* * *
Los dos recorrieron las calles vacías buscando la cobertura de las sombras porque percibían la presencia de observadores en el cielo aunque no podían verlos. A los dragones no se los distinguía fácilmente a la luz de la luna y a través de la niebla que, antes de alborear, se alzaba del río, enroscándose amorosamente entre los troncos de los álamos.
Reinaba el silencio, un silencio fantasmagórico. Los animales se habían metido en sus madrigueras; los pájaros se apiñaban, callados, en los nidos. El olor a incendio, a dragones, a muerte, flotaba en el aire y todas las criaturas se escondían.
«Todas aquellas con sentido común —se dijo el gobernador para sus adentros—. Y luego estamos los demás.»
Tan profundo era el silencio que pensó que si aguzaba el oído podría oír el latir de los corazones de quienes se escondían en las casas. Corazones que palpitaban a un ritmo regular; corazones que palpitaban desbocados; corazones que temblaban de miedo. Podía imaginarse a amantes y a amigos sentados en la oscuridad, en silencio, enlazadas las manos, su contacto transmitiendo las palabras que eran incapaces de pronunciar y que, en cualquier caso, serían insuficientes, no estarían a la altura de las circunstancias.
Llegaron a la Torre del Sol justo cuando la luna se metía. Ubicada en el límite septentrional de la ciudad, se alzaba sobre la colina más alta y proporcionaba una panorámica espectacular de la urbe. Estaba construida con oro bruñido que resplandecía como otro sol cuando los primeros rayos del astro incidían en ella, encendiéndola con calor y vida y la alegría de un nuevo día. Tan brillante era su reflejo que hacía daño a los ojos. A menudo, cuando se aproximaba a la Torre de día, Medan se había visto obligado a apartar la vista para que no lo cegara.
De noche, la Torre reflejaba las estrellas, de manera que resultaba difícil distinguirla —con una miríada de puntos luminosos flotando en su superficie— del cielo nocturno que era su telón de fondo.
Entraron en el edificio por el vestíbulo cuyas puertas nunca se cerraban, y desde allí accedieron a la cámara principal. Laurana llevaba consigo una pequeña linterna para alumbrar el camino. La luz de una antorcha sería demasiado intensa, demasiado perceptible para cualquiera que se encontrase fuera.
Medan ya había entrado en la Torre en otras ocasiones para asistir a varias ceremonias, pero su belleza nunca dejaba de impresionarle. El cuerpo central se elevaba casi ciento ochenta metros, con dos pináculos más pequeños que sobresalían a los lados. Desde el suelo de la sala se divisaba el techo, un mosaico maravilloso. Las ventanas, que ascendían en espiral por las paredes, estaban situadas de manera que captaban la luz del sol, reflejándola hacia abajo y convergiendo sobre la tribuna, que se alzaba en el centro de la sala principal.
Estaba demasiado oscuro para que Medan pudiese ver el mosaico, que representaba el cielo diurno en una mitad y el nocturno en la otra. De ese modo los qualinestis habían plasmado su relación con sus parientes, los silvanestis. El creador del mosaico había sido optimista, separando las mitades con un arco iris. Habría estado más acertado si lo hubiese hecho con un rayo.
—Quizás ésta sea la razón —musitó Laurana, que miraba hacia arriba, el mosaico todavía oculto en sombras y oscuridad—. Quizás el sacrificio de mi pueblo sea necesario para que haya un nuevo comienzo, un comienzo en el que dos pueblos divididos sean uno por fin.
Medan podría haberle dicho que las razones para la destrucción de Qualinost no tenían nada que ver con nuevos comienzos. Eran razones perversas y horribles, arraigadas en el odio de un dragón hacia todo lo que admiraba, en la necesidad de demoler lo que nunca podría construir y de destruir lo que más ansiaba poseer.
Pero se guardó sus pensamientos para sí mismo. Si la idea de Laurana le procuraba paz, estaba más que dispuesto a dejar que creyera que era así. Y, tal vez, después de todo, las ideas de ambos no eran más que las dos caras de una misma moneda. La de ella, la luz; la de él, la oscura.
Salieron de la sala central y Laurana lo condujo por una escalera hasta una galería que se asomaba a la sala. Puertas de oro y de plata jalonaban el pasillo circular. Laurana iba contándolas conforme pasaban ante ellas, y al llegar a la séptima, tanto empezando por un extremo como por el otro, sacó una llave de una bolsita de terciopelo azul que llevaba colgada de la muñeca. La llave también era de oro y plata. La séptima puerta estaba decorada con la imagen de un álamo, con las ramas extendidas hacia el sol. Medan no vio ninguna cerradura.
—Sé lo que hay en esa habitación —dijo el gobernador—. El Tesoro Real. —Puso sus manos sobre las de ella, impidiendo que siguiese adelante—. ¿Estáis segura de que queréis mostrarme esto, señora? Ahí dentro hay secretos que los elfos han guardado durante miles de años. Quizá no sea sensato descubrirlos, ni siquiera ahora.
