El Río Oscuro (30 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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—Eche un vistazo —le dijo a Michael—. Solo hay una persona ahí dentro. Una mujer. Está bloqueando la puerta.

Michael parecía disgustado.

—¿Y mi padre? Usted me dijo que mi padre o Gabriel estarían en esta isla.

—Esa fue la información que recibí —repuso Boone mientras hacía girar la imagen para tener una visión desde distintos ángulos—. Podría tratarse de Maya, la Arlequín que protegía a su hermano en Nueva York y...

—Sé quién es Maya —espetó Michael—. La vi la noche en que atacó el centro de investigación.

—Quizá podríamos interrogarla.

—Matará a sus hombres y se matará ella a menos que podamos obligarla a salir. Diga a Harkness que venga con sus segmentados.

Boone intentó disimular su disgusto.

—Todavía no es necesario.

—Yo decidiré lo que es necesario y lo que no, Boone. Antes de que la señorita Brewster y yo decidiéramos lanzar esta operación, investigué un poco por mi cuenta. Estos viejos edificios tienen unos muros sumamente gruesos. Esa es la razón por la que quería que Harkness formara parte del equipo.

Cuando los monjes de la antigüedad apilaron las piedras con las que levantaron las cabañas, dejaron unas aberturas en la parte alta de los muros para dejar salir el humo. Años más tarde, los agujeros de ventilación de la cabaña que se utilizaba como almacén se convirtieron en las ventanas del piso superior. Solo tenían entre veinte y treinta centímetros de diámetro. Aunque los mercenarios rompieran los cristales, no podrían entrar.

De pie en la penumbra, Vicki oyó que movían el picaporte y golpeaban la puerta con los puños. Luego, se hizo el silencio, y a continuación se oyó el poderoso impacto de una herramienta. La pesada puerta de roble se estremeció y golpeó la barra de hierro que la mantenía atrancada, pero aguantó. Vicki recordó haber oído hablar a las monjas de las incursiones vikingas en los monasterios irlandeses durante el siglo xn. Cuando los monjes no podían huir a campo traviesa, se encerraban en una torre de piedra, con sus cruces de oro y sus lujosos relicarios, y rezaban y confiaban en que los hombres del norte no pudieran entrar.

Vicki apiló más contenedores contra la puerta. Los golpes se interrumpieron. Fue hasta el pie de la escalera y vio el haz de una linterna atravesar una de las ventanas del piso de arriba.

En una de sus cartas desde Meridian, en Mississippi, Isaac T. Jones decía a sus fieles: «Mirad en vuestro interior y encontraréis un pozo que no se ha de secar. Nuestros corazones rebosan valentía y amor...».

Solo habían pasado unos meses desde que Vicki fue al aeropuerto de Los Ángeles, siendo una joven piadosa, tímida y asustada, para recibir a una Arlequín. Desde entonces, la habían puesto a prueba en numerosas ocasiones y nunca había desfallecido. Isaac T. Jones estaba en lo cierto: el coraje había estado siempre en su interior.

En el piso de arriba sonó un ruido seco. Alguien había roto el cristal de una de las ventanas. Una lluvia de pedazos de vidrio cayó al suelo. «¿Podrán entrar?», se preguntó Vicki. No. Solo un niño podría pasar por un agujero tan pequeño. Esperó a oír disparos o una explosión, pero lo único que escuchó fue un ronco graznido, como el que haría un pájaro al ser estrangulado.

—Dios mío, sálvame. Por favor sálvame —rezó entre susurros.

Miró por la estancia en busca de un arma y vio dos cañas de pescar, un saco de cemento y una lata de gasolina vacía. Apartó todo aquello frenéticamente y descubrió unos cuantos útiles de jardín apoyados contra la pared. Entre ellos, una pala manchada de barro.

Oyó una especie de gruñido y se refugió en un rincón. En la escalera apareció una extraña figura: un enano en cuclillas, de prominente barriga y anchos hombros. El enano bajó hasta la mitad de la escalera y se volvió hacia Vicki. Fue entonces cuando ella comprendió que no era un hombre, sino un animal con el negro hocico de un perro.

La bestia soltó un chillido espeluznante, brincó por encima del pasamanos y corrió hacia ella. Vicki levantó la pala a la altura de los hombros y, cuando el animal se le echó encima, saltando desde lo alto de una caja, lo golpeó con todas sus fuerzas en pleno abdomen. El animal cayó hacia atrás, pero se levantó inmediatamente y le agarró una pierna con una de sus extremidades de cinco dedos.

Vicki le aporreó frenéticamente el cuello con la pala. Los gritos de la criatura resonaron en el refugio cuando empezó a utilizar la pala como si fuera un hacha, golpeándolo una y otra vez. El animal rodó sobre sí mismo y le mostró los dientes. Le manaba sangre de la boca y agitaba las patas espasmódicamente. Intentó incorporarse, pero Vicki volvió a golpearlo hasta que quedó inmóvil. Muerto.

