Planchet soltó un grito ahogado. Los guardias elfos, que se habían ido acercando para escuchar, dieron un respingo y gritaron.
Gilthas no podía hablar, no podía emitir ningún sonido.
—Díselo —ordenó
La Leona
al corredor, con voz entrecortada, y volvió la cara hacia un lado—. Yo no puedo.
El corredor se inclinó ante el rey. El hombre tenía el semblante blanco y los ojos desmesuradamente abiertos. Empezaba a recobrar la respiración.
—Majestad —dijo, hablando en el lenguaje qualinesti—, me apena profundamente deciros que la ciudad de Qualinost no existe. No ha quedado nada de ella.
—¿Hay supervivientes? —preguntó Gilthas, más con un gesto que con palabras.
—No podía haberlos, majestad —contestó el elfo—. Qualinost es ahora un lago. Nalis Aren. Un lago de muerte.
Gilthas se abrazó a su esposa, y ella lo estrechó con fuerza mientras murmuraba palabras de consuelo incoherentes que no podían dar consuelo. Planchet lloraba sin rebozo, como los guardias elfos, que empezaron a musitar plegarias por las almas de los muertos. Apabullado, abrumado, incapaz de asimilar la enormidad del desastre, Gilthas siguió estrechando a su esposa contra sí y contempló fijamente la oscuridad que era un lago de muerte cubriéndole.
La presencia
El Dragón Azul voló en círculos sobre las copas de los árboles, buscando un lugar donde aterrizar. Los cipreses crecían muy juntos, tanto que Filo Agudo habló de volar de vuelta al este, donde las praderas y las suaves y bajas colinas proporcionaban sitios más adecuados para descender. Sin embargo, Goldmoon no le permitió dar la vuelta. Se aproximaba al final de su viaje, y sus fuerzas menguaban de segundo en segundo, cada latido de su corazón era un poco más lento, un poco más débil. El tiempo que le quedaba era precioso, no podía perder un instante. Oteando desde el lomo del dragón, observó el río de almas que fluía bajo ella, y le pareció que no avanzaba por el impulso de las fuertes alas del Azul, sino arrastrada por la lastimera marea.
—¡Allí! —dijo, señalando.
Un afloramiento rocoso, brillando blanco como tiza a la luz de la luna, emergía en medio de los cipreses. La forma del afloramiento era extraña. Visto desde arriba, tenía la apariencia de una mano extendida, con la palma hacia arriba, como para recibir algo.
Filo Agudo lo observó atentamente y, tras pensarlo un momento, opinó que podía aterrizar sin peligro, aunque sería tarea de ellos bajar por la empinada cara del saliente rocoso.
A Goldmoon eso no le preocupaba. Sólo tenía que meterse en el río para que la llevara a su destino.
El dragón aterrizó en la palma de la mano blanca como tiza, con la mayor suavidad posible para no sacudir a sus pasajeros. Goldmoon desmontó, su cuerpo joven transportando su debilitado espíritu.
Ayudó a Acertijo a bajarse de la espalda del Dragón. Esa ayuda era necesaria, ya que Filo Agudo giró un ojo y asestó al gnomo una mirada torva. Acertijo se había pasado todo el viaje disertando sobre la nula idoneidad de los dragones para el vuelo, de la poca fiabilidad de escamas y piel, huesos y tendones para esa tarea. Filo Agudo sacudió ligeramente un ala y faltó poco para que lanzara al gnomo por la pendiente del afloramiento, pero Acertijo, perdido en un sueño feliz de hidráulica, ni siquiera se percató.
Goldmoon alzó la vista hacia Tasslehoff, que seguía sentado cómodamente sobre la espalda del dragón.
—Pues ya estás aquí, Goldmoon —dijo el kender mientras agitaba la mano—. Espero que encuentres lo que quiera que vas buscando. Bueno, dragón, pongámonos en marcha. No hay que perder tiempo. Tenemos que quemar ciudades, devorar doncellas, apoderarnos de tesoros y todo lo demás. ¡Adiós, Goldmoon! ¡Adiós, Acerti...!
