Authors: John Twelve Hawks
—No sé a qué se refiere. Soy un visitante y estoy buscando a otro visitante como yo, a una persona mayor.
—Quizá yo podría ayudarlo —dijo Pickering—. Sí, claro. Soy el más indicado para ayudarlo. —Se puso en pie y se alisó con los dedos la sucia corbata—. He recorrido toda la Isla. Lo he visto todo.
Gabriel se guardó el tosco cuchillo en el cinturón.
—Si me ayuda, yo lo protegeré y seré su amigo.
Los labios de Pickering temblaron mientras susurraba para sí:
—Un amigo... Sí, claro, un amigo... —Sonaba como si pronunciara aquella palabra por primera vez.
Algo explotó en la devastada ciudad con un ruido sordo, y Pickering trepó a cuatro patas por el talud tan rápidamente como pudo.
—Con el debido respeto, señor, no podemos quedarnos aquí. Se acerca una patrulla. Algo muy poco agradable. Por favor, sígame.
Pickering, que había hablado de sí mismo como de una cucaracha, se movió con la rapidez de un insecto descubierto a plena luz. Entró en uno de los derruidos edificios y pasó por un laberinto de habitaciones llenas de cascotes y de mobiliario destrozado. En cierto momento, Gabriel vio que había pisado restos de huesos humanos, pero no había tiempo para preguntas.
—Mire donde pisa, señor —le advirtió Pickering—, pero no se detenga. No podemos detenernos.
Gabriel lo siguió y cruzó una puerta que daba a una calle.
Se sorprendió por la intensidad de la luz que emanaba de una enorme llama que surgía de una grieta en el pavimento y se retorcía en el aire como un espíritu maléfico. El humo había cubierto con un residuo pegajoso las paredes de los edificios circundantes y los restos de un taxi destrozado.
Gabriel se detuvo en medio de la calle. Pickering había llegado al otro lado y le hacía señas frenéticamente con las manos, como una madre que insta a su hijo pequeño a que camine.
—¡Más deprisa, amigo! Por favor. Viene una patrulla. Tenemos que escondernos.
—¿Qué patrulla? —preguntó Gabriel, pero Pickering ya había desaparecido.
El Viajero echó a correr para alcanzar a su astroso guía y lo siguió por otras habitaciones desiertas hasta que salieron a otra calle. Gabriel intentó imaginar qué aspecto tenía aquella ciudad antes de su destrucción. Los blancos edificios tenían tres o cuatro pisos, azoteas planas y numerosos balcones. Una retorcida marquesina cubría las destrozadas mesas de lo que algún día fue la terraza de un café. Había visto ciudades parecidas en el cine y en las revistas. Pensó en la capital de provincia de algún país tropical, la clase de sitio donde la gente va a la playa durante el día y cena bien entrada la noche.
Pero en esos momentos, todas las ventanas estaban destrozadas, y casi todas las puertas habían sido arrancadas de sus goznes. Sostenido por unos pocos pernos, un recargado balcón de hierro colgaba de una fachada como una criatura que intentara evitar caer a la calle. Todas las paredes estaban llenas de pintadas. Gabriel vio números, nombres y palabras escritas en grandes caracteres. Unas flechas toscamente dibujadas señalaban una determinada dirección.
Pickering se agachó para entrar en otro edificio y avanzó con cautela. Se detuvo unas cuantas veces para escuchar, y no siguió adelante hasta que estuvo seguro de que se hallaban solos. Gabriel lo siguió. Subieron por una escalera de mármol y continuaron por un pasillo hasta una habitación en la que había un colchón medio quemado apoyado contra la pared. Pickering lo apartó y dejó al descubierto la entrada a una habitación con dos ventanas tapiadas con tablones; la única luz provenía de una llama que surgía de una cañería de gas arrancada de la pared.
Mientras Pickering recolocaba el colchón para ocultar la entrada, Gabriel miró alrededor. El cuarto estaba lleno de la basura y los cachivaches que Pickering había recogido en sus incursiones por la ciudad. Había botellas de agua vacías, un montón de mantas mohosas, una butaca con solo dos patas y varios espejos rotos. Al principio, Gabriel creyó que el papel de la pared se estaba despegando, pero no tardó en comprender que eran páginas de un catálogo de ropa femenina que Pickering había clavado. Las mujeres de los dibujos llevaban faldas que les llegaban hasta el suelo y blusas de cuello alto, una indumentaria propia de cien años atrás.
—¿Aquí es donde vive? —preguntó.
Pickering contempló las ilustraciones de las paredes y contestó muy serio:
—Espero que le parezca confortable, señor. Es mi hogar dulce hogar.
—¿Ha vivido siempre aquí? ¿Nació en esta casa?
—¿Podría decirme cómo se llama, amigo? Los amigos deberían llamarse por su nombre.
—Gabriel.
—Siéntese, Gabriel. Es usted mi invitado. Póngase cómodo.
Gabriel se instaló en la butaca. La verde tapicería desprendía un fuerte olor a rancio. Pickering parecía nervioso y al mismo tiempo complacido por tener compañía. Iba diligentemente de un lado a otro recogiendo desperdicios y ordenándolos como una buena ama de casa.
