El Río Oscuro (15 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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Entró en el local casi esperando un gran recibimiento: «Has resuelto el rompecabezas, Gabriel. Bienvenido a casa». Pero lo único que vio fue al dueño, que se rascaba mientras una malhumorada camarera limpiaba la barra con un trapo. Cerca de la entrada había varias mesitas negras, y bancos al fondo. Una caja de cristal mostraba unos faisanes disecados en un anaquel, junto a cuatro polvorientas botellas de champán.

Solo había tres clientes: un matrimonio de mediana edad que discutía en voz baja, y un anciano que miraba fijamente su vaso vacío. Gabriel pagó una pinta de cerveza con las últimas monedas que le quedaban y se instaló en uno de los reservados, con un banco tapizado y la pared forrada de madera. Su estómago absorbió el alcohol y mitigó la sensación de hambre. Cerró los ojos. «Solo un instante, eso es todo», se dijo. Pero no tardó en ceder a la fatiga y quedarse dormido.

Fue su cuerpo el que notó el cambio. Una hora antes, el local estaba frío y sin vida. En esos momentos rebosaba energía. Mientras Gabriel despertaba, oyó voces y risas y notó una fría corriente de aire con el vaivén de la puerta al abrirse y cerrarse.

Abrió los ojos.

El bar estaba lleno de hombres y mujeres de aproximadamente su misma edad que se saludaban como si llevaran mucho tiempo sin verse. Algunos discutían alegremente y, a continuación, entregaban cierta cantidad de dinero a un sujeto alto con grandes gafas de sol.

¿Eran fans de algún equipo de fútbol?, se preguntó. Sabía que los ingleses sentían pasión por ese deporte. Los hombres del pub vestían vaqueros y sudaderas con capucha. Algunos llevaban tatuajes, complejos dibujos que asomaban bajo las camisetas y se les enroscaban alrededor del cuello. Ninguna de las mujeres llevaba falda o vestido; todas llevaban el pelo muy corto o sujeto en la nuca como si fueran guerreras amazonas.

Estudió a varios de los reunidos cerca de la barra y se dio cuenta de que solo tenían en común una cosa: el calzado. Sus zapatillas de deporte no eran las típicas para jugar al baloncesto o correr por el parque. Eran de colores brillantes, con elaborados cordones y suelas de tacos; las que uno se pondría para una carrera a campo traviesa.

Entró una nueva corriente de aire y con ella otro cliente. Era más ruidoso, simpático y claramente más gordo que cualquiera de los allí reunidos. Llevaba el pelo, negro y grasiento, parcialmente cubierto por un gorro de lana coronado con un ridículo pompón. Su cazadora de nailon, abierta, dejaba a la vista una barriga considerable y una camiseta con un dibujo donde aparecía una cámara de vigilancia dentro de una señal de «Prohibido».

El recién llegado pidió una pinta e hizo un rápido recorrido por el bar repartiendo saludos y palmadas en la espalda como si fuera un político recabando votos. Gabriel lo observó atentamente y pudo distinguir un rastro de tensión en sus ojos. Una vez finalizada su ronda, el hombre se instaló en el mismo reservado que Gabriel y marcó un número en su móvil. Viendo que el destinatario de la llamada no contestaba, dejó un mensaje.

—Dogsboy, soy Jugger. Estamos en el Esperanza. Todas las pandas han llegado. ¿Dónde estás, tío? Llámame.

A continuación, cerró el móvil y reparó en Gabriel, sentado a su lado.

—¿Vienes de Manchester? —preguntó.

Gabriel negó con la cabeza.

—Entonces ¿con qué panda estás?

—¿Qué es una «panda»?

—¡Ah, eres estadounidense! Yo soy Jugger. ¿Cómo te llamas?

—Gabriel.

Jugger señaló a los demás con un gesto.

—Toda esta gente son
free runners.
Esta noche hay tres pandas de Londres y otra que ha venido de Manchester.

—¿Y qué son los
free runners?

—¿Qué pregunta es esa? Sé que en Estados Unidos también hay. Empezó en Francia con un grupo de amigos que se divertían saltando por las azoteas. Es una forma de ver la ciudad como una gran pista de obstáculos. Trepas por paredes y saltas de casa en casa. Sin frenos. Se trata de eso, de avanzar sin frenos. ¿Lo entiendes?

—O sea que es un deporte.

—Para algunos, sí. Pero las pandas que han venido esta noche son iconoclastas de verdad. Eso significa que corremos por donde queremos. No hay reglas. No hay límites. —Jugger miró subrepticiamente a derecha e izquierda, como si fuera a contar un secreto—. ¿Has oído hablar de la Gran Máquina?

Gabriel resistió el impulso de asentir.

—¿Qué es eso?

—Es el sistema informático que nos controla con programas de escaneo y cámaras de vigilancia. Los
free runners
se niegan a formar parte de la Gran Máquina. Corremos por encima de todo eso.

Gabriel miró hacia la puerta cuando otro grupo
de free runners
entró en el pub.

—Entonces ¿esto es como una especie de reunión semanal?