Con un chasquido de dientes, Filo Agudo arqueó la espalda y se sacudió. Las despedidas de Tasslehoff se cortaron en mitad de la frase cuando el kender salió lanzado patas arriba y fue a aterrizar de manera contundente en el suelo rocoso del risco.
—Bastante he aguantado con tener que transportar a esa sabandija hasta aquí —gruñó Filo Agudo. Dirigió la mirada hacia Goldmoon y el ojo rojizo del reptil centelleó—. No eres lo que el caballero Gerard afirmó que eras, ¿verdad? No eres una mística oscura.
—No, no lo soy. Pero te agradezco que me hayas traído a Foscaterra —respondió la mujer con aire ausente. No temía la ira del Azul. Sentía una mano protectora sobre ella, tan fuerte como la mano pétrea que ahora la sostenía. Ningún ser mortal podía hacerle daño.
—No quiero tu agradecimiento —replicó Filo Agudo—. No significa nada para mí. Lo hice por ella. —Sus ojos se empañaron y se alzaron a la luna brillante, al cielo estrellado—. Oigo su voz. —Bajó los ojos para mirar fijamente a la mujer—. Tú también la oyes, ¿verdad? Pronuncia tu nombre: Goldmoon, princesa de los que-shus. Conoces la voz.
—La oigo —admitió ella, preocupada—, pero no la reconozco.
—Yo sí —afirmó, agitado, el Azul—. Me convoca, y obedeceré a su llamada, pero no sin mi amo. Él y yo estamos muy unidos.
El dragón extendió las alas y se impulsó para remontar el vuelo directamente hacia arriba a fin de evitar los enormes árboles. Voló hacia el sur, en dirección a Qualinesti.
Tasslehoff se levantó y recogió sus saquillos.
—Espero que sepas dónde nos encontramos, Burrfoot —instó Acertijo en un tono severo y acusador.
—No, no lo sé —contestó alegremente el kender—. No reconozco nada de esto. —Luego añadió con un suspiro de alivio:— Estamos perdidos, Goldmoon. Totalmente perdidos.
—Ellos conocen el camino —dijo la mujer, que contemplaba los rostros de los muertos alzados hacia ella.
* * *
Palin y Dalamar se hallaban en la planta baja de la Torre, observando atentamente la densa oscuridad que se extendía debajo de los cipreses. Densa, opresiva y vacía. Los espíritus errantes habían desaparecido.
—Podríamos marcharnos ahora —sugirió Palin.
El mago se encontraba ante la ventana, con las manos metidas bajo las mangas de la túnica, ya que a esa hora temprana en la Torre hacía frío y humedad y él estaba destemplado. Dalamar había mencionado algo sobre un ponche caliente y lumbre en la chimenea de la biblioteca, pero aunque la idea de calentarse el cuerpo y el estómago sonaba bien, ninguno de los dos se movió de donde estaba.
—Podríamos salir ahora, mientras los muertos no rondan por aquí para acosarnos. Podríamos irnos los dos.
—Sí. —Dalamar también miraba por la ventana y tenía las manos guardadas bajo las mangas—. Podríamos irnos. —Echó una mirada de reojo a Palin—. O, más bien, podrías salir tú si quieres, y buscar al kender.
—Pero tú también puedes irte. Nada te retiene aquí ya. —Se le ocurrió algo de repente—. O quizás es que desde que los muertos han desaparecido, también ha desaparecido tu magia.
Dalamar esbozó una torva sonrisa.
—Lo dices como si esperaras que fuera así, Majere.
—Sabes que no era ésa mi intención —replicó Palin, molesto, aunque muy en el fondo de su ser algo musitó que quizá sí era eso lo que había querido decir.