—Seríamos como el avaro del cuento que almacena sus riquezas para cuando lleguen malos tiempos y que muere de hambre en el proceso. ¿Querríais que mantuviese bajo llave aquello que quizá podría salvarnos? —preguntó Laurana.
—Me honráis con vuestra confianza en mí, señora —contestó el gobernador mientras hacía una reverencia.
Laurana contó siete ramas del árbol tallado, empezando por abajo, y a continuación contó siete hojas y tocó con la llave en la séptima.
La puerta no se abrió. Desapareció.
Medan contempló una vasta cámara que contenía las riquezas del reino elfo de Qualinesti. Al levantar Laurana la lámpara, el brillo resultó más cegador a los ojos que los rayos del sol incidiendo en la Torre. Arcones con monedas de acero, de oro y de plata cubrían el suelo. Armas de manufactura y diseño fabulosos se alineaban en las paredes. Había barriles repletos de gemas y perlas; las joyas reales —coronas, cetros y diademas, capas cuajadas de rubíes, diamantes y esmeraldas— se exhibían en expositores de terciopelo.
—No os mováis, gobernador —advirtió Laurana.
Medan no tenía intención de hacerlo; estaba petrificado en el umbral y miraba en derredor, enfadado. Se volvió hacia Laurana con una expresión de fría cólera.
—Hablabais de miseria, señora —dijo mientras señalaba—. Tenéis riquezas suficientes aquí para contratar a todos los mercenarios de Ansalon, ¡y acumuláis oro mientras permitís que vuestros súbditos pierdan la vida!
—Hubo un tiempo, hace mucho, en la época de Kith-Kanan, que tal riqueza era nuestra —comentó Laurana—. Esto es sólo su recuerdo.
En el momento que pronunció la última palabra, el hombre lo entendió. Vio la realidad a través de la ilusión.
Un gran agujero se abría a sus pies, y una escalera de caracol, tallada en la piedra, conducía hacia la oscuridad. Cualquiera que ignorara los secretos de esa estancia sólo daría dos pasos sobre el suelo ilusorio antes de precipitarse a una muerte segura.
La única luz era el tenue brillo irradiado por la pequeña lámpara. Bajo esa constante luz Medan siguió a Laurana escalera abajo. Al final de ella se encontraba el verdadero tesoro del reino elfo de Qualinesti: un único cofre con unas cuantas bolsas de monedas de acero. Varios arcones vacíos, con las tapas abiertas, eran el hogar de arañas y ratones. En otros tiempos había armas exhibidas en las paredes, pero hacía mucho que se habían retirado. Todas salvo una. Colgada en la pared aparecía una lanza de infantería. La luz de la linterna incidió en ella, arrancándole un brillo plateado, igual al que antaño irradiara Solinari.
—Una Dragonlance —musitó Medan en un tono reverente—. Nunca había visto una, pero la reconocería en cualquier parte.
Laurana contemplaba el arma enorgullecida.
—Quiero que la empuñéis, gobernador. —Se volvió a mirarlo—. ¿Entendéis lo que tengo en mente?
—Tal vez sí —repuso lentamente. Era incapaz de apartar los ojos de la Dragonlance—. Quizás empiezo a entenderlo.
—Ojalá pudiese deciros que tiene una historia heroica —comentó la elfa—, pero si es así, yo la ignoro. Se la entregaron a Tanis poco después de casarnos. La trajo una mujer que dijo haberla encontrado entre las posesiones de su esposo, después de que éste muriese. El hombre la había cuidado amorosamente, y dejó una nota en la que expresaba su deseo de que se entregara a alguien que lo entendería. La mujer sabía que había combatido en la guerra, pero su esposo nunca le había hablado de sus hazañas. Se limitaba a decir que había cumplido con su deber, igual que muchos otros, que no había hecho nada especial.
—Sin embargo, que yo recuerde, sólo a los guerreros de renombre y probado valor se les concedía el honor de empuñar una Dragonlance —argumentó Medan.
—Yo lo conocía, ¿sabéis, gobernador? Lo recuerdo. Oh, no lo conocí personalmente, pero me acuerdo de todos aquellos que renunciaron a tanto para unirse a nuestra causa y a los que nunca se honró con cánticos ni se inmortalizó con tumbas o estatuas. Regresaron a sus vidas de antes como carniceros, sastres, granjeros o pastores. Hicieron lo que hicieron por la única razón de que lo consideraban su deber. Me pareció apropiado que utilizáramos esta lanza.
»
En cuanto a las demás armas que había almacenadas aquí, envié muchas con los que han abandonado Qualinost, y entregué muchas más a los que se han quedado para luchar. En este cofre —Laurana pasó la mano sobre una caja de palo de rosa, tallada con sencillez—, están las verdaderas joyas antiguas de valor. Se quedarán aquí, porque representan el pasado y su gloria. Si en el futuro llega el día en que vivamos en paz, se recuperarán. Si, por el contrario, en el futuro no queda nadie que nos recuerde, quizá se descubran y traigan de nuevo el sueño de los elfos al mundo.