—De reunión nada, tío. Estamos aquí para correr. Dogsboy es nuestro hombre, pero todavía no ha aparecido.

Jugger no se movió de su asiento cuando su panda empezó a reunirse en el reservado. Ice era una muchacha de unos quince o dieciséis años, menuda y de aire adusto, cuyas cejas pintadas le daban un aire de geisha. Roland era un tipo de Yorkshire que hablaba despacio, y Sebastian, un universitario a tiempo parcial que llevaba los bolsillos de su arrugado impermeable llenos de libros baratos.

Gabriel nunca había estado en Inglaterra y tuvo dificultades para entender todo lo que decían. En algún momento de su vida, Jugger había conducido un «juggernaut», que era un tipo de camión, solo que allí un «camión» era un «cargo». Las «patatas chips» eran «patatas crisp», y una «cerveza» era una «birra». Jugger era el líder no oficial de la panda, y no dejaban de gastarle bromas sobre su gorro y lo gordo que estaba.

Aparte de las palabras en inglés británico, los
free runners
tenían un vocabulario especial. Los miembros de la panda charlaban tranquilamente de «saltos de mono», «brincos de gato» y de «carreras de pared». No trepaban simplemente por un edificio, «lo liquidaban» o «se lo zampaban».

Todos hablaban de su mejor corredor, Dogsboy, que seguía sin aparecer. Por fin sonó el móvil de Jugger, y este hizo un gesto para que guardaran silencio.

—¿Dónde te has metido? —preguntó. A medida que avanzaba la conversación, empezó a parecer molesto y después enfadado—. Tío, lo prometiste. Esta es tu panda. Los estás dejando colgados... Joder esto por un jueguecito de soldados... No puedes... ¡Maldita sea!

Cerró el móvil y soltó una sarta de juramentos. Gabriel apenas entendió qué había dicho.

—Supongo que Dogsboy no va a venir —dijo Sebastian.

—El cabrón dice que tiene una pierna mal. Me apostaría cualquier cosa a que está en cama con cualquier tontería.

El resto de la panda empezó a quejarse del plante de su compañero, pero todos se callaron cuando el tipo de las grandes gafas de sol se les acercó.

—Ese es Mash —susurró Roland a Gabriel—. Es el que se encarga de las apuestas esta noche.

—¿Dónde está vuestro corredor? —preguntó Mash.

—Acabo de hablar con él —dijo Jugger—. Está... está intentando encontrar un taxi.

Mash soltó un bufido burlón, como si supiera la verdad.

—Si no aparece dentro de diez minutos, perderéis el dinero apostado más las cien libras de depósito.

—Es que tiene una pierna mal... Bueno, en fin..., eso me ha dicho.

—Ya conocéis las normas. Si no hay corredor, adiós al depósito.

—Cabrón hijoputa... —masculló Jugger. Cuando Mash se hubo alejado, se volvió hacia su gente—. Bueno, a ver, ¿quién va a ser el corredor? ¿Algún voluntario?

—Yo soy especialista en técnicas, no en líneas rectas —dijo Ice—. Ya lo sabes.

—Yo estoy resfriado —se excusó Roland.

—¡Sí, desde hace tres años!

—Vale, entonces, ¿por qué no corres tú, Jugger?

De pequeño, a Gabriel siempre le había gustado trepar a los árboles y correr por las vigas del granero de la granja de sus padres.

Ya de mayor, había buscado emociones fuertes montando en moto y lanzándose en paracaídas. Sin embargo, su fuerza y destreza habían alcanzado nuevas cotas en Nueva York, mientras Maya se recuperaba de sus heridas. Por las noches, los dos practicaban kendo, pero en lugar de hacerlo con las cañas de bambú habituales, Maya utilizaba su espada Arlequín, y él manejaba su espada talismán. Eran las únicas ocasiones en que los dos habían contemplado sus cuerpos abiertamente. Su intensa relación parecía hallar su mejor forma de expresión en un combate incesante. Al final de las sesiones de kendo, los dos quedaban jadeantes y bañados en sudor.

Gabriel se inclinó hacia Jugger y le hizo un gesto de asentimiento.

—Yo lo haré —le dijo—. Yo seré vuestro corredor.

—¿Y quién diablos eres tú, si se puede saber? —preguntó Ice.

—Es Gabriel —se apresuró a aclarar Jugger—. Es un
free runner
estadounidense. Máximo nivel.

—Si no presentáis un corredor perderéis cien libras —intervino Gabriel—. Pagadme a mí ese dinero. En cualquier caso será lo mismo, con la diferencia de que conmigo puede que ganéis las apuestas.

—¿Sabes qué tienes que hacer? —preguntó Sebastian.

Gabriel asintió.

—Correr. Trepar por algunas paredes.

—Vas a tener que trepar hasta la azotea del mercado de Smithfield, cruzar hacia el viejo matadero, bajar a la calle y llegar al patio de la iglesia de Saint Sepulchre-without-Newgate —dijo Ice—. Si te caes, hay veinte metros de altura hasta la calle.