«Aquí estoy, un hombre de edad madura, un hechicero de considerable poder y renombre —se dijo—. No he perdido mis habilidades, como temía, sino que los muertos me han estado robando mi magia. Sin embargo, en presencia de Dalamar, me siento inmaduro, inferior e incompetente, como me sentí la primera vez que vine a la Torre para pasar la Prueba. Quizá peor, porque es algo natural de la juventud tener confianza de sobra en uno mismo. Me estoy esforzando continuamente para demostrar mi valía a Dalamar y siempre me quedo corto. ¿Y por qué lo hago? —se preguntó—. ¿Qué me importa lo que este elfo oscuro opina de mí? Dalamar nunca se fiará de mí, nunca me respetará. No por nada de lo que soy, sino por lo que no soy. No soy mi tío. No soy Raistlin.»
—Podría marcharme, pero no lo haré —manifestó el elfo, cuyas delicadas cejas se fruncieron mientras seguía contemplando la vacía oscuridad. Tuvo un escalofrío y se ajustó más la túnica—. Siento un hormigueo en las puntas de los dedos. Tengo el vello erizado. Aquí hay una presencia, Palin. La he sentido a lo largo de toda la noche. Como un aliento en la nuca, un susurro en el oído. El sonido de una risa distante. Una presencia inmortal, Majere.
Un incómodo desasosiego se había apoderado de Palin.
—Esa chica y su conversación sobre el dios Único te ha afectado, amigo mío. Eso y una imaginación febril, además de que lo que comes no es suficiente ni para sustentar el pajarillo de mi mujer.
No bien había acabado de decirlo, cuando Palin deseó no haber mencionado a su esposa, no haber pensado en Usha.
«Debería abandonar la Torre ahora mismo, aunque sólo fuera para regresar a casa. Usha estará preocupada por mí. Si se ha enterado del ataque a la Ciudadela de la Luz, quizá piensa que he muerto.»
—Pues que lo piense —musitó—. Hallará más paz en la idea de que estoy muerto de la que ha conocido nunca viviendo conmigo. Si me cree muerto, me perdonará por haberle hecho daño. Sus recuerdos serán gratos...
—Deja de mascullar entre dientes, Majere, y mira fuera. ¡Los muertos han regresado!
Donde antes todo era quietud, ahora la oscuridad había cobrado vida de nuevo, bullía con los muertos. Los inquietos espíritus habían regresado, deambulaban entre los árboles, acechaban la Torre, contemplándola con ojos que traslucían ansiedad y ardían con deseo.
Palin soltó un corto y ahogado grito y saltó hacia la ventana. La golpeó tan fuerte con las manos que por poco rompe el cristal.
—¿Qué? —instó el elfo oscuro, alarmado—. ¿Qué ocurre?
—¡Laurana! —exclamó Palin, que recorría con la mirada el río de almas—. ¡Laurana! ¡La he visto! ¡Lo juro! ¡Mira! ¡Mira allí! No... Ya no está...
Se apartó de la ventana y caminó resueltamente hacia la puerta protegida con conjuros.
Dalamar saltó hacia él y lo agarró por el brazo.
—Majere, esto es una locura...
—Voy a salir. —Palin se soltó de un tirón—. Tengo que encontrarla.
—No, Palin. —Dalamar se interpuso en su camino y lo aferró con fuerza, hundiendo los dedos en sus brazos—. No querrás encontrarla. Créeme, Majere, no será Laurana. No la Laurana que conocías. Será... como los otros.
—¡Mi padre no lo era! —replicó furioso mientras forcejeaba para soltarse. ¿Quién habría pensado que el escuálido elfo tendría tanta fuerza?—. Intentó advertirme...
—No lo era al principio —dijo Dalamar—. Pero lo es ahora. No puede evitarlo. Lo sé. Los he utilizado. Me han servido durante años.
Calló, aunque siguió agarrando a Palin y observándolo con cautela. El hechicero humano consiguió librarse de las manos del elfo.
—Suéltame —dijo—. No voy a ninguna parte. —Se frotó los brazos y regresó junto a la ventana para mirar fuera.
—¿Seguro que era Laurana? —preguntó Dalamar tras un corto silencio.
—Ya no estoy seguro de nada. —Pero sí estaba preocupado, frustrado, helado hasta los huesos—. Tú y tu maldito vello de punta...
