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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (5 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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—Señor, vamos a ponernos el sombrero porque hay que protegerse del sol —añadió Stephen—. Tiene que hablar de un asunto con el capitán Aubrey, ¿no es cierto?

—Sí, señor, y me han informado de que usted podía decirme si puedo verlo o no. Según he oído, no permite a ninguna lancha acercarse a su fragata, pero tengo que entregarle una carta de la señora Aubrey.

—¿En serio? —preguntó Stephen—. Entonces venga conmigo y le acompañaré. Señor Richardson, no le importaría llevar a otro pasajero, ¿verdad? Nos turnaremos para remar, ya que el peso será mayor.

Durante el recorrido apenas hablaron. Richardson atendía los remos; el joven negro tenía la extraña virtud en un joven de permanecer en silencio sin resultar descortés; Stephen se quedó abstraído ante esa imagen que representaba el vivo retrato de su mejor amigo y de pronto dijo:

—Espero que la señora Aubrey esté bien, señor.

—Tan bien como sus amigos lo puedan desear, señor —respondió el joven con esa sonrisa tan radiante que sólo puede tener quien posee los dientes muy blancos y el rostro negro como el carbón.

Stephen se dijo: «Espero que tengas razón, amigo». Conocía muy bien a Sophie y la quería mucho, pero sabía que era inteligente y perspicaz y que el hecho de estar juntos le provocaría más celos que alegría. Era virtuosa, pero virtuosa por naturaleza, no por propia imposición, aunque no por ello puritana.

El joven era esperado en la
Surprise
, donde todos los miembros de la tripulación, excepto el capitán, habían oído el rumor de que acudiría. Cuando llegó a bordo, lo recibieron con amabilidad y lo miraron con una gran curiosidad bastante bien disimulada.

—¿Quiere esperar aquí mientras voy a ver si el capitán está libre? —preguntó Stephen—. Seguramente el señor Rowan podrá enseñarle en un momento los distintos cabos que hay.

—Jack! —exclamó al entrar en la cabina—. ¡Escúchame! Tengo una curiosa noticia: un joven negro que parece de fiar estaba en el buque insignia preguntando por ti y me dijo que tenía un mensaje de Sophie, así que lo he traído.

—¿De Sophie? —inquirió Jack.

Stephen asintió y, en voz baja, dijo:

—Amigo mío, discúlpame, pero tengo que decirte que posiblemente te sorprenda el mensajero. Pero no te preocupes. ¿Puedo hacerle pasar?

—¡Sí, por supuesto!

—Buenas tardes, señor —dijo el joven con voz grave y trémula a la vez que le daba la carta—. Cuando estuve en Inglaterra, la señora Aubrey me pidió que le entregara esto o que lo dejara en buenas manos si yo zarpaba antes de que su fragata llegara.

—Se lo agradezco mucho, señor —dijo Jack, estrechándole la mano afectuosamente—. Siéntese, por favor. ¡Killick! ¡Killick! Trae una botella de vino de Madeira y el pastel del domingo. Siento mucho no poder atenderle mejor, pero esta noche tengo un compromiso con el almirante. ¿Le gustaría comer conmigo mañana?

Naturalmente, Killick había estado escuchando detrás de la puerta, así que apareció inmediatamente con Tom Burguess. Ambos entraron caminado majestuosamente, como si fueran un mayordomo y un paje; pero Tom tenía tantos deseos de ver al visitante que estaba sentado de espaldas a él, que cuando iban a servir el vino chocaron el uno contra el otro. Cuando se retiraron (no sin que antes los llamaran «malditos marineros de agua dulce») y los dos se quedaron solos otra vez, Jack miró atentamente al joven y pensó que su cara le resultaba familiar y que debía de haberla visto antes.

—Discúlpenme —dijo, rompiendo el lacre—. Le echaré un vistazo a la carta para ver si hay en ella algún asunto urgente.