Le dio la espalda a la caja de palo rosa y posó la mano sobre una rama de árbol cortada. El hombre pensó cuan extraño era que estuviese guardada en el cuarto. La elfa se arrodilló, extendió la mano y levantó un trocito de madera del centro de la rama, que casi no se distinguía del resto. Medan vio entonces que la rama había sido dividida a lo largo para crear una caja. Laurana tiró y alzó la tapa.
Dentro yacía una espada. El arma era enorme —un espadón para asir la empuñadura con las dos manos— y harían falta unas manos muy grandes y fuertes para empuñarla. La hoja era de reluciente acero, conservada en perfectas condiciones, sin la menor mancha de óxido, ni mellas ni arañazos. Su manufactura era sencilla, sin los adornos que tanto les gustan a los novatos pero que tanto detestan los veteranos. Sólo tenía un adorno: engastado en el pomo de la empuñadura, había un espléndido zafiro facetado en forma de estrella, del tamaño del puño de un hombre.
La espada era preciosa, un objeto de mortífera belleza. Medan alargó la mano con anhelo hacia ella, pero se detuvo.
—Cogedla, gobernador —lo animó Laurana—. Es vuestra.
Medan asió la empuñadura y sacó el arma de su estuche hecho con una rama de árbol. La blandió suavemente, probando el equilibrio. Era como si la hubiesen hecho para él. Le sorprendió descubrir que, aunque parecía pesada, estaba tan bien diseñada que podía esgrimirla con facilidad.
—Su nombre es
Estrella Perdida —
dijo Laurana—. Se fabricó para el paladín elfo Kalith Rian, que condujo a los elfos en la batalla contra Takhisis, en la Primera Guerra de los Dragones.
—¿Por qué se le dio ese nombre? —se interesó Medan.
—Según la leyenda, cuando el forjador llevó la espada a Kalith Rian le contó al lord elfo esta historia. Mientras la forjaba, el hombre vio una estrella surcar el cielo. A la mañana siguiente, cuando volvió para acabar su trabajo, encontró este zafiro entre los rescoldos de la forja. Lo interpretó como una señal de los dioses y la engarzó en el pomo. Rian le dio el nombre de
Estrella Perdida.
Con ella mató al gran Dragón Rojo llamado Colmillo de Fuego, en su última batalla, ya que él pereció también en la lucha. Se dice que la espada es mágica.
Medan frunció el entrecejo y entregó el arma a Laurana, por la parte de la empuñadura.
—Os lo agradezco, señora, pero prefiero probar suerte con una espada corriente, hecha de acero corriente. No me seduce la idea de utilizar un arma que de repente empieza a cantar una cancioncilla elfa en medio del combate o una que nos transforme, a sí misma y a mí, en un par de serpientes. Cosas así suelen distraerme.
—La espada no empezará a cantar, gobernador, os lo aseguro —repuso Laurana, riendo de buena gana—. Escuchadme antes de rehusar. Se dice que quienes miran a
Estrella Perdida
cuando brilla no pueden apartar la vista ni pueden hacer otra cosa que contemplar la gema.
—Eso es incluso peor —contestó, impaciente—. Imaginaos. Quedarme prendado de mi propia espada.
—Vos no, gobernador. El dragón. Y aunque os entregue la Dragonlance, no la blandiréis. Lo haré yo.
—Entiendo. —Medan se quedó pensativo. Siguió contemplando la espada, con nuevo respeto.
—Esta noche, mientras me dirigía a la reunión bajo la oscuridad, me acordé de esta espada y de su historia, y comprendí cómo podría sernos de utilidad.
—¡De utilidad! ¡Esto podría cambiarlo todo! —exclamó Medan.
Bajó la Dragonlance de la pared y la observó con interés, sosteniéndola respetuosamente. Era un hombre alto, pero la lanza sobresalía sesenta centímetros por encima de su cabeza.
—Hay un inconveniente. Será muy difícil ocultársela a Beryl. Por lo que recuerdo, los dragones perciben la magia de la lanza.
—No la ocultaremos —contestó Laurana—. Como bien decís, percibiría su magia. La tendremos a descubierto, donde pueda verla bien.
—¿Perdón, señora? —preguntó Medan, incrédulo.
—Es un regalo que le hacéis a la gran señora, gobernador. Un poderoso artefacto mágico de la Cuarta Era.
—Mis respetos a la sabiduría del Áureo General —dijo Medan al tiempo que inclinaba la cabeza.
—Me conduciréis a lo alto de la Torre como vuestro rehén, ante la Verde, conforme a lo planeado. Exhibiréis la Dragonlance y se la ofreceréis como un presente. Si intenta cogerla...
—Lo hará —la interrumpió él, sombrío—. Ansia la magia tanto como un borracho su licor.
—Cuando la coja —continuó Laurana—, la lanza, un objeto de la Luz, le descargará una sacudida paralizante. Vos levantaréis la espada y la sostendréis ante sus ojos. Hechizada por la gema, será incapaz de defenderse. Mientras la Verde contempla hipnotizada la espada, yo tomaré la lanza y la hundiré en su garganta. Tengo cierta experiencia en el manejo de esta arma —añadió con curiosa modestia.