Aquella era la hora de la verdad. Todavía estaba a tiempo de cambiar de opinión. Pero Gabriel se sentía como si hubiera estado ahogándose en un río y de repente hubiera aparecido una barca. Solo disponía de unos pocos segundos para aferrarse al salvavidas.

—¿Cuándo empezamos?

Tan pronto como hubo tomado su decisión, Gabriel se vio rodeado de un grupo de nuevos amigos. Cuando reconoció que tenía hambre, Sebastian corrió a la barra y volvió con una tableta de chocolate y varias bolsas de patatas fritas. Gabriel se lo comió a toda prisa y notó una inyección de energía. En cuanto al alcohol, decidió dejarlo para después, aunque Jugger se ofreció a invitarlo a una pinta de cerveza.

Jugger parecía haber recobrado su confianza ahora que su panda contaba con un corredor. Dio una segunda vuelta por el bar, y Gabriel oyó su tono chulesco alzarse por encima del barullo. Unos minutos después, la mitad de los reunidos creía que Gabriel era un experimentado
free runner
de Estados Unidos que había decidido volar hasta Londres debido a la amistad que lo unía con la panda de Jugger.

Gabriel se comió otra tableta de chocolate y fue al baño a refrescarse. Cuando salió, Jugger lo esperaba. Abrió una puerta y acompañó a Gabriel a un jardín trasero que el pub utilizaba como terraza en verano.

—Ahora estamos tú y yo solos —dijo. Toda su fanfarronería parecía haberse evaporado; se comportaba con timidez e inseguridad—. Habla claro, Gabriel. ¿Has hecho esto antes?

—No.

—Mira, esto no lo hace cualquiera. En realidad es una forma rápida de matarse. Si quieres, podemos escabullimos por detrás y...

—No pienso largarme —repuso Gabriel—. Puedo hacerlo.

La puerta se abrió de golpe. Sebastian y otros tres
free runners
aparecieron en el jardín.

—¡Está aquí! —gritó alguien—. ¡Date prisa! ¡Está a punto de empezar!

Al salir del pub, Jugger fue absorbido por la multitud, pero Ice no se apartó de Gabriel y, sujetándole el brazo, le dijo en voz baja:

—Mira dónde pones los pies, pero no mires abajo.

—Vale.

—Si trepas un muro, no te pegues a él. Es mejor apartarse un poco, porque eso ayuda al centro de gravedad.

—¿Algo más?

—Si te asustas, no sigas. Párate, y nosotros te bajaremos de la azotea. Cuando la gente tiene miedo es cuando se cae.

En la calle no había nadie más aparte de los
free runners
, y algunos de ellos demostraban ya sus habilidades, saltando y haciendo cabriolas. Iluminado por las luces de seguridad, el mercado de Smithfield parecía un enorme templo de piedra y ladrillo erigido en el centro de Londres. Las puertas metálicas que cerraban los muelles de carga y descarga estaban cubiertas por cortinas de plástico que se agitaban con la brisa nocturna.

Mash los guió alrededor del mercado y les explicó el trayecto de la carrera en línea recta. Una vez hubieran llegado a la azotea, recorrerían el edificio en toda su longitud y utilizarían una marquesina metálica para saltar hasta el matadero abandonado. Desde allí bajarían como pudieran hasta la calle y correrían por Snow Hill hasta Saint Sepulchre-without-Newgate. El primer corredor que llegara a la iglesia sería el vencedor.

Mientras una multitud se reunía en la calle, Ice indicó a Gabriel cuáles eran los otros dos hombres que se habían presentado voluntarios para la carrera. Cutter era un conocido líder de una panda de Manchester. Llevaba zapatillas de deporte caras y un mono rojo hecho de una tela elástica que brillaba bajo las luces. Ganji era uno de los
free runner
de Londres, un inmigrante persa de unos veinte años, de complexión ágil y atlética. Malloy, el cuarto corredor, era bajo y recio, y tenía la nariz partida. Según Ice, trabajaba a tiempo parcial sirviendo copas en una de las discotecas de baile de las afueras de Londres.

Llegaron al extremo norte del mercado y se situaron al otro lado de la calle, cerca de una carnicería especializada en despojos. Gabriel ya no tenía hambre; se sentía plenamente en forma para el reto que lo aguardaba. Oía las risas y el parloteo de la gente y le llegó un ligero olor a ajo de un restaurante tailandés que había en el extremo de la calle. Los adoquines estaban mojados y relucían como fragmentos de obsidiana.

—No tienes miedo... No tienes miedo... —repitió Ice cual un encantamiento.

El edificio del mercado se alzaba frente a los
free runners
como una pared impresionante. Gabriel comprendió que tendría que trepar por la puerta de hierro forjado para llegar hasta la marquesina de metacrilato, a diez metros del suelo. Unas escuadras de hierro que sobresalían de la pared en un ángulo de cuarenta y cinco grados sostenían la marquesina. Tendría que sortear esas barras para poder llegar a la azotea.

De repente se hizo el silencio; todos observaban a los cuatro corredores. Jugger fue hacia Gabriel y le entregó un par de mitones de trepar.

—Póntelos —dijo—. Por la noche el hierro resbala y está jodidamente frío.

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