hasta que hablara con sus abogados, ya que al no haber recibido noticias de su casa, no contaba con más datos que al principio del viaje. Con respecto a los financieros, creía que se resolverían gracias a Dios, con las diez mil libras que le proporcionarían las presas. Quizá no bastarían para saldar todas sus deudas si las cosas se habían complicado, pero le abrirían un camino, un ancho camino por donde salir de ellas. En cuanto a Sophie, los días en que se encontraba más optimista pensaba que no había ningún motivo para preocuparse, puesto que en aquella época tan lejana aún no la conocía y, por lo tanto, no le había prometido fidelidad. Las reflexiones acerca de la reacción de Sophie casi siempre aparecían entre las que hacía sobre hipotecas y leyes; y a veces las precedían, no sólo porque Jack quería muchísimo a su esposa, sino porque además las mujeres virtuosas le infundían tanto temor como a sus compañeros de tripulación. Cualquiera podría calcular cuánto temor le infundía Sophie por el número de veces que repetía «Ella no está resentida» o «Quizá sienta simpatía por Sam». En cuanto a la señora Williams, pensaba que si alguna vez le hablaba del asunto, le pediría a gritos, como si se dirigiera a alguien que ha cometido una falta, que no volviera a mencionarlo, pues de lo contrario no habría paz en su casa.

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