—En la Isla no ha nacido nadie. Simplemente, una mañana nos despertamos aquí. Teníamos un apartamento, ropa y comida en la nevera. Si apretábamos un interruptor, las luces se encendían; si abríamos un grifo, salía agua corriente. También teníamos un trabajo. En la cómoda de mi dormitorio yo guardaba las llaves de un comercio que estaba a pocas manzanas de aquí. —Pickering sonrió beatíficamente, llevado por los recuerdos—. Era el señor Pickering, modisto de señoras. En el taller guardaba telas exquisitas. Desde luego, no era un modisto cualquiera.
—Pero ¿no se preguntó usted por qué estaba aquí?
—La primera mañana fue un momento mágico. Durante unas horas todos creímos que nos hallábamos en un lugar especial. La gente exploró la isla, examinó los edificios y el destrozado puente. —Por primera vez, Gabriel apreció un destello de sensibilidad e inteligencia tras el miedo que se leía en los ojos de su anfitrión—. ¡Fue un día tan feliz...! No se hace idea de lo felices que éramos. Creíamos que estábamos en un lugar maravilloso. Hubo incluso quien dijo que habíamos sido transportados al cielo.
—Pero ¿usted no recordaba a sus padres ni su infancia?
—Nuestros únicos recuerdos eran los del primer día. Unos pocos sueños. Nada más. Todos los que estábamos aquí sabíamos leer, escribir y realizar operaciones matemáticas. Sabíamos usar herramientas y conducir coches. Pero nadie recuerda que nos enseñaran tales habilidades.
—Entonces, la ciudad no fue destruida el primer día...
—Claro que no. —Pickering recogió unas cuantas botellas de vino vacías y las dejó junto a la pared—. Había electricidad. Todos los coches tenían gasolina. Por la tarde, la gente se reunió y habló de organizar un comité de gobierno y reconstruir el puente. Si subías a cualquiera de las azoteas, podías ver que la Isla estaba en medio de un río enorme y que a lo lejos se divisaba la otra orilla.
—¿Y qué ocurrió?
—Los combates empezaron aquella noche. Algunos hombres se peleaban, se golpeaban, mientras los demás contemplábamos la escena como niños que aprenden un nuevo juego. Al amanecer del día siguiente, empezaron los asesinatos. Yo llegué a matar con unas tijeras a un tipo que quería irrumpir en mi tienda —explicó con un atisbo de orgullo en la voz.
—Pero ¿por qué la gente destruyó sus propias casas?
—La ciudad estaba dividida en zonas controladas por distintos señores de la guerra. Había puntos de control, fronteras y zonas de tierra de nadie. Durante bastante tiempo esto fue el Sector Verde. Nuestro señor de la guerra era un tal Vinnick, hasta que su lugarteniente se lo cargó.
—¿Y cuánto tiempo duró la lucha?
—En la Isla no hay calendarios, y todos los relojes han sido destruidos. La gente solía contar los días, pero entonces surgieron distintos grupos con diferentes números y, como era de esperar, lucharon para ver quién tenía razón. Durante un tiempo, el Sector Verde mantuvo una alianza con el Sector Rojo, pero firmamos un acuerdo secreto y lo traicionamos con el Sector Azul. Al principio había fusiles y municiones, pero se agotaron, y entonces la gente tuvo que improvisar y fabricarse sus propias armas. Al final, los señores de la guerra murieron asesinados y sus ejércitos se disolvieron. En la actualidad hay una especie de comisionado que envía patrullas.
—Pero ¿cómo es que la gente no llegaba a algún tipo de acuerdo?
Pickering soltó una carcajada y enseguida pareció arrepentido.
—No pretendía ofenderle, señor, amigo Gabriel. No se enfade. Es solo que su pregunta ha sido un tanto... inesperada.
—No estoy enfadado.
—En la época de los señores de la guerra, la gente empezó a comentar que los combates durarían hasta que quedaran determinado número de supervivientes. ¿Tenían que ser noventa y nueve o treinta o tres? Nadie lo sabe, pero creemos que esos supervivientes hallarán el camino para salir de aquí y que los demás renacerán para sufrir de nuevo la misma experiencia.
—¿Y cuánta gente queda?
—Puede que un diez por ciento de la población original. Algunos de nosotros somos cucarachas. Nos escondemos tras las paredes y bajo el suelo y sobrevivimos. Los que no se esconden son lobos. Deambulan por la ciudad en patrullas y matan al primero que Ven.
—¿Y por eso se esconde?
—Sí. —Pickering parecía confiado—. De corazón le digo que las cucarachas sobrevivirán a los lobos.
—Mire, no tengo nada que ver con esta guerra y no quiero ponerme de parte de ningún bando. Estoy buscando a otro visitante. Eso es todo.
—Lo entiendo, Gabriel. —Pickering recogió un lavamanos resquebrajado y lo colocó en un rincón—. Por favor, acepte mi hospitalidad. Quédese aquí mientras busco a su visitante. No se arriesgue, amigo mío. Si una patrulla lo encuentra, los lobos lo matarán en plena calle.
