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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (2 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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—¿Vestidos de tafetán, capitán Goole? —preguntó su esposa.

—Bueno…, vestidos caros. Vestidos de
paduasoy
[1]
, de seda, de muselina de la India y de otras telas de esa clase, y también le regaló una pelliza de piel.

«¡Cuánto me gustaría tener diamantes y una pelliza de piel!», dijo para sí la señora Goole al mismo tiempo que mejoraba su opinión sobre el capitán Aubrey.

—Además es un jugador —continuó su esposo—. Le he visto perder mil guineas en una partida en el Willis's. Luego trató de recuperar su fortuna mediante un descabellado plan para sacar plata de la escoria de una mina de plomo y encargó a un oscuro proyectista que lo pusiera en práctica mientras él navegaba. He oído que está con la soga al cuello.

—Pobre capitán Aubrey —murmuró la señora Goole.

—Pero el verdadero problema del capitán Aubrey es que no puede tener los calzones puestos —dijo el capitán, después de una larga pausa durante la cual observó cómo la distante fragata viraba a babor y dirigía la proa al cabo Needham.

A la señora Goole le parecía que ése era un defecto muy común en la Armada, pues su esposo le había contado que muchos de sus compañeros pecaban de lo mismo, y durante los primeros días de su matrimonio pensó que los barcos estaban gobernados mayoritariamente por sátiros. Sin embargo, ninguno la había molestado lo más mínimo y, en su opinión, todos habían obrado como si tuvieran pegada la ropa interior. Su esposo notó su falta de convicción y continuó:

—Quiero decir que va más allá de los límites. Es un libertino, un licencioso, un putero… Cuando éramos guardiamarinas en el
Resolution
, en la base naval de El Cabo, escondió a una joven negra llamada Sally donde se guardaban las cadenas del ancla y le llevaba casi toda su comida. Cuando la descubrieron y la bajaron por el costado, él se puso a berrear como un ternero. El capitán lo degradó, es decir, le rebajó la categoría a la de simple marinero, aunque quizá lo hizo en parte por el embutido.

—¿Por el embutido, cariño?

—Sí. Mediante un sistema de motores y ganchos robó casi todo el embutido que el capitán tenía en una bandeja. Nuestro grupo disponía de muy pocas provisiones y, además, la joven necesitaba alimentarse… Era un embutido estupendo, estupendo. Lo recuerdo bien. Bueno, pues como escarmiento, le rebajaron la categoría hasta el final de la misión; por esa razón yo tengo más antigüedad que él. No obstante, eso no sirvió de nada. Enseguida volvió a las andadas, pero esa vez en el Mediterráneo. Sedujo a la esposa de un capitán de navío cuando sólo era un simple teniente o, como máximo, capitán de corbeta.

—Quizás el paso de los años y asumir mayores responsabilidades le hayan hecho ganar sensatez —sugirió la señora Goole—. Creo que está casado. Conocí a una tal señora Aubrey en casa de lady Hoods. Es una mujer muy elegante y educada, y tiene varios hijos.

—No ha cambiado nada, nada —dijo el capitán Goole—. Lo último que oí de él es que corría por Valletta detrás de una italiana pelirroja. Las manchas del leopardo no cambian. Por otro lado, su padre es ese loco del general Aubrey, un miembro del Partido Radical que constantemente ataca al Gobierno, y él se le parece mucho, pues siempre fue impulsivo e imprudente. Ahora está a punto de desarbolar su barco. ¡Mira cómo navega a toda vela! Seguramente chocará con el arrecife del cabo Needham. No podrá evitarlo.

Ésa parecía la opinión general en el buque insignia. Las voces cesaron, pero volvieron a oírse junto con risas y aplausos poco después, cuando los tripulantes de la
Surprise
, que navegaba a toda vela hacia la destrucción, giraron el timón a sotavento y la hicieron virar como un cúter tirando de un cabo que unía el pescante de babor con el
remolque
[2]
.

—No había visto esa maniobra desde que era un muchacho —afirmó el almirante golpeando la borda con satisfacción—, ¡Qué bien hecha! Pero uno tiene que conocer muy bien el barco y a la tripulación para atreverse a llevarla a cabo. ¡Qué hombre tan resuelto! Ahora podrá llegar fácilmente con esa bordada. Estoy convencido de que trae una presa. ¿Notó que tenía un cabo en el pescante de babor? Buenas tardes, señora —se dirigía a la señora Goole, cuyo marido la había cambiado por cien brazas de cabo gastado—. ¿Notó que tenía un cabo en el pescante de babor? Richardson se lo explicará todo.

Entonces, renqueando por el reuma, bajó la escalera que conducía al alcázar.