Dos de las velas se habían apagado. Vicki cogió la única que quedaba encendida y examinó a su atacante. Le sorprendió ver que era un pequeño babuino con el pelaje amarillento. El simio tenía bolsas en las mejillas, un largo hocico sin pelo y fuertes brazos y piernas. Sus ojos seguían abiertos; parecía como si aquella criatura muerta todavía la mirara con furia.

Vicki recordó que Hollis le había hablado de los animales que lo atacaron en su casa de Los Ángeles. Aquel parecía de la misma especie. Hollis los había llamado «segmentados». Los cromosomas de aquel babuino habían sido manipulados, cortados en segmentos por los científicos de la Tabula, que habían creado una aberración genética que solo deseaba atacar y matar.

Los hombres de fuera rompieron una segunda ventana. Vicki sujetó la pala con ambas manos y se desplazó sigilosamente por el cuarto. La pierna izquierda le sangraba. La sangre goteaba sobre el zapato, y este iba dejando rojas huellas en el suelo. Durante unos instantes no ocurrió nada; luego la llama de la vela titiló: tres segmentados bajaban por la escalera. Se detuvieron, olfatearon el aire, y su líder lanzó un ronco ladrido.

Eran demasiados y demasiado fuertes. Vicki comprendió que iba a morir. Por su mente pasaron imágenes como fotografías de un viejo álbum: su madre, el colegio, los amigos. Las cosas que en un tiempo parecían tan importantes se desvanecieron. Sus recuerdos más vivos fueron de Hollis, y sintió que la embargaba una profunda tristeza al saber que nunca más volvería a verlo. «Te quiero. No lo olvides nunca. Nunca destruirán mi amor», le dijo mentalmente.

Los segmentados olieron la sangre. Saltaron de la escalera y corrieron hacia Vicki con furiosa velocidad. Sus aullidos llenaron la habitación. Sus afilados colmillos le recordaron a los de los lobos. «Se acabó», pensó. «No tengo la más mínima oportunidad.» No obstante, aferró la pala y se preparó para hacer frente al ataque.

Capítulo 26

Sophia Briggs había explicado a Gabriel que todos los seres vivos poseían una energía eterna e indestructible llamada Luz. Cuando las personas morían, su luz regresaba a la energía que estaba presente en todo el universo. Solo los Viajeros eran capaces de enviar su Luz a distintos dominios y regresar después a sus cuerpos físicos.

Los seis dominios, según le explicó Sophia, eran mundos paralelos separados por una serie de barreras compuestas de agua tierra, fuego y aire. Gabriel descubrió los distintos caminos para ir de una barrera a otra cuando aprendió a cruzar.

En esos momentos, mientras su cuerpo permanecía en el cuarto trasero de una tienda de instrumentos de percusión del mercado de Camden, notó como si flotara en el espacio, rodeado por una oscuridad infinita. Entonces pensó en su padre y notó que salía propulsado hacia lo desconocido, guiado por la fuerza de su deseo de hallarlo.

La sensación de flotar desapareció; sintió bajo sus manos el contacto de la tierra húmeda. Abrió los ojos y vio que yacía, boca arriba, a unos metros de un gran río.

Se puso en pie rápidamente y miró alrededor en busca de algún indicio de peligro. Se hallaba en una pendiente embarrada llena de restos de automóviles desguazados y de maquinaria oxidada. A varios metros por encima de su cabeza, al borde de lo que parecía una ribera, vio las ennegrecidas ruinas de varios edificios. No estaba seguro de si era de noche o de día porque el cielo estaba cubierto por una capa de nubes amarillentas que de vez en cuando se abrían y dejaban entrever un fondo de tono ceniciento. Había visto nubes como aquellas en Los Ángeles, cuando el humo de algún incendio se mezclaba con la polución ambiental y ocultaba la luz del sol.

A medio kilómetro río arriba vio la estructura de un puente derruido. Parecía como si lo hubieran volado con explosivos o bombardeado desde el cielo. Solo quedaban unos pilares de ladrillo y dos arcos sobre los que se veían los restos retorcidos de unas vigas y lo que quedaba de una carretera.

Avanzó con cautela hacia el río e intentó recordar lo que Hollis le había dicho a Naz, su guía en los túneles del metro, cuando estaban en Nueva York. Hollis y Vicki citaban constantemente extractos de las cartas de Isaac T. Jones, y Gabriel no había prestado demasiada atención. Era algo sobre que el mal camino conducía a un río oscuro.

«Pues Isaac Jones estaba en lo cierto con respecto a este lugar», pensó. Ese río era negro como la tinta, salvo por los montones de sucia espuma blanca de poliuretano que flotaban en la superficie, y desprendía un olor acre y penetrante, como si estuviera contaminado por productos químicos. Se arrodilló y cogió un poco de agua con la mano, pero la arrojó cuando la piel empezó arderle.

Se levantó y miró alrededor para asegurarse de que estaba a salvo. Por un momento deseó haber llevado consigo la espada talismán que su padre le había dado, pero la había dejado en poder de Maya. «No necesitas un arma», se dijo. «No has venido aquí a matar a nadie.» Se movería con cuidado e intentaría no dejarse ver. Quizá encontrara a su padre mientras buscaba la puerta de regreso a su mundo.