Antes de que Gabriel pudiera reaccionar, Pickering había apartado el colchón, se había escabullido por el agujero y vuelto a taparlo. Gabriel se quedó en la butaca reflexionando sobre todo lo que había visto y oído desde que se había despertado a la orilla del río. Las almas violentas de ese dominio quedaban atrapadas para siempre en un ciclo de muerte y destrucción. De todas maneras, no había nada nuevo en aquel infierno: su mundo había dado muestras de su propia furia.
La llama de gas que ardía en la boca de la cañería parecía consumir todo el oxígeno de la habitación. Gabriel sudaba y tenía la boca seca. Sabía que no debía ingerir los alimentos de aquel lugar, pero no le quedaba más remedio que encontrar agua.
Se levantó, apartó el colchón y salió del escondrijo de Pickering. A medida que exploraba el edificio comprendió que antes había sido un bloque dividido en oficinas. Sillas y escritorios, archivadores y viejas máquinas de escribir yacían abandonados por doquier, cubiertos por una capa de polvo. ¿Quién había trabajado allí? ¿Habían salido de sus casas la primera mañana e ido al trabajo con la vaga sensación de que aquello no era más que una prolongación de sus sueños?
Mientras seguía buscando agua, vio unas ventanas hechas añicos y se asomó a la calle. Dos automóviles aplastados exhibían sus carrocerías abolladas como cajas de cartón. Vio a Pickering doblar una esquina, y Gabriel se retiró entre las sombras. El flacucho individuo se detuvo y miró por encima del hombro, como si estuviera esperando a alguien.
Unos segundos más tarde, aparecieron cinco hombres. Si Pickering se había definido como cucaracha, aquellos tipos eran sin duda los lobos. Iban vestidos con prendas de lo más variadas. Un tipo rubio, con el pelo recogido en trenzas, llevaba un pantalón corto de explorador y una chaqueta de esmoquin con las solapas de raso. A su lado caminaba un hombre negro vestido con una bata blanca de laboratorio. Todos llevaban armas caseras: palos, espadas, hachas y cuchillos.
Gabriel salió inmediatamente de la habitación, se equivocó de dirección y atravesó varios despachos desiertos. Cuando llegó a la escalera de mármol, oyó la voz jadeante de Pickering en la planta baja.
—Seguidme. Es por aquí.
Gabriel subió hasta el segundo piso. Miró por el hueco de la escalera y vio un resplandor anaranjado. Uno de los lobos había improvisado una antorcha con un trozo de madera y unos retales y la había encendido.
—No os he mentido —decía Pickering—. Estaba aquí. Mirad, ha subido por la escalera. ¿Lo veis?
Gabriel comprendió que había dejado sus huellas en la capa de polvo que cubría los peldaños. El pasillo que tenía a su espalda también estaba lleno de polvo. Pisara donde pisase, los lobos podrían seguirlo.
«No puedo quedarme aquí», se dijo, y continuó subiendo. La escalera finalizaba en el cuarto piso. Cruzó una puerta de hierro antiincendios que colgaba de una bisagra y salió a la azotea. Las amarillentas nubes que encapotaban el cielo se habían hecho más oscuras y arremolinadas, como si estuvieran a punto de descargar una lluvia siniestra. En la distancia se divisaba la silueta del puente y el río.
Caminó hasta el murete que rodeaba la azotea y vio que entre ese edificio y el siguiente se abría un vacío de unos cinco metros. Si fallaba, nunca más volvería a su mundo. ¿Vería Maya su cuerpo sin vida? ¿Apoyaría la cabeza contra su pecho y se daría cuenta de que su corazón había dejado de latir definitivamente? Dio dos vueltas por la azotea y regresó al punto de partida. El murete de seguridad le impedía tomar impulso corriendo y saltar.
Alguien arrancó la puerta de hierro de su única bisagra y la arrojó escalera abajo. Pickering y la patrulla de lobos salieron a la azotea.
—¿Lo veis? ¡Ya os lo dije! —dijo Pickering.
Gabriel se subió al murete y contempló el edificio contiguo.
«Está muy lejos», pensó. «Demasiado lejos.»Lo lobos blandieron sus armas y corrieron hacia él.
Dos de los mercenarios de la Tabula subieron por la pendiente hasta los helicópteros y regresaron con un generador eléctrico portátil. Lo colocaron cerca del almacén y lo conectaron a una lámpara de sodio. Michael alzó la vista. Las miles de estrellas que se veían en el cielo parecían trocitos de hielo. Hacía mucho frío, y el aliento de los hombres formaba en el aire leves nubecillas de vapor.
Michael se sentía contrariado porque ni su padre ni Gabriel estuvieran en la isla, pero la operación no había sido un completo fracaso. Quizá su equipo hallara documentación o información almacenada en un ordenador que pudiera conducirlos a un nuevo y más prometedor objetivo. En cualquier caso, a la señorita Brewster le llegarían voces de que él había sido el responsable de llevar a los segmentados y el que había exigido una táctica de acercamiento agresiva. A la Hermandad le gustaba la gente con iniciativa.