—Bueno, señora —dijo Richardson con una tímida, pero triunfante sonrisa—, eso no es muy diferente de dar un tirón con una tabla. La inercia del remolque reemplaza el tirón del ancla de babor…

La maniobra fue muy admirada por los marineros, que la observaron con los telescopios desde las portas, y mientras la
Surprise
se acercaba dando la última bordada, hablaron de ella (de la extraordinaria velocidad que podía alcanzar si se gobernaba bien, de lo difícil que resultaba avanzar si se gobernaba mal) y de su capitán. A pesar de todos sus defectos, Jack Aubrey era uno de los capitanes combativos más reconocidos de la Armada, y aunque pocos de aquellos marineros habían navegado en sus barcos, todos tenían amigos que habían participado en algunas batallas con él. El primo de William Harris había luchado con él en la primera y quizás la más espectacular batalla que había librado. En aquella ocasión estaba al mando de una pequeña corbeta de catorce cañones y había abordado y capturado el navío español
Cacafuego
, de treinta y dos cañones. En ese momento Harris contaba de nuevo el relato, pero más alegremente que lo habitual, pues a la vista de todos se encontraba el capitán en cuestión, un hombre alto y de melena rubia que estaba en el alcázar justo detrás del timón.

—Ahí está mi hermano Barret —anunció Robert Bonden, un ayudante del velero que se encontraba en otra porta—. Es el timonel del capitán desde hace muchos años. Tiene una excelente opinión de él, aunque dice que es muy duro y que no permite mujeres a bordo.

—Ahí está Joe Noakes, con la varilla al rojo vivo para hacer las salvas —dijo un marinero negro como el carbón en cuanto cogió el telescopio—. Me debe dos dólares y una camisa para bajar a tierra. Una camisa de Jersey casi nueva y con la letra
P
bordada.

Apenas se disipó el humo de la última salva, la falúa del capitán cayó al agua y empezó a avanzar con graciosos movimientos hacia el buque insignia. Luego, al llegar a la mitad de la rada, se encontró con una flotilla de vivanderos que llevaba prostitutas de seis peniques a la
Surprise
. Esa era una práctica habitual, pero no aceptada por todos. Unos capitanes la aprobaban porque creían que agradaba a los marineros y evitaba la sodomía; otros, en cambio, se oponían a ella porque pensaban que causaba la sífilis y favorecía la introducción clandestina de gran cantidad de bebidas alcohólicas en los barcos, lo que suponía una interminable lista de enfermos, peleas y delitos cometidos por embriaguez. Jack Aubrey se encontraba entre estos últimos. Aunque generalmente respetaba la tradición, pensaba que la prostitución al por mayor en los barcos minaba la disciplina. No juzgaba el asunto desde el punto de vista moral, pero le desagradaba mucho que hubiera promiscuidad en la cubierta inferior de un barco de guerra recién anclado, que copularan allí cientos de bulliciosos hombres y mujeres, unos en coyes más o menos ocultos, otros en los rincones, otros detrás de los cañones y la mayoría en cualquier lugar. En ese momento se oyó su vozarrón, que el viento arrastraba, y los tripulantes del
Irresistible
sonrieron con ironía.

—Les ha dicho a los vivanderos que se vayan al infierno —señaló Harris.

—Sí, pero eso es muy duro para unos marineros jóvenes que día tras día no piensan más que en hacer eso —explicó Bonden, que era lujurioso, a diferencia de su hermano.

—No te preocupes por los marineros jóvenes, Bob Bonden —continuó Harris—, porque tendrán lo que buscan en cuanto bajen a tierra. Además, ya sabían que navegaban con un capitán muy estricto.

—Ese capitán tan estricto se va a llevar una sorpresa —dijo Reuben Wilks, un oficial afeminado, y rió muy alegremente.

—¿Por el sacerdote negro? —preguntó Bonden.

—El sacerdote negro le hará dar vueltas sobre sí mismo, ¡ja, ja! —afirmó Wilks.

Otro marinero, en el mismo tono amable, añadió:

—Todos tenemos contratiempos.

—Así que aquél es el capitán Aubrey —dijo la señora Goole, mirando a lo lejos por encima del mar—. No sabía que fuera tan robusto. Por favor, señor Richardson, dígame por qué grita y por qué ordena a esos barcos retroceder.

Hacía muy poco que los padres de la dama la habían casado con el capitán Goole. Le habían dicho que le quedaría una pensión anual de noventa libras si a él le mataban, pero, aparte de eso, poco más sabía sobre la Armada. Por otro lado, había ido a las Antillas en un mercante y desconocía aquella costumbre naval, ya que los mercantes no tenían tiempo para extravagancias.

—Bueno, señora… porque están llenos de… ¿cómo le diría?… de mujeres de vida alegre —respondió Richardson, sonrojándose.

—¡Pero hay cientos de ellas!

—Sí, señora. Generalmente una o dos por cada marinero.

—¡Dios mío! —exclamó la señora Goole pensativa—. Así que el capitán Aubrey no aprueba su presencia. ¿Es muy severo?

—Bueno, piensa que entorpecen la disciplina y no le parece bien que se mezclen con los guardiamarinas, sobre todo con los que están cambiando la voz, es decir, con los más jóvenes.

—¿Quiere decir que a esas… a esas criaturas se les permite corromper a adolescentes? —preguntó la señora Goole—. ¿A adolescentes cuyas familias han puesto al cuidado de un capitán?