No había ninguno. Era la tercera copia de una carta enviada a todos los puertos donde la
Surprise
podría haber hecho escala en el viaje de regreso a Inglaterra. En la carta Sophie hablaba del progreso de las plantas y los árboles de Jack, de la paralización indefinida de los trámites de sus asuntos legales y de la varicela, que en ese momento estaba en su peor fase. Al final de la página había una posdata en la que decía que confiaba la carta al señor (ilegible), que se dirigía a las Antillas y había tenido la amabilidad de visitarla.

Levantó la vista y a pesar de que volvió a sentir un desasosiego al pensar que aquella cara le resultaba familiar, comentó:

—Es usted muy amable por haberme traído esta carta. Espero que en Ashgrove Cottage todos estén bien.

—La señora Aubrey me dijo que los niños tenían la varicela y que estaba preocupada por ellos, pero un caballero que estaba sentado junto a ella y cuyo nombre no entendí aseguró que no corrían ningún peligro en absoluto.

—Creo que mi esposa tampoco entendió su nombre, señor —señaló Jack—. No he podido descifrarlo en la carta.

—Mi nombre es Samuel Panda, señor, y mi madre se llama Sally Mputa. Como iba a ir con los frailes a Inglaterra, ella me pidió que le diera esto —dijo, entregándole un paquete—. La razón por la que fui a Ashgrove Cottage es que esperaba encontrarlo allí.

—¡Dios mío! —exclamó Jack y, después de un momento, empezó a abrir el paquete lentamente.

El paquete contenía un diente de ballena azul en el cual él mismo, siendo muy joven, más joven que el hombre que tenía delante, había grabado
Resolution
trabajosamente cuando ese navío llevaba las gavias aferradas. También contenía un pequeño conjunto de plumas y de pelos de elefante atados con un trozo de piel de leopardo.

—Eso es un amuleto para que no se ahogue usted —le explicó Samuel Panda.

—¡Cuánta amabilidad! —exclamó Jack.

Los dos, llenos de curiosidad y asombro, se lanzaron una mirada escrutadora. En la parte de la fragata que ocupaba Jack sólo había dos espejos: uno pequeño para afeitarse en el lugar donde dormía y otro muy grande en la cara interna de la tapa del elaborado e ingenioso mueble que Diana le había regalado a Stephen, su esposo, y que se usaba como atril para las partituras. Jack la abrió y ambos se quedaron frente al espejo muy juntos y silenciosos, comparándose y buscándose a sí mismos en el otro.

—Estoy asombrado —dijo por fin Jack—. No tenía ni idea… No tenía ni la más mínima idea…

Entonces volvió a sentarse y añadió:

—Espero que su madre se encuentre bien.

—Está muy bien, gracias, señor. Prepara medicinas africanas en el hospital de Lourenço Marques. Algunos pacientes las prefieren.

Ninguno dijo nada más hasta que Jack, dando vueltas en la mano al diente de ballena, volvió a exclamar:

—¡Dios mío!

Pocas cosas podían sorprenderle en la mar y había pasado por situaciones muy difíciles sin turbarse, pero ahora el vivido recuerdo de su juventud lo desconcertaba.

—¿Quiere que le cuente cómo he llegado hasta aquí, señor? —preguntó Samuel con voz grave y melodiosa para romper el silencio.

—Sí, por favor, cuéntemelo.

—Nos mudamos a Lourenço Marques cuando nací. Mi madre era de Nwandwe, a poca distancia de allí. De pequeño estuve muy enfermo y los frailes se hicieron cargo de mí. Mi madre estaba casada entonces con el brujo de una tribu zulú, un pagano, por supuesto, así que los frailes me criaron y me educaron.

—Dios los bendiga. Pero Lourenço Marques está en la bahía Delagoa y es territorio portugués, ¿no? —preguntó Jack.