Estaba bastante seguro de que había llegado al Primer Dominio. En otras culturas se conocía con los nombres de Hades, el Inframundo, Sheol: el infierno. La historia de Orfeo y Eurídice era un mito griego que se enseñaba en la escuela, pero estaba también la experiencia de un Viajero desarmado que había llegado hasta ese lugar. Era importante no tomar ningún alimento, ni siquiera si te lo ofrecía alguien importante. Y cuando por fin encontrabas el camino de vuelta, nunca debías mirar atrás.

En la confesión de san Columba que su padre había traducido, el santo irlandés describía el infierno como una ciudad con habitantes humanos. Los habitantes del infierno habían hablado a Columba sobre otras ciudades que conocían por rumores o por haberlas visto en la distancia. Gabriel sabía que en ese lugar podía acabar muerto o prisionero, de modo que decidió permanecer cerca del río y alejarse del puente en ruinas. Si se topaba con algún obstáculo o con algo que le pareciera peligroso, daría media vuelta y seguiría por el río hasta su punto de partida.

La pendiente era empinada y resbaladiza; tardó varios minutos en llegar a los restos de un edificio de ladrillo. De su interior surgía una luz parpadeante, y Gabriel se preguntó si todavía estaría ardiendo. Se asomó con cautela a una de las ventanas. En vez de fuego, vio una llama anaranjada que brotaba de lo que parecía una tubería de gas rota. Aquella estancia había sido una cocina, pero el hornillo y el fregadero estaban cubiertos de hollín, y el único mueble que quedaba era una mesa tumbada del revés y con una sola pata.

Oyó pasos y, antes de que pudiera reaccionar, un brazo le rodeó el cuello por detrás y le puso un cuchillo en la garganta.

—Deme su comida —susurró un hombre. La voz era jadeante y vacilaba, como si quien hablaba no diera crédito a sus propias palabras—. Deme toda su comida y no morirá.

—De acuerdo —dijo Gabriel al tiempo que empezaba a darse la vuelta.

—¡No se mueva! ¡No me mire!

—No pretendo mirarlo —contestó Gabriel—. He dejado mi comida en el puente, escondida en un lugar secreto.

—Nadie tiene secretos para mí. —Había algo más de confianza en esa voz—. Lléveme hasta donde está la comida. ¡Deprisa!

Con el cuchillo todavía en la garganta, Gabriel se alejó despacio del edificio. Cuando llegó al borde del talud que descendía hacia la orilla, bajó un par de pasos por la pendiente para situarse ligeramente por debajo de su enemigo. Entonces le agarró la muñeca, tiró de ella hacia abajo y se la retorció. El hombre aulló de dolor, soltó el cuchillo y cayó por la pendiente. Gabriel recogió rápidamente el arma. Era un tosco cuchillo hecho con un trozo de metal afilado con una piedra.

Gabriel se plantó ante su adversario, un tipo sumamente delgado que yacía hecho un ovillo en el suelo. Tenía la barba sucia y el pelo grasiento. Iba vestido con un pantalón hecho jirones, una astrosa chaqueta de tweed y una absurda corbata verde llena de manchas. El hombre pasaba una y otra vez sus huesudos dedos por la corbata, como si su vida dependiera de aquella absurda prenda.

—¡Lo siento! —balbució—. ¡No debería haberlo hecho! —Hundió la cabeza entre los flacos brazos—. ¡Las cucarachas no deben comportarse como lobos!

Gabriel blandió el cuchillo.

—Quiero que responda a mis preguntas. ¿Me ha entendido? No me obligue a utilizar esto.

—Lo entiendo, señor. ¡Mire! —El hombre se incorporó con las manos en alto y se quedó muy quieto—. No me muevo.

—¿Cómo se llama?

—¿Que cómo me llamo, señor? Pickering. Eso es, Pickering. También tenía un nombre de pila, pero lo he olvidado. Debería haberlo anotado. —Rió nerviosamente—. Creo que era Thomas o Theodore, algo que empezaba por T. Pero de lo de Pickering no hay duda. Toda mi vida ha sido «Haz esto, Pickering», «Ven aquí, Pickering». Y yo sé obedecer, señor. Pregunte a quien quiera.

—De acuerdo, Pickering. ¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este lugar?

El hombre pareció sorprenderse de que alguien le hiciera semejante pregunta. Sus ojos miraron nerviosos a derecha e izquierda.

—Estamos en la Isla. Así es como llamamos a este sitio. La Isla.

Gabriel contempló el río y el puente en ruinas. Por alguna razón había dado por hecho que podría salir de aquella zona y encontrar un lugar seguro donde esconderse. Si aquel era el único puente —o si todos los demás también habían sido destruidos—, estaría atrapado en aquella isla hasta que encontrara un camino de salida. ¿Era eso lo que le había ocurrido a su padre? ¿Estaría deambulando por aquel mundo de sombras buscando el camino a casa?

—Usted debe de ser un visitante —dijo Pickering, que enseguida añadió en tono apresurado y siseante—: Perdone, señor, no pretendo decir que no sea un lobo. ¡Ni mucho menos! No hay duda de que es un lobo. No es usted una cucaracha. En absoluto.

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