—Sí, señora, eso ocurre a veces.

—Estoy segura de que el capitán Goole no lo permitiría. —Ante las palabras de la señora Goole, Richardson se limitó a responder con una inclinación de cabeza que no expresaba absolutamente nada.

—Así que ése es el fiero capitán Aubrey —afirmó el señor Waters, el cirujano del buque insignia, que estaba de pie en el costado de babor del alcázar con el secretario del almirante—. Me alegro de haberle visto, pero, a decir verdad, me habría gustado más ver al médico que viaja con él.

—¿El doctor Maturin?

—Sí, señor, el doctor Stephen Maturin. Escribió el libro que le enseñé sobre las enfermedades de los marineros. Hay un caso que me preocupa mucho y quisiera conocer su opinión. ¿Lo ve en el barco?

—No conozco a ese caballero —dijo el señor Stone—, pero sé que le gusta estudiar la naturaleza, así que probablemente sea aquel que está en la popa de la falúa inclinado sobre la borda y con la cara casi rozando el agua. También a mí me gustaría mucho conocerle.

Los dos dirigieron el telescopio hacia un hombrecillo con una sencilla chaqueta azul que estaba a cierta distancia del timonel. El capitán le llamó la atención y él se sentó con la espalda erguida mientras se colocaba su raquítica peluca. Miró hacia el buque insignia antes de ponerse las gafas oscuras y ambos pudieron ver sus extraños ojos claros. Los dos le miraron con interés, sobre todo el cirujano; tenía un tumor a un lado del abdomen y deseaba ansiosamente que algún experto le dijera que no era maligno. El doctor Maturin era la persona más indicada, ya que gozaba de una excelente reputación; sin embargo, prefería la vida en la mar —por las oportunidades de estudio que brinda a los amantes de la naturaleza— a tener una lucrativa consulta en Londres o Dublín o quizás en Barcelona, pues era de origen catalán por parte materna. El señor Stone quería conocer al doctor Maturin por motivos personales y le observó con atención. Como secretario del almirante, se ocupaba de los asuntos secretos de la escuadra y sabía que el doctor Maturin era también un espía, y de gran categoría. El trabajo del señor Stone consistía principalmente en poner fin a la traición de los habitantes de la zona y al incumplimiento de la ley que prohibía comerciar con el enemigo. Eso le había permitido conocer a miembros de otras organizaciones secretas, algunos no muy discretos. Por ellos sabía que en Whitehall había estallado una guerra soterrada y silenciosa, y que sir Joseph Blaine, el jefe del servicio secreto de la Armada, junto con sus principales seguidores —entre los cuales se encontraba Maturin—, muy pronto vencerían o serían vencidos por sus desconocidos oponentes. Le gustaba el espionaje y tenía muchas esperanzas de llegar a pertenecer a alguna de las numerosas organizaciones navales, militares y políticas que trabajaban en la sombra y que intentaban mantener todo en secreto a pesar de la indiscreción y la desatada locuacidad de algunos de sus colegas. Por esa razón observaba con curiosidad al hombre que, según la fragmentaria información que tenía, era uno de los más preciados agentes secretos del Almirantazgo.

Cuando el alcázar se llenó de los infantes de marina que iban a llevar a cabo la ceremonia, empezaron a escucharse los pitidos de los ayudantes del contramaestre y el primer teniente dijo:

—Por favor, caballeros, acérquense. Vamos a recibir al capitán de la
Surprise.

—Con su permiso, señor, el capitán de la
Surprise
—anunció el secretario en la puerta de la cabina.

—¡Aubrey, cuánto me alegro de verle! —exclamó el almirante después de tocar la última nota; y le tendió la mano—. Siéntese y cuénteme cómo le ha ido. Pero antes dígame qué barco ha traído a remolque.

—Uno de nuestros balleneros, señor. Es el
William Enderby
, de Londres. Lo recuperamos frente a Bahía después de haber perdido los mástiles al norte del Ecuador durante un período de calma porque estaba muy cargado y el oleaje era muy fuerte.

—Si lo ha recuperado, es una presa de ley. Dice que está muy cargado, ¿verdad?

—Sí, señor. Los norteamericanos pusieron en él la carga de otros tres barcos que quemaron después y luego lo enviaron solo a Estados Unidos. El oficial de derrota de la
Surprise
, que fue un ballenero en su juventud, calcula que el cargamento vale noventa y siete mil coronas. Pasamos muchas dificultades para traerlo porque teníamos muy pocos pertrechos. Le hicimos mástiles provisionales uniendo varias piezas de arboladura con los cordones de nuestros zapatos, pero los perdió el domingo durante una tormenta.

—No tiene importancia —dijo el almirante—. Está aquí y eso es lo que importa. ¡Noventa y siete mil coronas! ¡Ja, ja! Daré personalmente las órdenes pertinentes para que tenga todos los pertrechos que necesita. Ahora cuénteme algo de su viaje, al menos lo más destacado.

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