—Es de los portugueses, pero es irlandés, es decir, la misión fue fundada por enviados del condado de Roscommon. El padre Power y el padre Birmingham me llevaron a Inglaterra, donde esperaba encontrarle, y luego me trajeron a las Antillas.

—Bueno, Sam, le doy la bienvenida-dijo Jack—. Y ahora que me ha encontrado, dígame qué puedo hacer por usted. Si esto hubiera ocurrido antes, como me hubiera gustado, todo habría sido más fácil, pero como ya le dije, no tenía ni la más mínima idea… Es demasiado tarde para que ingrese en la Armada, y de todos modos… ¡Ya sé! ¿Ha pensado alguna vez en ser el escribiente de un capitán? Tendría una vida agradable y podría llegar al puesto de contador. Por otro lado, he conocido a muchos escribientes de capitanes que han tomado el mando de una lancha en ataques sorpresa.

Estuvo hablando con entusiasmo durante un buen rato de los placeres de la vida marinera, pero de repente le pareció ver en la mirada respetuosa y afectuosa de Sam un brillo de alegría, y eso le bastó para interrumpir la conversación.

—Es usted muy amable, señor —dijo Sam—, pero no he venido para pedirle nada aparte de su bendición.

—Claro que se la daré: que Dios le bendiga, Sam. Sin embargo, me gustaría ayudarle con algo material, algo que le ayudara a vivir, aunque quizás esté equivocado y viva usted en una magnífica casa. Tal vez esos caballeros le hayan proporcionado trabajo.

—No, señor. Les ayudo porque creo que es mi deber hacerlo, sobre todo al padre Power porque es cojo, pero es la misión la que me mantiene.

—¡Sam, no me diga que es usted papista! —exclamó Jack.

—Siento decepcionarle, señor, pero así es —afirmó Sam, sonriendo—. Además, espero convertirme en sacerdote algún día si logro que me confieran esa orden. Hasta ahora sólo he recibido las órdenes menores.

—Bueno… —dijo Jack, tranquilizándose—. Uno de mis mejores amigos es católico: el doctor Maturin, a quien acaba de conocer.

—Estoy seguro de que es uno de los hombres más instruidos del mundo —dijo Sam, haciendo una inclinación de cabeza.

—Pero, dígame, Sam —continuó Jack—, ¿qué está haciendo actualmente y qué planes tiene?

—Pues bien, señor, tan pronto como llegue el barco, los frailes partirán para la misión de Brasil y me llevarán con ellos. Aunque no he recibido la orden sacerdotal, creen que los esclavos negros me aceptarán mejor porque hablo portugués y soy negro.

—Seguro que sí. Y sin duda podré decir que uno de mis mejores amigos es negro y, además, católico. ¿Qué pasa, Stephen?

—Siento interrumpirte, pero en el buque insignia ha aparecido una señal dirigida a ti y Mowett teme que llegues tarde. La falúa ya está lista y mi violonchelo dentro de ella. Te repito que mi violonchelo está dentro de la falúa.

Jack reprimió una frase blasfema, cogió su violín y dijo:

—Venga con nosotros, Sam. La falúa le llevará a tierra y le recogerá mañana si quiere ver la fragata y comer conmigo y con el doctor Maturin.

CAPÍTULO 2

La carabela
Nossa Senhora das Necessidades
, una embarcación de popa cuadrada muy antigua, aprovechaba la brisa que soplaba cerca de la costa para acercarse al cabo Needham. Por desgracia, navegaba con las velas amuradas a estribor y, al cruzar la línea de espuma que separaba la brisa de la zona de los vientos alisios del noreste, escoró a babor. El impulso del viento la inclinó hasta la horizontal y el mar Caribe entró por los imbornales.

—¡Desplegad rápido las velas, malditos marineros de agua dulce! —gritó Jack.

—Sam está tirando de un cabo —dijo Stephen, que tenía ahora el telescopio.

—Ése no es el cabo —señaló Jack, retorciendo sus enérgicas manos.