—... hemos venido al sitio equivocado —gritó lastimeramente una voz estridente y aguda desde la oscuridad—. No es ahí donde quieres ir, Goldmoon. Confía en mí. Conozco las Torres de la Alta Hechicería, y ésta no es la correcta.
—¡Busco al hechicero Dalamar! —llamó otra voz—. Si está dentro, que abra la puerta para dejarme pasar.
—No sé cómo ni por qué —exclamó Palin, que miraba sorprendido a través del cristal—, pero ahí está Tasslehoff y ha traído a Goldmoon.
—Por las apariencias, yo diría que ha sido al revés —comentó Dalamar mientras retiraba el conjuro de la puerta.
Tasslehoff seguía argumentando, mientras esperaban en el umbral de la Torre, que ésa no era la que buscaban, que Goldmoon quería ir a la de Dalamar, a la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y, en consecuencia, no era la correcta.
—No vas a encontrar a nadie ahí dentro. —La voz de Tasslehoff empezaba a tener un timbre desesperado—. No encontrarás a Dalamar, y tampoco a Palin, dicho sea de paso. Y no es que haya alguna razón para pensar que Palin podría estar ahí —se apresuró a añadir—. No he visto a Palin hace muchísimo tiempo, desde que Beryl atacó la Ciudadela de la Luz. Él se marchó un día y yo me fui al siguiente. Él llevaba el ingenio mágico de viajar en el tiempo, sólo que lo perdió. Les lanzó piezas a los draconianos. El ingenio se ha perdido, se ha destruido. Ni señal de él por ninguna parte, así que no lo busques porque no lo encontrarás...
—Dalamar —sonó la voz de Goldmoon—. ¡Déjame pasar!
—Te lo estoy diciendo —insistió Tasslehoff—. Dalamar no se ene... ¡Ah, hola, Dalamar! —El kender se esforzó por parecer sorprendido—. ¿Qué haces en esta Torre
extraña? —
Tas guiñó un ojo varias veces al tiempo que señalaba a Goldmoon con la cabeza.
—Bienvenida, Goldmoon, sanadora, sacerdotisa de Mishakal —saludó gentilmente Dalamar, utilizando el antiguo título de la mujer—. Tu visita me honra.
Mientras hacía pasar a su invitada con la innata cortesía elfa, Dalamar susurró en un aparte:
—¡Majere! ¡No dejes escapar al kender!
Palin agarró a Tasslehoff, que se había quedado en el umbral. El mago humano iba a meterlo de un tirón en la Torre cuando se quedó muy desconcertado al ver a un gnomo plantado en la puerta. El gnomo tenía metidas las manos en los bolsillos y miraba en derredor. Aparentemente, por su expresión, no le gustaba mucho lo que veía.
—¿Quién eres? —preguntó Palin.
—Mi nombre, en la versión corta, es Acertijo. Vengo con ella. —El gnomo señaló a Goldmoon con un dedo mugriento—. Me robó el sumergible. Los sumergibles cuestan un montón de dinero. ¿Y quién va a pagarlo? Eso es lo que quiero saber. ¿Lo pagarás tú? ¿Por eso hemos venido aquí? —Acertijo levantó su pequeño puño—. Acero frío y duro, eso es lo que quiero, nada de material de hechiceros, como ojos de murciélago. —El gnomo aspiró por la nariz con gesto desdeñoso—. Tenemos toda una cámara llena de ésos. Una vez excluidos como bolas para cojinetes, ¿para qué sirven?
Sin aflojar los dedos con los que agarraba el cuello de la camisa de Tas, Palin arrastró al kender, que lanzaba patadas y se retorcía, al interior. Acertijo entró por propia voluntad; sus penetrantes ojillos abarcaron de un vistazo todo y descartaron todo de entrada.
Goldmoon no respondió a la bienvenida de Dalamar. Apenas miró a él y a Palin; sus ojos escudriñaron la Torre y se detuvieron en la escalera espiral que ascendía hacia la oscuridad. Recorrió con la mirada la estancia en la que se encontraban, y entonces sus ojos se desorbitaron. Su semblante, ya pálido, se tornó ceniciento.