Pero tanto si lo era como si no, la carabela recuperó su posición mientras las velas gualdrapeaban con fuerza y enseguida vieron a los marineros correr de un lado a otro abrazando y felicitando a sus compañeros y a los frailes. Después la embarcación viró despacio hasta que tuvo los vientos alisios por la aleta de babor y finalmente desapareció detrás del cabo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Jack—. Ya no tendrán que izar ninguna vela ni amurarlas hasta entrar en Para. Incluso es posible que todos lleguen allí sanos y salvos. Stephen, nunca había presenciado semejante prueba de intervención divina. Para empezar, esa horrible carraca no tenía casi ninguna posibilidad de llegar a Bridgetown y se habría hundido con todos sus tripulantes de no haber sido por la gracia de Dios. Sólo una serie de milagros puede haberla mantenido a flote durante los últimos sesenta o setenta años. A pesar de todo, preferiría que viajara en un barco que no necesitara recurrir al ángel de la guarda día y noche.

—Es un joven excelente —comentó Stephen.

—¿Verdad que sí? —dijo Jack—. Espero que el pequeño George también lo sea. Me gustó mucho oíros a los dos hablar en latín con tanta fluidez, pero noté que al pastor Martin le costaba entenderse con él.

—Eso es porque el pobre Martin tiene un acento inglés muy pronunciado.

—¿Y qué tiene de malo el acento inglés? —inquirió Jack, molesto.

—Nada, por supuesto, salvo que en ningún otro país se entiende.

—Lo dudo —replicó Jack y luego añadió—: ¿Sabías que puede bajar hasta
fa
sin esforzarse ni disminuir el volumen? Tiene voz de órgano.

—¡Cómo no iba a saberlo si en aquella ocasión fui yo quien le pidió que cantara
Salve Regina
una octava más bajo! Hizo temblar la mesa una vez más.

—¡Es verdad! —respondió Jack con una sonrisa—. Pero ojalá no fuera negro.

—No hay nada malo en ser negro, amigo mío. La reina de Saba era negra y, sin duda, bellísima; Gaspar, uno de los Reyes Magos, era negro; y san Agustín, arzobispo de Hipona, era africano y, además, tuvo un hijo fuera del matrimonio, como seguramente recordarás. Por otro lado, cuando te acostumbras a la piel negra, los que la tienen de color blanco amarillento te parecen seres repulsivos que no han terminado de formarse. Al menos, eso nos ocurría en el Pacífico.

—También preferiría que no fuera católico. Perdóname, Stephen. No se trata de nada personal… ni tiene que ver, por supuesto, con la religión. Está en todo su derecho de encontrar la salvación en el catolicismo. Lo digo por la actitud hostil que existe hacia ellos en Inglaterra. Probablemente recordarás los disturbios promovidos por Gordon y los rumores de que los jesuitas eran los causantes de la locura del rey Jorge y muchas otras cosas. A propósito, Stephen, esos frailes no eran jesuitas, ¿verdad? No quise preguntarlo directamente.

—Desde luego que no, Jack. Hace mucho tiempo que esa orden fue abolida. Clemente XIV los excomulgó en los años setenta e hizo muy bien. Como era de esperar, han intentado volver con un pretexto legal u otro, y me atrevo a asegurar que muy pronto darán de nuevo una triste imagen de sí mismos, pues de sus escuelas saldrán sólo ateos. Pero esos caballeros no tienen absolutamente nada que ver con ellos.

—Me alegro. Pero lo que quiero decir es que si fuera blanco y protestante, podría llegar a almirante y estar al mando de un buque insignia. Un joven como él, inteligente, sagaz, alegre, decidido, ingenioso, modesto y amable, está destinado a ser un buen marino. A la menor oportunidad se habría distinguido entre todos, y durante una guerra cruenta o un período de marejada no habría dejado escapar un ascenso. Podría haber terminado como almirante de la Armada y llevando la bandera británica en el mastelerillo de juanete mayor.

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